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Robert Sawyer: El cálculo de Dios

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: El cálculo de Dios» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2002, ISBN: 978-84-666-0711-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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Pero antes de que pudiese responder, Hollus se había dado la vuelta para encararse con la doctora Dorati; rotó el cuerpo esférico desplazando cada una de las seis patas a la izquierda.

—«Saludo» —dijo—. «Mi» «nombre» «es» «Hol» «lus» —las dos sílabas del nombre se superpusieron ligeramente, una boca empezando a hablar antes de que la otra hubiese terminado del todo.

Christine era administradora a tiempo completo. Años antes, cuando era una investigadora en activo, su campo habían sido los textiles; por tanto, los orígenes ultraterrenos de Hollus podrían no serle evidentes.

—¿Es una broma?—preguntó.

—«En» «absoluto» —contestó el alienígena, con esa extraña voz estereofónica—. Soy — sus ojos me miraron rápidamente, como si reconociese que estaba repitiendo algo que yo había dicho antes—… considéreme un investigador visitante.

—¿Visitante de dónde? —preguntó Christine.

—Beta Hydri —dijo Hollus.

—¿Dónde está eso? —preguntó Christine. Tenía una boca grande y caballuna y realizaba esfuerzos conscientes para cerrar los labios sobre los dientes.

—Es otra estrella —dije—. Hollus, ésta es la doctora Christine Dorati, la directora del RMO.

—¿Otra estrel a? —dijo Christine, cortando la respuesta de Hollus—. Vamos, Tom. Seguridad me advirtió de que había alguna broma en marcha, y…

—¿Ha visto mi nave espacial? —preguntó Hollus.

—¿Su nave espacial? —dijimos al unísono Christine y yo.

—Aterricé frente a ese edificio con el techo esférico.

Christine penetró definitivamente en la habitación, pasó al lado de Hollus y pulsó el botón del altavoz en mi teléfono. Marcó una extensión interna.

—¿Gunther? —dijo. Gunther era el agente de seguridad en la entrada de personal, situada en el callejón entre el museo y el planetario—. Soy la doctora Dorati. Hágame un favor: salga a la calle y dígame lo que ve frente al planetario.

—¿Se refiere a la nave espacial? —preguntó la voz de Gunther a través del altavoz—. Ya la he visto. Ahora está rodeada por una enorme multitud.

Christine colgó el teléfono sin recordar decir adiós. Miró al alienígena. Sin duda podía ver cómo el tórax de Hollus se contraía y expandía al respirar.

—¿Qué… eh, qué quiere? —preguntó Christine.

—Estoy realizando algunas investigaciones paleontológicas —dijo Hollus. Sorprendentemente, la palabra paleontológicas, complicada incluso para los humanos, no quedó dividida entre las ranuras; todavía no había conseguido comprender las reglas que gobernaban el cambio.

—Tengo que comunicárselo a alguien —dijo Christine, casi para sí misma—. Tendré que notificarlo a las autoridades.

—¿Cuáles son las autoridades apropiadas en este caso?—pregunté.

Christine me miró como si le sorprendiese que hubiese oído lo que había dicho.

—¿La policía? ¿La Real Policía Montada del Canadá? ¿El Departamento de Asuntos Exteriores? No lo sé. Es una pena que cerrasen el planetario; puede que hubiese alguien ahí que lo supiese. En todo caso, quizá se lo debería preguntar a Chen. —Donald Chen era el astrónomo entre el personal del RMO.

—Puede notificárselo a quien desee —dijo Hollus—. Pero por favor, no dé demasiada publicidad a mi presencia. No hará más que interferir con mi trabajo.

—¿Es usted el único alienígena en la Tierra en estos momentos? —preguntó Christine—. ¿O hay otros como usted visitando otros países?

—En estos momentos, soy el único sobre la superficie del planeta —dijo Hollus—, aunque es posible que pronto bajen más. La tripulación de la nave nodriza, que se encuentra en órbita sincrónica alrededor de su planeta, está compuesta por treinta y cuatro individuos.

—¿Sincrónica sobre dónde? —preguntó Christine—. ¿Toronto?

—Las órbitas sincrónicas deben estar sobre el ecuador —dije—. No puede ser sobre Toronto.

Hollus giró los pedúnculos en mi dirección; quizás estaba ganando puntos en su estimación.

—Eso es cierto. Pero ya que este lugar era nuestro primer destino, la nave está en órbita sobre la misma longitud. Creo que el país que está justo debajo es Ecuador.

—Treinta y cuatro alienígenas —dijo Christine, como si intentase asimilar la idea.

—Correcto —replicó Hollus—. La mitad son forhilnores como yo y la otra mitad wreeds.

Sentí la emoción que me recorría. Tener la oportunidad de examinar una forma de vida de un ecosistema diferente era pasmoso; pero examinar formas de vida de dos sería asombroso. En años anteriores, cuando me encontraba bien, daba un curso sobre evolución en la Universidad de Toronto, pero todo lo que sabíamos sobre el funcionamiento de la evolución se basaba en un único ejemplo. Si pudiésemos…

—No estoy segura de a quién llamar —dijo Christine una vez más—. Demonios, ni siquiera estoy segura de que me creyesen si llamase.

Justo en ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular. Era Indira Salaam, la ayudante ejecutiva de Christine. Le pasé el teléfono.

—Sí —dijo Christine al teléfono—. No. Estaré aquí. ¿Puedes traerlos? Muy bien. Adiós. — Me devolvió el teléfono—. Los mejores de Toronto vienen de camino.

—¿Los mejores de Toronto? —preguntó Hollus.

—La policía —dije yo mientras colgaba.

Hollus no dijo nada. Christine me miró.

—Alguien llamó para informar de la historia de la nave espacial y del piloto alienígena que había entrado en el museo.

Pronto llegaron dos agentes de uniforme, escoltados por Indira. Se quedaron en el quicio de la puerta con la boca abierta. Uno de los policías era flacucho, el otro bastante robusto —las formas grácil y robusta del Homo policíacas, lado a lado, al í mismo, en mi despacho.

—Debe de ser falso —le dijo el policía delgado a su compañero.

—¿Por qué todo el mundo asume lo mismo? —preguntó Hollus—. Los humanos parecen tener una capacidad impresionante para ignorar las pruebas más evidentes. —Los dos ojos cristalinos me miraron fijamente.

—¿Quién es el director del museo? —preguntó el policía fornido.

—Soy yo —dijo Christine—. Christine Dorati.

—Bien, señora, ¿qué cree que debamos hacer?

Christine se encogió de hombros.

—¿La nave espacial bloquea el tráfico?

—No —dijo el policía—. Se encuentra por completo en terreno del planetario, pero…

—¿SÍ?

—Pero, bien, habría que informar de algo así.

—Estoy de acuerdo —le dijo Christine—. Pero ¿a quién?

Volvió a sonar el teléfono. En esta ocasión era el asistente de Indira… No pueden mantener abierto el planetario, pero los asistentes tienen asistentes.

—Hola, Perry —dije—. Un segundo —le pasé el teléfono a Indira.

—¿Sí? —preguntó—. Comprendo. Mm, un segundo. —Miró a su jefa—. CITY-TV está aquí—dijo—. Quieren ver al alienígena. —CITY-TV era una televisión local famosa por sus noticias en directo; su lema era simplemente «¡En todas partes!».

Christine se volvió hacia los dos policías para ver si tenían alguna objeción. Se miraron el uno al otro e intercambiaron encogimientos de hombros.

—Bien, no podemos meter más gente aquí arriba —dijo Christine—. La oficina de Tom no da más de sí. —Se volvió hacia Hollus—. ¿Le importaría bajar de nuevo a la Rotonda?

Hollus se movió de arriba abajo, pero no creo que fuese una muestra de acuerdo.

—Estoy deseoso de iniciar mis investigaciones —dijo.

—En algún momento tendrá que hablar con ellos —le respondió Christine—. Mejor sería que se lo quitase ahora de encima.

—Muy bien —dijo Hollus, sonando terriblemente renuente.

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