Negué con la cabeza; me había esperado algo mejor que el cuento de «hay tortugas hasta el fondo».
—Incluso si fuese así —dije—, eso no resolvería el problema de si existe o no Dios. Simplemente está retrasando la creación de la vida un paso más atrás. ¿Cómo se inició la vida en el universo anterior a éste? —fruncí el ceño—. Si no se puede explicar tal cosa, no se ha explicado nada.
—No creo que el ser que es nuestro Dios estuviese vivo —dijo Hollus—, en el sentido de ser una entidad biológica. Sospecho que éste es el primer universo en el que se han dado la biología y la evolución.
—Entonces ¿qué es ese ser Dios?
—No veo ninguna prueba aquí en la Tierra de que hayan obtenido inteligencia artificial.
A mí me parecía un non sequitur, pero asentí.
—Es cierto, aunque hay mucha gente trabajando en ese campo.
—Nosotros tenemos máquinas conscientes de sí mismas. Mi nave espacial, la Merelcas, es una de ellas. Y lo que hemos descubierto es lo siguiente: la inteligencia es una propiedad emergente… aparece espontáneamente en sistemas con el orden y la complejidad suficiente. Sospecho que el ser que es ahora el Dios de este universo era una inteligencia incorpórea que surgió por medio de fluctuaciones aleatorias en un universo anterior carente de biología. Creo que ese ser, existiendo en soledad, buscó la forma de asegurar que el siguiente universo estuviese repleto de vida independiente capaz de reproducirse. Parece improbable que la biología se hubiese podido originar por sí sola en cualquier universo de una manera aleatoria, pero sería de esperar la aparición de una matriz espaciotemporal localizada de suficiente complejidad para desarrollar la consciencia por puro azar después de sólo algunos miles de millones de años de fluctuaciones cuánticas, especialmente en universos diferentes a éste en el que las cinco fuerzas fundamentales tuviesen potencias relativas no tan divergentes —hizo una pausa—. La sugerencia de que básicamente un científico creó nuestro universo actual explicaría el antiguo problema filosófico de por qué este universo es comprensible para la mente científica; por qué abstracciones humanas y forhilnores, como la matemática, la inducción y la estética, se pueden aplicar a la naturaleza de la realidad. Nuestro universo es comprensible científicamente porque fue creado por una inteligencia muy avanzada que empleó las herramientas de la ciencia.
Era pasmoso pensar que la inteligencia podría aparecer más fácilmente que la vida misma —y, sin embargo, en realidad no teníamos una definición buena de la inteligencia; cada vez que un ordenador parecía duplicarla, nos limitábamos a decir que no era a eso a lo que nos referíamos con la palabra.
—Dios como un científico —dije, saboreando la idea—. Bien, supongo que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
—Conciso —dijo Hollus—. Debería apuntarlo.
—No creo que lo haya inventado yo. Pero lo que propone no es más que eso; una propuesta. No prueba la existencia de Dios.
Hollus agitó el torso de arriba abajo.
—¿Y qué tipo de prueba le convencería?
Pensé en ello durante un momento, luego me encogí de hombros.
—Una pistola humeante —dije.
Los ojos de Hollus se desplazaron a su máxima separación.
—¿Una qué?
—Mi género de ficción favorito es la novela criminal y…
—Me asombra que los humanos obtengan placer en leer sobre asesinatos —dijo Hollus.
—No, no —expliqué—. No lo ha entendido. No disfrutamos leyendo sobre asesinatos; disfrutamos leyendo sobre justicia… cómo se acaba demostrando la culpabilidad de un criminal, no importa lo inteligente que sea. Y la mejor prueba en un caso real de asesinato es encontrar al sospechoso sosteniendo una pistola humeante… sosteniendo el arma usada para cometer el crimen.
—Ah —dijo Hollus.
—Una pistola humeante es una prueba incontestable. Y eso es lo que quiero: una prueba indiscutible.
—No hay prueba indiscutible para el big bang —dijo Hollus—. Y no la hay para la evolución. Y sin embargo acepta esas ideas. ¿Por qué debería someterse la idea de la existencia de un creador a un nivel mayor de prueba?
No tenía una buena respuesta para esa pregunta.
—Lo que sé —dije—, es que serán necesarias pruebas arrol adoras para convencerme.
—Creo que ya le han dado pruebas arrolladoras —dijo Hollus.
Me toqué la cabeza, sintiendo la suavidad allí donde antes había pelo.
Hollus tenía razón: aceptamos la evolución sin pruebas absolutas. Cierto, parece claro que los perros descienden de los lobos. Aparentemente, nuestros antepasados los domesticaron, eliminaron la ferocidad por medio de la crianza, por medio de la crianza añadieron la sociabilidad, y con el tiempo convirtieron al Canis lupus pallipes de la Era Glacial en Canis familiaris, el chucho moderno con sus 300 razas diversas.
Los lobos y los perros ya no pueden reproducirse entre sí, o, al menos, si lo hacen, las crías son estériles: los caninos y los lupinos son especies diferentes. Si fue así como sucedió —si la crianza humana convirtió a Akela en Rover, creando una nueva especie— entonces se ha demostrado uno de los pilares básicos de la evolución: se pueden crear especies nuevas a partir de especies anteriores.
Pero no podemos demostrar la evolución del perro. Y durante todos los miles de años después en que hemos estado criando perros, produciendo todas esas variedades diferentes, no hemos conseguido crear una nueva especie canina: un chihuahua todavía puede reproducirse con un gran danés, y un pit bul con un caniche —y las dos uniones siguen produciendo crías fértiles—. Por mucho que queramos destacar sus diferencias, siguen siendo Canis familiaris. Y jamás hemos creado una especie nueva de gato, ratón o elefante, de maíz, coco o cactus. Nadie discute que la selección natural pueda producir variaciones dentro de la misma especie, ni siquiera el creacionista más cerrado. Pero que pueda transformar una especie en otra —de hecho, eso jamás ha sido observado.
En la exposición de paleontología de vertebrados del RMO tenemos un diorama repleto de esqueletos de cabal o, empezando con el Hyracotherium del Eoceno, luego el Mesohippus del Oligoceno, Merychippus y Pliohippus del Plioceno, luego Equus shoshonensis del Pleistoceno, y al final Equus caballus, representados por un moderno cuarto de milla y un pony Shetland.
La verdad es que da la impresión de que se está produciendo la evolución: el número de dedos se reduce desde los cuatro del Hyracotherium de las patas delanteras y tres en las traseras hasta que sólo hay uno, en forma de casco; los dientes se hacen más y más largos, una adaptación aparente para comer hierbas duras; los animales (excepto el poni) se van haciendo progresivamente mayores. Paso frente a esa exhibición constantemente; es parte del fondo de mi vida. Rara vez le presto atención, aunque en muchas ocasiones la he interpretado cuando dirigía a alguien importante durante una visita a la exposición.
Una especie dando lugar a otra en una interminable serie de mutaciones, de adaptaciones a condiciones siempre cambiantes.
Lo acepto sin problemas.
Lo acepto porque la teoría de Darwin tiene sentido.
Por tanto, ¿por qué no acepto igualmente la teoría de Hollus?
«Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.» Tal era el mantra de Carl Sagan cuando se enfrentaba con un loco de los ovnis.
Bien, ¿sabes qué, Cari? Los alienígenas están aquí, en Toronto, en Los Ángeles, en Burundi, en Pakistán, en China. La prueba es incontrovertible. Están aquí.
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