—De ahora en adelante, quédate detrás de mí, ¿entendido?
El loco asintió sin mirarla.
La cúpula difuminaba la luz de forma que no había sombras, y la luz apenas era suficientemente brillante para penetrar las retorcidas ramas. Hojas diminutas temblaban bajo la fría brisa que soplaba a través del bosque. Serpiente avanzó. Las rocas bajo sus pies dieron paso a un suave sendero de hongos y hojas cálidas.
A la derecha, un enorme macizo de roca se alzaba en una pendiente, formando un recodo que dominaba la parte más grande de la cúpula. Serpiente pensó en escalarlo, pero aquello la dejaría completamente al descubierto. No quería que Norte y su gente pudieran acusarla de espía, ni quería que supieran de su presencia hasta que llegara a su campamento. Tiritó, pues la brisa se había convertido en un frío viento.
Miró a su alrededor para asegurarse de que el loco la seguía. Al hacerlo, el hombre corrió hacia el recodo, agitando los brazos. Serpiente dudó, sorprendida. Su primer pensamiento fue que había decidido morir de nuevo. En ese instante, Melissa se lanzó tras él.
—¡Norte! —chilló el hombre, y Melissa cayó sobre sus rodillas, de forma que le golpeó con el hombro y le derribó al suelo. Serpiente corrió hacia ellos mientras la niña luchaba por impedir que el loco se incorporase y éste pugnaba por liberarse. El grito del hombre se repitió una y otra vez, capturado por el eco, rebotando en las paredes y las ondulaciones de la cúpula. Melissa se debatió, medio sofocada por sus brazos demacrados y sus voluminosas ropas del desierto, mientras buscaba su cuchillo y le agarraba por las piernas. Serpiente le quitó a Melissa de encima con todo el cuidado posible. El loco se revolvió, dispuesto a gritar de nuevo, pero Serpiente sacó su propio cuchillo y se lo colocó en la garganta. Tenía la otra mano crispada en un puño. Lo abrió lentamente y realizó un esfuerzo por calmarse.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué? Teníamos un trato.
—Norte… —susurró—. Norte se enfadará conmigo. Pero si le traigo gente nueva… — Su voz se perdió.
Serpiente miró a Melissa, y la niña clavó los ojos en el suelo.
—No te prometí no seguirte —dijo—. Me aseguré de eso. Sé que es hacer trampas, pero… —alzó la cabeza y aguantó la mirada de Serpiente—. Hay cosas que no sabes de la gente. Confías demasiado en todo el mundo. Hay cosas que yo tampoco sé, pero son diferentes.
—Está bien —respondió Serpiente—. Tienes razón, he confiado demasiado en él. Gracias por detenerle.
Melissa se encogió de hombros.
—Para lo que ha servido… Ahora saben que estamos aquí, estén donde estén.
El loco empezó a reírse, meciéndose adelante y atrás con los brazos cruzados.
—Norte volverá a apreciarme —dijo.
—Oh, cierra la boca —ordenó Serpiente. Volvió a guardar el cuchillo en su funda—. Melissa, tienes que salir de la cúpula antes de que venga nadie.
—Por favor, ven conmigo —dijo la niña—. Aquí no hay nada que tenga sentido.
—Alguien tiene que informar a mi pueblo de la existencia de este lugar.
—¡No me importa tu pueblo! ¡Me importas tú! ¿Cómo puedo ir y decirles que dejé que un loco te matara?
—Melissa, por favor, no hay tiempo para discutir. Melissa dobló el extremo de su turbante, de modo que el material cubrió la cicatriz de su cara. Aunque Serpiente se había vuelto a poner sus ropas normales cuando salieron del desierto, la niña había conservado su túnica.
—Deberías dejar que me quedara contigo —dijo. Se giró con los hombros rígidos, y empezó a recorrer el camino devuelta.
—Tu deseo se cumplirá, pequeña —dijo una voz profunda y cortés.
Por un instante, Serpiente pensó que el loco había hablado con tono normal, pero éste se hallaba acurrucado en la roca junto a ella, y ahora había una cuarta persona en el sendero.
Melissa se detuvo en seco, le miró y luego retrocedió.
—¡Norte! —exclamó el loco—. Norte, te he traído gente nueva. Y te avisé, no dejé que te sorprendiera. ¿Me has oído?
—Te oí —dijo Norte—. Me pregunto por qué me has desobedecido volviendo.
—Pensé que te gustaría esta gente.
—¿Y eso es todo?
—¡Sí!
—¿Estás seguro? —el tono cortés continuaba, pero en su soniquete había un gran placer, y la sonrisa del hombre era más cruel que amable. Su forma, con la escasa luz, parecía extraña, pues era muy alto, tan alto que tenía que encorvarse en el túnel de hojas, patológicamente alto: gigantismo pituitario, pensó Serpiente. Su delgadez acentuaba cada asimetría de su cuerpo. Estaba todo vestido de blanco, y además era albino, con el pelo, las cejas y las pestañas blancas como la tiza y ojos azules muy claros.
—Sí, Norte —dijo el loco—. Eso es todo.
Abrumado por la presencia de Norte, el silencio se extendió por el bosque. Serpiente pensó que podía distinguir a otras personas moviéndose entre los árboles, pero no estaba segura, y la maleza parecía demasiado densa para que pudiera ocultarse nadie. Tal vez en este oscuro bosque alienígena los árboles mezclaban y entrelazaban sus ramas tan fácilmente como lo harían dos amantes con sus manos. Serpiente tiritó.
—Por favor, Norte… déjame volver. Te he traído dos seguidoras…
Serpiente tocó al loco en el hombro. El hombre guardó silencio.
—¿Por qué estás aquí?
En las últimas semanas, Serpiente había aprendido que no tenía que decirle a Norte inmediatamente que era una curadora.
—Por la misma razón que los demás —dijo—. Por las serpientes del sueño.
—No pareces el tipo de persona que viene a buscarlas. —Norte se adelantó y se irguió por encima de Serpiente en la penumbra. Paseó la mirada entre el loco y ella, y entonces reparó en Melissa. Su dura mirada se suavizó—. Ah, ya veo. Has venido por ella.
Melissa estuvo a punto de replicar: Serpiente la vio dar un respingo de furia, y luego obligarse a guardar la calma.
—Venimos los tres juntos —dijo Serpiente—. Todos por la misma razón.
Sintió que el loco se movía, como si fuera a apresurarse hacia Norte y arrojarse a sus pies. Le apretó con fuerza el hombro y volvió a sumirse en su letargo.
—¿Y qué me habéis traído para iniciaros?
—No comprendo —respondió Serpiente.
El ceño fruncido de Norte se disolvió en una carcajada.
—Eso es lo que esperaba de este pobre loco. Os ha traído aquí sin explicaros nuestras costumbres.
—Pero las he traído, Norte. Las he traído para ti.
—¿Y ellas te han traído para mí? Esa no es paga suficiente.
—Podemos llegar a un acuerdo sobre la paga —dijo Serpiente. El hecho de que Norte se hubiera erigido en un dios menor, requiriendo tributo, usando el poder de las serpientes del sueño para reforzar su autoridad, la llenaba de furia. La ofendía. Le habían enseñado, y lo creía fervientemente, que usar las serpientes de los curadores en provecho propio era inmoral e imperdonable. Mientras visitaba otras gentes había oído historias infantiles en las cuales los villanos o los héroes trágicos usaban habilidades mágicas para convertirse en tiranos; siempre terminaban mal. Pero los curadores no tenían historias similares. No era el miedo lo que impedía que emplearan mal lo que tenían. Era el respeto propio.
Norte se acercó unos pasos.
—Mi querida niña, no comprendes. En cuanto te unas a mi campamento, no te marcharás hasta que esté seguro de tu lealtad. En primer lugar, no querrás marcharte. En segundo, cuando envío a alguien al exterior, es prueba de que confío en ellos. Es un honor.
—¿Y él? —dijo Serpiente señalando al loco. Norte se rió sin alegría.
—No le envié al exterior. Lo exilié.
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