Robert Silverberg - Estación Hawksbill

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Estación Hawksbill: краткое содержание, описание и аннотация

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En las primeras décadas del siglo XXI se instala en Estados Unidos un gobierno autoritario que secuestra a los disidentes y los mete en la cárcel secreta de mayor seguridad de todos los tiempos: el pasado remoto. Usando una nueva tecnología que permite trasladar objetos y seres vivos por el tiempo, las autoridades crean en el período cámbrico, a mil millones de años de nosotros, la Estación Hawksbill, una penitenciaría sin rejas pero cercada por un paisaje rocoso, inhóspito y monótono, y por mares en los que abundan primitivas formas de vida. En ese mundo gris, lo único que anima a los presos es la llegada de nuevos compañeros con noticias de un futuro cada vez más borroso y lejano.

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—Se ha postergado.

—Pero ¿cómo? La Revolución…

—También se ha postergado. De manera indefinida.

Los músculos de las mejillas de Valdosto se estremecieron.

—¿Están disolviendo las células? —preguntó con dureza.

—Aún no lo sabemos. Esperamos órdenes; y mientras no lleguen podríamos ir a sentarnos un rato afuera. El aire te hará bien, Val.

—Hay que matar a todos esos cabrones. Es la única manera —murmuró Valdosto—. ¿Quién les dijo que podían gobernar el mundo? Una bomba en la cara… una buena bomba de aguanieve, un dispositivo de fragmentación cargado de radiación…

—Tranquilo, Val. Ya habrá tiempo para tirar bombas. Te vamos a sacar del catre.

Sin dejar de murmurar, Valdosto permitió que lo desataran. Quesada y Barrett lo ayudaron a levantarse y esperaron a que recuperara el equilibrio. Se lo veía muy inestable, cambiando el peso de una pierna a la otra, flexionando las enormes pantorrillas torcidas. Después de un rato Barrett le agarró un brazo y lo metió por la puerta de la choza. Vio a Hahn allí de pie en las sombras, con cara de angustia.

Ahora estaban todos fuera de la choza. Barrett señaló la luna.

—Allí está. Qué bonito color tiene, ¿verdad? No como la cosa muerta que brilla Arriba. Y mira aquello, Val. El mar que rompe en la costa rocosa. Rudiger está pescando. Veo su lancha a la luz de la luna.

—Lubinas rayadas —dijo Valdosto—. Róbalos. Sí, quizá pesque algunos róbalos.

—Aquí no hay róbalos. Todavía no han evolucionado.

Barrett metió la mano en el bolsillo y sacó algo arrugado y duro y lustroso, de unos cinco centímetros de largo. Era el exoesqueleto de un pequeño trilobites. Se lo ofreció a Valdosto, que lo rechazó con un brusco movimiento de cabeza.

—No me des ese cangrejo torcido.

—Es un trilobites, Val. Un animal extinto, como nosotros, que vivimos mil millones de años antes de nuestra época.

—Debes de estar loco —dijo Valdosto, sin levantar la voz, en un tono tranquilo que no se correspondía con aquellos ojos desorbitados: Sacó el trilobites de la mano de Barrett y lo arrojó contra las piedras—. Cangrejo torcido —murmuró. Después agregó—: A ver, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué tenemos que seguir esperando? Vayamos mañana a buscarlos. Primero a Bernstein, ¿de acuerdo? Él es el peligroso. Y después a los otros. Uno a uno, tendremos que deshacernos de ellos, echarlos de este mundo para que vuelva a ser un sitio seguro. Estoy cansado de esperar. No aguanto más, Jim. ¿Jim? Eres tú, ¿verdad? Jim… Barrett…

Por el mentón de Valdosto corría un hilo de saliva, y Quesada hizo un gesto de tristeza. El terrorista se puso en cuclillas, quejándose en voz baja, apretando las rodillas hinchadas contra la roca. Sus manos arañaron la superficie árida, buscando sin éxito suficiente tierra como para reunir un puñado. Quesada lo ayudó a levantarse, y él y Barrett llevaron de nuevo al enfermo dentro de la choza. Valdosto no protestó cuando el médico le apretó la cápsula sedante contra el brazo y la activó. Su mente cansada, rebelándose con todas sus fuerzas contra la monstruosa idea de que lo habían desterrado para siempre en un pasado inconcebiblemente remoto, aceptó el sueño sin reservas.

Al salir de nuevo, Barrett vio a Hahn con el trilobites en la mano, mirando maravillado el extraño ser. Hahn ofreció devolvérselo, pero Barrett, lo rechazó con un ademán.

—Guárdalo si te gusta —dijo—. Dónde lo encontré hay más. Muchos.

Se pusieron otra vez en marcha.

Encontraron a Ned Altman junto a su choza, en cuclillas y dando forma con las manos a una figura tosca y torcida que, por los bultos exagerados donde tendrían que estar los pechos y las caderas, parecía la imagen de una mujer. Al verlos sé levantó de un salto. Altman era un hombre pequeño y pulcro, de pelo muy rubio y ojos celestes. A diferencia de todos los demás habitantes de la Estación, él había sido funcionario del régimen en una época, hacía quince años, hasta que entendió la falsedad del capitalismo sindicalista e ingresó en una de las facciones clandestinas. Con su privilegiada perspectiva de las operaciones gubernamentales, la intervención de Altman había tenido un. valor incalculable para la clandestinidad, y el gobierno había trabajado mucho para encontrarlo y enviarlo a ese sitio. Ocho años en la Estación Hawksbill lo habían afectado.

Altman señaló su golem de barro y dijo:

—Hoy esperaba que con la lluvia cayesen rayos. Eso sería la solución. El soplo de vida. Pero me parece que en esta época del año, aunque llueva, hay pocos relámpagos.

—Pronto tendremos tormentas eléctricas —dijo Barrett.

Altman asintió con entusiasmo.

—Y entonces le caerá un rayo y cobrará vida y echará a andar. En ese momento necesitaré tu ayuda, doctor. Necesitaré que le des algunas inyecciones y la estilices un poco.

Quesada esbozó una sonrisa forzada.

—Con mucho gusto, Ned. Pero ya sabes las condiciones.

—Claro. Cuando yo termine, es tuya. ¿Acaso crees que me gusta el maldito monopolio? Hay que ser justos. La compartiré. Habrá una lista de espera. Pero no quiero que nadie se olvide de que la hice yo. Cada vez que la necesite, será mía. —Por primera vez, Altman advirtió la presencia de Hahn—. Tú ¿quién eres?

—Un nuevo prisionero —explicó Barrett—. Lew Hahn. Llegó esta tarde.

—Me llamo Ned Altman —dijo Altman con una elegante reverencia—. Ex funcionario del gobierno. Qué joven eres, ¿verdad? Ese color en las mejillas. ¿Qué orientación sexual tienes, Lew? ¿Hetero? Hahn hizo una mueca. —

—Sí, lo siento.

—Está bien. Puedes relajarte. No te tocaré. Ya superé esa etapa y tengo un proyecto en marcha. Sólo quiero que sepas, si eres hetero, que te pondré en la lista. Eres joven y probablemente tengas más necesidades que algunos de nosotros. Aunque seas nuevo no me olvidaré de ti, Lew.

—Eres muy amable —dijo Hahn.

Altman se arrodilló. Pasó las manos con delicadeza— por las curvas de aquella tosca figura, deteniéndose en los afilados pechos cónicos, dándoles forma, tratando de alisarlos. Era como si estuviera acariciando la vibrante carne de una mujer verdadera.

Quesada tosió.

—Ned, me parece que tendrías que descansar un poco. Quizá mañana caigan rayos.

Ojalá.

—Vamos, entonces. Levántate.

Altman no se resistió. El médico lo llevó dentro de la choza y lo acostó. Barrett y Hahn se quedaron afuera y examinaron la obra de aquel hombre. Hahn señaló el centro de la figura.

—Parece que no le puso algo esencial, ¿verdad? —comentó—. Si piensa hacer el amor con esta chica cuando termine de crearla, tendría que…

—Ayer estaba ahí —dijo Barrett—. Debe de haber empezado otra vez a cambiar de orientación sexual. Quesada salió de la choza de Altman con una expresión sombría. Los tres echaron a andar por el sendero rocoso.

Esa noche Barrett no hizo el recorrido completo. Generalmente habría ido hasta la choza de Don Latimer, sobre el mar, pues Latimer, con su obsesión por encontrar una puerta extrasensorial para huir de la Estación Hawksbill, estaba en su lista de enfermos que necesitaban especial atención. Pero Barrett ya había visitado a Latimer una vez ese día, para presentarle a Hahn, y creía que no debía volver a forzar tan pronto la dolorida pierna sana.

Así que cuando él y Quesada y Hahn terminaron de visitar todas las chozas más accesibles, dio por terminada la noche. Habían visitado a Gaillard, el hombre que rezaba para que seres de otro sistema solar fueran a rescatarlos de la soledad y el suplicio de la Estación Hawksbill. Habían visitado a Schulz, el hombre que intentaba entrar en un universo paralelo donde todo era como debería ser, una auténtica utopía. Visitaron a McDermott, que no había elaborado ninguna psicosis imaginativa y extravagante, pero que se pasaba todo el tiempo acostado, sollozando, día tras día. Después Barrett se había despedido y permitido que Quesada condujera a Hahn hasta su choza.

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