Melissa, hija mía, pensó, has intentado mantener la promesa que me hiciste, y casi lo conseguiste. Yo también te hice promesas, y no cumplí ninguna. Por favor, dame otra oportunidad.
Torpemente, obligándose a usar su brazo derecho casi inutilizado, Serpiente levantó el pequeño cuerpo de Melissa y se lo cargó sobre el hombro izquierdo. Se tambaleó al ponerse en pie, casi perdió el equilibrio. Si caía, no sería capaz de volver a levantarse. El sendero se extendía ante ella, y sabía lo largo que era.
Serpiente atravesó con dificultad las hojas-planas, tambaleándose al cruzar una cavidad llena de reptadoras verdiazules. Resbalaba, casi caía sobre aquella superficie que la lluvia reciente había vuelto deslizante y fangosa. Melissa seguía sin moverse. Temerosa de soltarla, Serpiente continuó caminando.
No puedo hacer nada por ella aquí arriba, pensó de nuevo, y fijó su atención en el descenso.
Melissa parecía terriblemente fría, pero Serpiente no podía confiar en sus percepciones. Se esforzaba más allá de cualquier sensación. Avanzaba como una máquina, veía su cuerpo desde un puesto de observación distante, sabía que podía llegar al pie de la colina, pero estaba dispuesta a gritar de frustración porque su cuerpo se movía demasiado lentamente, estólidamente hacia adelante, un paso, otro, y no adquiría más velocidad.
Vista desde arriba, la montaña parecía mucho más empinada de lo que le había parecido al escalarla. Ni siquiera podía recordar cómo había conseguido llegar a la cima. Pero el bosque y la pradera inferior, las dulces capas verdes, la consolaron.
Serpiente se sentó y se acomodó en el borde del acantilado. Al principio se deslizó despacio, frenando su descenso con sus pies descalzos y arreglándoselas para conservar el equilibrio. Tropezó sobre la piedra; la bolsa rozaba y botaba junto a ella. Pero cerca del final adquirió velocidad, el peso muerto de Melissa le hizo perder el equilibrio, resbaló y cayó de lado. Luchó para no rodar y lo consiguió al coste de perder un poco de piel en la espalda y en los codos. Se detuvo finalmente en medio de una lluvia de arena y guijarros. Se quedó tendida por unos momentos, con Melissa junto a ella y el cesto aplastado bajo su hombro. Las serpientes del sueño se revolvían unas sobre otras, pero no encontraron ningún agujero lo bastante grande como para poder escapar. Serpiente se palpó el bolsillo del pecho y sintió a la pequeña recién nacida moverse bajo sus dedos.
Sólo un poco más, pensó. Casi puedo ver el prado. Si presto atención, podré escuchar a Ardilla masticando la hierba…
—¡Ardilla! —Esperó un momento, luego silbó. Llamó de nuevo y pensó que le oía acercarse, pero no estaba segura. El pony atigrado normalmente la seguía si estaba cerca, pero sólo respondía a su nombre o a un silbido cuando estaba de humor. Ahora mismo, no parecía apetecerle.
Serpiente suspiró y se puso de rodillas. Melissa yacía fría y pálida a su lado, con los brazos y las piernas manchados de sangre seca. Serpiente se la cargó al hombro; tenía el brazo derecho casi inútil. Recuperó fuerzas y se obligó a ponerse en pie. La cinta de la bolsa se soltó y colgó en su brazo. Dio un paso adelante. La cesta golpeó contra su pierna. Le temblaban las rodillas. Dio otro paso con la visión nublada por el miedo a que Melissa perdiera la vida.
Llamó de nuevo al pony y llegó tambaleándose al prado. Oía el sonido de los cascos de un caballo, pero no vio a Ardilla ni a Veloz, sólo el viejo jumento del loco tendido en la hierba con el hocico descansando en el suelo.
La túnica de Arevin, hecha con la lana de los bueyes almizcleros, le protegía de la lluvia, del calor, del viento y la arena del desierto. Continuó cabalgando a través del día húmedo, dejando atrás las ramas que le mojaban con las gotas de agua capturadas. Seguía sin encontrar el rastro de Serpiente, pero sólo existía este único camino.
Su caballo alzó la cabeza y relinchó con fuerza. Una llamada de respuesta surgió de detrás de un denso grupo de árboles. Arevin oyó el tamborileo de los cascos sobre el terreno duro y húmedo: un caballo gris y el pony atigrado, Ardilla, aparecieron galopando ante su vista más allá del sendero que se curvaba. Ardilla se detuvo y después se acercó, con el cuello arqueado. La yegua gris continuó trotando, dio la vuelta, galopó unos cuantos pasos más, jugando, y se detuvo de nuevo.
Mientras los tres caballos se resoplaban mutuamente a modo de saludo, Arevin estiró la mano y rascó a Ardilla tras las orejas. Los dos caballos de Serpiente estaban en perfecto estado. Ninguno de ellos estaría libre si Serpiente hubiera caído en una emboscada: eran demasiado valiosos. Aun cuando los caballos se hubieran escapado durante un ataque, estarían aún ensillados y embridados. Serpiente tenía que encontrarse a salvo.
Arevin empezó a llamarla, pero cambió de opinión en el último instante. Sin duda era demasiado receloso,, pero después de todo lo que había sucedido, creía que lo mejor era guardar cautela. Unos pocos minutos más de espera no lo matarían.
Alzó la mirada y observó la pendiente, que se elevaba entre las rocas y los picos de las montañas, la extraña vegetación, líquenes… y la cúpula.
Después de darse cuenta de lo que era, no pudo comprender por qué no la había visto al instante. Era la única que había visto que mostraba señales de daño: el hecho servía para disfrazarla. Pero seguía siendo, incuestionable, una de las cúpulas de los antiguos, la mayor que había visto o de la que había oído hablar nunca.
Arevin supo sin ningún lugar a dudas que Serpiente estaba allí arriba, en alguna parte. Aquélla era la única posibilidad que tenía sentido.
Urgió a su caballo para que continuase, siguiendo las huellas de los otros caballos en el terreno enfangado. Se detuvo cuando pensó que oía algo. No había sido su imaginación: los caballos escuchaban con las orejas tiesas. Oyó la llamada una vez más y trató de gritar en respuesta, pero las palabras se atropellaron en su garganta. Azuzó al caballo tan bruscamente que el animal salió al galope hacia el sonido de la voz de la curadora, hacia Serpiente.
Seguido por el pony atigrado y la yegua gris, un caballito negro se abría paso entre los árboles al otro extremo del prado. Serpiente maldijo en un instante de furia, creyendo que uno de los seguidores de Norte regresaba en aquel justo momento.
Y entonces vio a Arevin.
Sorprendida, fue incapaz de moverse hacia a él, ni siquiera pudo hablar. El hombre bajó de su montura mientras aún galopaba; corrió hacia Serpiente con la ropa ondeando a su alrededor. Ella le miró como si fuera una aparición, pues estaba segura que de eso se trataba, aunque se detuvo lo suficientemente cerca para que pudiera tocarlo.
—¿Arevin?
—¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? El loco…
—Está en la cúpula —respondió ella—. Con algunos más. Ahora mismo no corren peligro. Pero Melissa sufre un shock. Tengo que llevarla al campamento… Arevin, ¿eres real?
El muchacho cogió a Melissa con un brazo y sostuvo a Serpiente con el otro.
—Sí, soy real. Estoy aquí.
La ayudó a cruzar la pradera. Cuando llegaron al lugar donde estaban apiladas sus cosas, Arevin se volvió para tender a Melissa. Serpiente se arrodilló junto a su zurrón y tanteó el cierre. Abrió el compartimento de las medicinas temblorosamente.
Arevin le colocó una mano sobre el hombro sano. Su contacto fue amable.
—Déjame atender tu herida —dijo.
—Estoy bien —dijo—. Me recuperaré. Es Melissa… —le miró y se quedó inmóvil al ver la expresión de sus ojos.
—Curadora —dijo él—. Serpiente, amiga mía… Ella intentó levantarse pero él trató de contenerla.
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