—No hay nada que hacer.
—¿Nada que hacer…? —Serpiente se puso en pie con mucho esfuerzo.
—Estás herida —dijo Arevin desesperado—. Ver ahora ala niña sólo te herirá más.
—Oh, dioses —dijo Serpiente. Arevin aún intentaba detenerla—. ¡Suéltame! —gritó. Arevin se apartó, sorprendido. Serpiente no se detuvo a pedir disculpas. No podía dejar que nadie la protegiera, ni siquiera él: era demasiado fácil, demasiado tentador.
Melissa yacía tumbada a la sombra de un pino. Serpiente se arrodilló sobre la gruesa capa de agujas marrones. Tras ella, Arevin permaneció de pie. Serpiente cogió la fría y pálida mano de la niña, que continuaba sin moverse. Al arrastrarse por el suelo, se había roto las uñas hasta la raíz. Había intentado con tantas fuerzas mantener su promesa… Había cumplido las promesas que le había hecho a Serpiente mucho mejor de lo que ésta le había mantenido las suyas. La curadora se inclinó sobre ella y apartó con cuidado el pelo rojo de las terribles cicatrices. Sus lágrimas cayeron sobre las mejillas de Melissa.
—No hay nada que hacer —repitió Arevin—. No tiene pulso.
—Sh-h —susurró Serpiente, buscando todavía un latido en la muñeca de la niña, en su garganta, pensando en un momento que había encontrado el pulso, segura luego de que no era así.
—Serpiente, no te tortures así. ¡Está muerta! ¡Está fría!
—Está viva —sabía que él pensaba que la pena la hacía perder la cordura. No se movió, pero siguió mirándola tristemente. Ella se volvió hacia él—. Ayúdame, Arevin. Confía en mí. He soñado contigo. Creo que te quiero. Pero Melissa es mi hija y mi amiga. Tengo que intentar salvarla.
El pulso fantasmagórico alcanzó débilmente sus dedos. Melissa había sido mordida tantas veces… pero el incremento metabólico provocado por el veneno había desaparecido, y en vez de volver a un nivel normal, había caído bruscamente a un nivel que apenas era capaz de sostener la vida. Y la mente, esperaba Serpiente. Sin ayuda, Melissa moriría de agotamiento, de hipotermia, casi como si estuviera muriendo por exposición al frío.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arevin. Su tono era resignado, deprimido.
—Ayúdame a moverla.
Serpiente colocó las mantas sobre una roca amplia y llana que llevaba todo el día recibiendo la luz del sol. Se movía torpemente. Arevin cogió a Melissa y la tendió sobre las cálidas mantas. Dejando a su hija por un momento, Serpiente vació sus alforjas en el suelo. Tendió a Arevin la cantimplora, el horno de parafina y los trastos de cocina. El muchacho la observaba, inseguro. Ella apenas había tenido oportunidad de mirarlo.
—Calienta un poco de agua, Arevin, por favor. No demasiada —hizo un gesto con las manos para indicar la cantidad. Sacó el paquete de azúcar del compartimento de las medicinas de su zurrón.
De nuevo junto a Melissa, intentó levantarla. El pulso aparecía, desaparecía, regresaba.
Está ahí, se dijo Serpiente. No lo estoy imaginando.
Colocó un poco de azúcar sobre la lengua de Melissa, esperando que pudiera disolverlo. Serpiente no se atrevía a obligarla a beber: podría ahogarse si aspiraba el agua y se le metía en los pulmones.
Disponía de poco tiempo, pero si no iba con cuidado, podía matar a la niña casi con la misma seguridad con que lo habría hecho Norte. A cada minuto aproximadamente, mientras esperaba a Arevin, le daba a Melissa unos pocos granos más de azúcar.
Sin decir nada, Arevin trajo el agua hirviendo. Serpiente puso una pizca más de azúcar en la lengua de Melissa y le tendió el frasco a Arevin.
—Disuelve aquí toda la que puedas —masajeó las manos de Melissa y le palmeó la mejilla—. Melissa, querida, intenta despertarte. Sólo un momento. Hija, ayúdame.
Melissa no respondió. Pero Serpiente sintió el pulso, una vez más, esta vez tan fuerte como para tener esperanzas.
—¿Está preparado?
Arevin vertió el agua caliente en el cuenco: lo hizo ansiosamente y derramó un poco en su mano. Alarmado, miró a Serpiente.
—No te preocupes. Es azúcar —dijo Serpiente, y cogió el cuenco.
—¿Azúcar? —exclamó él, y frotó los dedos sobre la hierba.
—¡Melissa! Despierta querida —los párpados de la niña se movieron. Serpiente suspiró aliviada.
—¡Melissa! Tienes que beberte esto.
Los labios de Melissa se movieron levemente.
—No intentes hablar todavía —Serpiente le llevó el pequeño recipiente de metal a la boca y dejó que el líquido denso y pastoso corriera lentamente, poco a poco, esperando hasta estar segura de que Melissa había bebido cada porción del estimulante antes de darle más.
—Dioses… —dijo Arevin, maravillado.
—¿Serpiente? —susurró Melissa.
—Estoy aquí, Melissa. Estamos a salvo. Ahora estás bien —sentía ganas de reír y llorar al mismo tiempo.
—Tengo frío.
—Lo sé —envolvió los hombros de la niña con la manta. Ahora que la niña tenía la bebida caliente en el estómago y el estimulante enviaba energía a su sangre, podía hacerlo.
—No quería dejarte allí, pero prometí… Tenía miedo deque el loco pudiera coger a Ardilla. Tenía miedo de que Sombra y Susurro murieran…
Desaparecidos sus últimos temores, Serpiente acomodó a Melissa sobre la roca cálida. No había nada en las palabras de la niña que indicara un daño cerebral; había sobrevivido entera.
—Ardilla está aquí con nosotras, igual que Sombra y Susurro. Puedes volver a dormir. Cuando despiertes, todo estará bien —era posible que la niña tuviera dolores de cabeza durante un día o dos, dependiendo de lo sensible que fuera al estimulante. Pero estaba viva, estaba bien.
—Intenté marcharme —dijo Melissa, sin abrir los ojos—. Seguí y seguí, pero…
—Estoy muy orgullosa de ti. Nadie podría hacer lo que tú hiciste sin ser fuerte y valiente.
El lado de la boca que no aparecía deformado por la cicatriz se torció en una media sonrisa, y entonces la niña se quedó dormida. Serpiente tapó su cara con una esquina de la manta.
—Habría jurado por mi vida que estaba muerta —dijo Arevin.
—Se pondrá bien —respondió Serpiente, más para sí que para Arevin—. Gracias a los dioses, se pondrá bien.
La urgencia que la poseía, la fuerza provocada por la adrenalina, había desaparecido lentamente sin que se diera cuenta.
No podía moverse, ni siquiera para sentarse. Sus rodillas se habían doblado; todo lo que podía hacer era caer. Ni siquiera podía decir si se estaba desmayando o si sus ojos le estaban engañando, porque los objetos parecían acercarse y alejarse.
Arevin le tocó el hombro izquierdo. Su mano era tal como la recordaba, amable y fuerte.
—Curadora, la niña está a salvo. Ahora piensa en ti —dijo él; su voz era completamente neutra.
—Ha sufrido mucho —susurró Serpiente. Las palabras surgieron con dificultad—. Te tendrá miedo…
El no contestó, y ella se tambaleó. Arevin la sostuvo y la ayudó a tenderse en el suelo. Su pelo se había soltado, le caía sobre la cara y tenía el mismo aspecto que la última vez que lo había visto.
Arevin le llevó la botella a los labios resecos, y Serpiente bebió agua caliente refrescada con vino.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó el muchacho—. ¿Corres todavía peligro?
Ni siquiera había pensado qué podría suceder cuando Norte y los suyos revivieran.
—Ahora no, pero más tarde, mañana… —bruscamente, intentó levantarse—. Si me duermo, si no despierto a tiempo…
El la tranquilizó.
—Descansa. Montaré guardia hasta el amanecer. Entonces podremos trasladarnos a un lugar más seguro.
Con la seguridad que le proporcionaba su presencia, ella pudo descansar. Arevin la dejó durante un momento, y se quedó tendida en el suelo, con los dedos extendidos y presionando, como si la tierra la sostuviera y a la vez le devolviera algo. La frialdad le ayudaba a suavizar el dolor de la herida de flecha. Notó que Arevin se arrodillaba a su lado, y el muchacho le puso un paño frío y húmedo en el hombro para empapar el material rasgado y la sangre seca. Ella le observaba con los ojos semicerrados, admirando una vez más sus manos, las largas líneas de su cuerpo. Pero su contacto era tan neutro como lo habían sido sus palabras.
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