Robert Silverberg - El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada...
Nominado para el premio Hugo en 1972.

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Es un excelente anfitrión. Su apartamento es cálido y confortable, y dos de sus paredes lucen con paneles de uno de los nuevos materiales decorativos, que emiten un suave murmullo armonizado con el espectro visual elegido. Esta noche Siegmund ha ajustado los paneles al ultravioleta, y la emisión sonora alcanza casi los ultrasonidos: el efecto resultante es sensibilizar los sentidos, empujándolos hacia un máximo de receptividad y estimulándolos. Tiene también un gusto exquisito para dosificar los estimulantes olfativos: jazmín y jacinto.

—¿Un poco de espumante? —pregunta—. Acabado de traer de Venus. Muy bendecible.

Áurea y Memnon sonríen y asienten. Siegmund llena una amplia ponchera de plata grabada con un burbujeante fluido y la coloca sobre la mesa de pedestal. Un roce al pedal en el suelo, y la mesa asciende hasta una altura de ciento cincuenta centímetros.

—¿Memnon? —dice—. ¿Nos acompañas?

La esposa de Siegmund acuesta al bebé en el alvéolo de mantenimiento junto a la plataforma de descanso y cruza la estancia para reunirse con sus invitados. Mamelón Kluver es más bien alta, morena y de cabello oscuro, hermosa, distinguida y de aire lánguido. Su frente es amplia, sus pómulos prominentes, su mentón afilado; sus ojos, alertas, brillantes y muy redondos, parecen demasiado dominantes en su pálido y triangular rostro. La exquisitez de la belleza de Mamelón crea en Áurea una especie de reflejo defensivo respecto a sus propios blandos rasgos: su nariz respingona, sus redondas mejillas, sus carnosos labios, su piel moteada de pecas. Mamelón es la de mayor edad de los cuatro, tiene casi dieciséis años. Sus senos están henchidos de leche; hace tan sólo once días que nació su hijo, y lo amamanta. Áurea nunca ha conocido a nadie más que alimente personalmente a su hijo. Mamelón es en todo tan diferente a las demás. Áurea se siente en cierto modo asustada ante la esposa de Siegmund, tan fría, tan segura de sí misma, tan madura. También tan apasionada. A los doce años, recién casada, Áurea había sido despertada muchas veces por los gritos de éxtasis de Mamelón resonando a través del dormitorio.

Ahora Mamelón se inclina y apoya sus labios en el borde de la ponchera. Los cuatro beben al mismo tiempo. Pequeñas burbujas danzan en los labios de Áurea. El aroma la aturde. Se inclina hacia el centro de la ponchera y ve danzar y fragmentarse motivos abstractos. El espumante es ligeramente enervante, ligeramente alucinógeno, un excitante de la visión, un inhibidor de los conflictos internos. Proviene de los estanques aromáticos de las tierras bajas de Venus; el servido por Siegmund contiene miles de millones de microorganismos alienígenas que continúan fermentando y desarrollándose incluso después de haber sido digeridos y absorbidos. Áurea los siente hormiguear por todo su cuerpo, tomar posesión de sus pulmones, sus ovarios, su hígado. Hace que sus labios se humedezcan. Se siente despegada de sus preocupaciones. Pero la ascensión tiene también su descenso; atraviesa unos momentos de intensa visión y luego emerge tranquila y resignada. Se siente poseída por una ficticia felicidad mientras las últimas espirales de brillantes colores giran bajo sus párpados y desaparecen.

Tras el ritual de la bebida, hablan. Siegmund y Memnon discuten acerca de los acontecimientos mundiales: las nuevas monurbs, las estadísticas agrícolas, el rumor de que van a crearse zonas no urbanizadas ajenas a las comunas, y cosas así. Mamelón muestra a Áurea su bebé. La pequeña está acostada en su alvéolo de mantenimiento, babeando, balbuceando y gesticulando. Áurea dice:

—¡Qué alivio debe representar el no tener que acarrearla por más tiempo!

—Oh, sí, es un encanto poder ver por fin sus piececitos —dice Mamelón.—¿Es muy molesto el estar encinta?

—Tiene sus inconvenientes.

—¿El hincharse una? ¿Cómo es posible soportar el engordar de esa manera? La piel parece querer estallar de un momento a otro —Áurea se estremece—. Y todo este alboroto dentro de tu cuerpo. Cada vez que pienso en ello me veo con mis riñones en el lugar de los pulmones. Perdona. Temo que exagero. Quiero decir, no sé realmente nada de todo eso.

—No es tan malo —dice Mamelón—. Claro que es algo extraño y a veces un tanto molesto. Pero también tiene sus aspectos positivos. El instante del nacimiento, por ejemplo…

—¿Es tan terriblemente doloroso como dicen? —pregunta Áurea—. Imagino que sí. Algo tan grande, rasgando a través de tu cuerpo, abriéndose camino…

—Algo benditamente glorioso. Todo el sistema nervioso de una se despierta. Un niño naciendo es algo parecido a un hombre penetrándote, sólo que veinte veces más intenso. Es imposible describir la sensación. Hay que experimentarla personalmente.

—Espero poder hacerlo algún día —dice Áurea, repentinamente deprimida, intentando recuperar los últimos destellos de su excitación. Introduce la mano en el alvéolo para tocar al bebé de Mamelón. Un rápido estallido de iones purifica su piel antes de que entre en contacto con la delicada mejilla de la pequeña Perséfona—. Dios bendiga —dice—, espero poder cumplir con mi deber. Los médicos dicen que no existe ningún impedimento por parte de ninguno de los dos. Sin embargo…

—Hay que ser paciente querida —Mamelón besa suavemente a Áurea—. Dios bendiga, ya llegará vuestro momento.

Áurea es escéptica. Durante veinte meses ha vigilado su plano vientre, buscando la menor hinchazón. Sabe que es bendito el crear vida. Si todo el mundo fuera estéril como ella, ¿quién llenaría las monurbs? Tiene una repentina y aterradora visión de colosales torres casi vacías, ciudades enteras casi desiertas, la energía fallando, las paredes agrietándose, y tan sólo unas pocas mujeres viejas y resecas cruzando las estancias hasta entonces repletas de felices muchedumbres.

Una obsesión deja paso a la otra, y se gira hacia Siegmund, interrumpiendo su conversación para preguntar:

—Siegmund, ¿es cierto que pronto van a abrir la Monurb 158?

—Por lo que he oído, sí.

—¿Cómo va a ser?

—Muy parecida a la 116, imagino. Mil plantas, los servicios habitúales. Supongo que setenta familias por planta al principio, aproximadamente unas 250.000 personas en total, pero calculo que la proporción óptima será alcanzada muy rápidamente.

Áurea crispa sus manos.

—¿Cuánta gente de aquí será enviada a ella, Siegmund?

—No tengo ni idea.

—Pero irá alguien, ¿no?

—Áurea —dice suavemente Memnon—, hablemos de algo más agradable.

—Alguna gente de aquí va a ser enviada a ella —insiste Áurea—. Vamos, Siegmund. Tú pasas mucho tiempo en Louisville, con las altas personalidades. ¿Cuántos?

Siegmund se echa a reír.

—Tienes una idea un tanto exagerada de mi importancia aquí, Áurea. Nadie me ha dicho ni una palabra acerca de cómo va a ser llenada la Monurb 158.

—De todos modos, tú conoces la teoría de esos procesos. Puedes imaginar los datos.

—Oh, sí, claro —Siegmund se muestra frío; aquel tema tiene un interés puramente impersonal para él. Parece no darse cuenta de las causas de la agitación de Áurea—. Naturalmente, si nuestra sagrada obligación para con dios es crear la vida, debemos asegurarnos de que haya un lugar para todo nuevo ser viviente —dice. Se echa hacia atrás un mechón rebelde de pelo. Sus ojos brillan; le gusta escucharse a sí mismo—. Por eso construimos nuevas monadas urbanas, y, naturalmente, si es añadida una nueva monurb a la constelación Chipitts, lo lógico es que sea poblada por la gente de los otros edificios de Chipitts. Hay en ello un motivo de buen sentido genético. Aunque cada monurb es lo suficiente grande como para proveer a una adecuada mezcla genética, nuestra tendencia a estratificarnos en ciudades y pueblos dentro del edificio conduce a una cierta consanguinidad, que según se dice puede llegar a ser perjudicial a largo término para la especie. Pero si tomamos cinco mil personas de cada una de cincuenta monurbs, dicen, y las mezclamos en una nueva monurb, esto nos proporciona una base genética de 250.000 individuos para empezar de nuevo. Actualmente, de todos modos, el estabilizar la presión demográfica es nuestra más urgente razón de erigir nuevos edificios.

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