Robert Silverberg - Estación Hawksbill

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Estación Hawksbill: краткое содержание, описание и аннотация

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En las primeras décadas del siglo XXI se instala en Estados Unidos un gobierno autoritario que secuestra a los disidentes y los mete en la cárcel secreta de mayor seguridad de todos los tiempos: el pasado remoto. Usando una nueva tecnología que permite trasladar objetos y seres vivos por el tiempo, las autoridades crean en el período cámbrico, a mil millones de años de nosotros, la Estación Hawksbill, una penitenciaría sin rejas pero cercada por un paisaje rocoso, inhóspito y monótono, y por mares en los que abundan primitivas formas de vida. En ese mundo gris, lo único que anima a los presos es la llegada de nuevos compañeros con noticias de un futuro cada vez más borroso y lejano.

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—¿Está seguro que no quiere que lo acompañemos? —preguntó Hahn, mirando la muleta de Barrett. —No. No, estoy bien. Podré llegar sólo.

Se separaron. Barrett empezó a subir por la cuesta rocosa.

Llevaba medio día observando a Hahn. Y no sabía sobre él mucho más que cuando había caído en el Yunque. Eso era raro. Pero quizá Hahn se abriera un poco más después de pasar allí un tiempo y darse cuenta de que ésos eran los únicos compañeros que tendría por el resto de su vida. Barrett miró la luna de color salmón y por costumbre metió la mano en el bolsillo para acariciar el pequeño trilobites, y entonces recordó que se lo había dado a Hahn. Arrastrando los pies, caminó hasta la choza. ¿Cuánto tiempo haría que Hahn había pasado allí arriba la luna de miel?

6

Jim Barrett había empleado dos años de duro trabajo en dar a Janet la imagen adecuada. No quería forzar en ella ningún cambio, porque sabía que eso garantizaría el fracaso. Su labor era más sutil, e incluía algunas de las tácticas de persuasión indirecta que había aprendido de Norm Pleyel. Todo eso funcionó. Janet nunca llegó a ser verdaderamente hermosa, pero por lo menos dejó de rendir culto al desaliño. Y el cambio fue considerable. Barrett se marchó de casa y empezó a vivir con ella a los diecinueve años. Ella tenía veinticuatro, pero eso no importaba.

Para entonces había llegado la revolución, y la contrarrevolución estaba en camino.

La desintegración, cumpliendo con la predicción del ordenador de Edmond Hawksbill, se produjo tal como estaba previsto a finales de 1984, jubilando un sistema político que había celebrado un muy sombrío bicentenario sólo ocho años antes. El sistema sencillamente había dejado de funcionar y, como era de suponer, los que desde hacía mucho tiempo desconfiaban del proceso democrático fueron a ocupar el vacío. La Constitución de 1985 había sido pensada aparentemente como un documento provisional, y con ella surgió un gobierno temporal que supervisaría la restauración de las libertades civiles en Estados Unidos y después se desvanecería. Pero a veces las constituciones provisionales y los gobiernos temporales no se desvanecen cuando tienen que hacerlo. .

Bajo el nuevo sistema, un Consejo de Síndicos de dieciséis hombres dirigido por un canciller desempeñaba la mayoría de las funciones gubernamentales. Esos nombres eran extraños en un país acostumbrado desde hacía mucho tiempo a presidentes, senadores, secretarios de Estado y cosas parecidas. La gente había tenido la sensación de que todos esos cargos eran eternos e inmutables, y de repente dejaban de serlo porque habían introducido una nueva retórica de mando en sustitución de las palabras conocidas. El cambio fue rotundo en los niveles más altos; la burocracia y la administración apenas sufrieron transformaciones para evitar que la nación se derrumbara.

Los nuevos gobernantes eran una extraña mezcla. No se les podía llamar ni conservadores ni liberales en el sentido que se había dado a esos términos durante casi todo el siglo xx. Creían en una filosofía activista del Estado, que privilegiase las obras públicas y la planificación central, lo que quizá permitiría calificarlos de marxistas o al menos de liberales del New Deal. Pero también creían en la represión del disenso en nombre de la armonía, cosa que nunca había hecho el New Deal, aunque era inherente a las perversiones del marxismo leninista-estalinista-maoísta. Por otra parte, la mayoría eran capitalistas recalcitrantes, que insistían en la supremacía del sector empresarial de la economía y dedicaban muchas energías a restablecer el clima del comercio de, digamos, 1885. En cuanto a las relaciones exteriores, eran abiertamente reaccionarios, aislacionistas y anticomunistas hasta el extremo de la xenofobia., Aquélla era, para decirlo con suavidad, una filosofía estatal muy variopinta.

—No es ni siquiera una filosofía —sostuvo Jack Bernstein, descargando un puño en la palma de la mano—. Es apenas una pandilla de hombres duros que por casualidad encontraron un vacío de poder y lo ocuparon. No tienen ningún programa de gobierno: Se limitan a hacer lo que les parece necesario para perpetuarse en el poder y que las cosas no vuelvan a estallar. Se han apoderado del gobierno y ahora improvisan día a día.

Entonces están condenados al fracaso —dijo Janet con voz suave—. Sin una visión central de gobierno, un bloque de poder cae con seguridad, tarde o temprano. Cometerán errores críticos, y descubrirán que no pueden evitar el abismo.

—Llevan tres años en el poder —dijo Barrett—. No hay nada que indique que van a caer. Diría que son más fuertes que nunca. Se van a quedar ahí mil años.

—No —insistió Janet—. Van en una trayectoria autodestructiva. Pueden ser otros tres años, pueden ser diez, puede ser apenas cuestión de meses, pero fracasarán. No saben lo que hacen. No se puede unir el capitalismo de McKinley con el socialismo de Roosevelt y llamar a la suma capitalismo sindicalista y pensar que con eso se puede gobernar un país del tamaño del nuestro. Es inevitable…

—¿Quién dice que Roosevelt era socialista? —preguntó alguien desde el fondo de la habitación. Tema secundario —advirtió Norman Pleyel—. No entremos en temas secundarios.

—Discrepo con Janet —dijo Jack Bernstein—. No creo que el actual gobierno sea inherentemente inestable. Como dice Barrett, es más fuerte que nunca. Y nosotros aquí hablando. Hablábamos mientras se apoderaban del poder, y seguimos hablando durante otros tres años…

—No sólo hemos hablado —lo interrumpió Barreta. Bernstein iba y venía por la habitación, encorvado, tenso, cargado de energía interior. —¡Volantes! ¡Peticiones! ¡Manifiestos! ¡Convocatorias para huelgas! ¿Para qué sirvió todo eso? ¿Para qué? —A los diecinueve años Bernstein no era más alto que en el año de la gran conmoción, pero le había desaparecido de la cara la gordura de bebé.

Era delgado, descarnado, con pómulos salvajes y piel cetrina sobre la que las marcas y cicatrices de la enfermedad cutánea brillaban como faros. Ahora usaba un descuidado bigote. Bajo la presión de los acontecimientos, todos se estaban transformando; Janet había perdido la grasa a fuerza de dietas, Barrett se había dejado crecer el cabello, y hasta el imperturbable Pleyel tenía ahora una barba rala que acariciaba como si fuera un talismán. Bernstein fulminó con la mirada al pequeño grupo reunido en el apartamento que compartían Barrett y Janet—. ¿Sabéis por qué este gobierno ilegal ha sido capaz de mantenerse en el poder? Por dos razones. Primero, tiene una red inmoral de policía secreta con la que reprime a la oposición. Segundo, tiene el firme control de todos los medios de comunicación, con lo cual se perpetúa persuadiendo a los ciudadanos de que no les queda otra alternativa que apoyar al sindicalismo. ¿Sabéis lo que va a pasar en otra generación? ¡Esta nación y el sindicalismo estarán tan firmemente unidos que no se separarán durante siglos!

—Imposible, Jack —dijo Janet—. Para mantenerse, un sistema de gobierno necesita algo más que una policía secreta.

—Cállate y déjame terminar —dijo Bernstein. Las palabras de Bernstein fueron un gruñido. Ya casi nunca se cuidaba de ocultar su intenso odio hacia Janet. Cuando estaban en la misma habitación, bastante a menudo dadas las circunstancias, se veían volar las chispas.

—Muy bien, adelante. Termina. Bernstein aspiró hondo.

—Este país es en esencia conservador —dijo—. Siempre lo ha sido. Siempre lo será. La Revolución de 1776 fue una revolución conservadora en defensa de los derechos de propiedad. En los doscientos años siguientes no hubo aquí cambios fundamentales en la estructura política. Francia tuvo una revolución y seis, siete constituciones, Rusia tuvo una revolución, Alemania e Italia y Austria se convirtieron en países totalmente diferentes, y hasta Inglaterra cambió calladamente toda su organización, pero Estados Unidos no se movió. Sí, ya sé que hubo cambios en la ley electoral, pequeños retoques, y que se amplió el derecho de voto a las mujeres y a los negros, y que gradualmente se aumentaron los poderes del presidente, pero todo eso estaba dentro del marco original. Y en las escuelas se enseñó a los niños que en ese marco había algo sagrado. Era un factor de estabilidad incorporado: los ciudadanos querían que el sistema no cambiase porque siempre había sido así, etcétera, etcétera, en un eterno círculo. Esta nación no podía cambiar porque no tenía capacidad para cambiar. Se le había enseñado a odiar el cambio. Por eso los presidentes en ejercicio eran siempre reelectos a menos que fueran un verdadero desastre. Por eso la constitución fue enmendada quizá sólo veinte veces en dos siglos. Por eso cada vez que aparecía un hombre que quería cambiar las cosas en serio, como Henry Wallace, como Goldwater, era aniquilado por la estructura del poder. ¿Alguien estudió la elección de Goldwater? Supuestamente era un conservador, ¿no es así? Pero perdió, ¿y quien lo combatió con verdadera dureza sino los conservadores, que sabían que era un radical y temían la llegada de un radical al poder?

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