Robert Silverberg - El mundo interior

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Este es el año 2381, y esta es la Mónada Urbana 116: 885.000 seres humanos viven alojados en las mil plantas de esta gigantesca torre, una obra maestra de ingeniería de la nueva humanidad. En este mundo interior nadie siente deseos de abandonar existe la perfecta felicidad: se desconocen las inhibiciones, los traumas y las frustraciones: el equilibrio emocional es mantenido a toda costa; los descontentos son enfermos... Y la Mónada Urbana 116 es tan solo una de las cincuenta y una torres que forman la constelación Chipitts, la cual a la vez, es tan solo una de las muchas constelaciones semejantes que hay por toda la Tierra. Un planeta que ha conseguido eliminar las guerras y albergar a setenta mil millones de habitantes en su pequeña superficie. Sin embargo, no siempre resulta tolerable la vida fácil, planificada...
Nominado para el premio Hugo en 1972.

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Luchará contra aquella orden.

—¡Memnon, apela contra esto! ¡Haz algo, aprisa! —sus uñas arañan las brillantes paredes del dormitorio. Él la mira inexpresivamente, como sin comprender; debe ir a su trabajo. Por otro lado, ya le ha dicho que no hay nada que puedan hacer. Se marcha.

Áurea le sigue al corredor. Es la hora punta de la mañana; los ciudadanos de la planta 735 pasan a su alrededor. Áurea solloza. Los ojos de los demás parecen no fijarse en ella. Los conoce a casi todos desde hace tiempo. Ha pasado toda su vida entre ellos. Tira a Memnon de la mano.

— ¡No me dejes! —susurra quedamente—. ¡No pueden echarnos fuera de la 116!

—Es la ley, Áurea. La gente que no obedece la ley va a parar a las tolvas. ¿Es eso lo que quieres? ¿Terminar como una contribución a la masa combustible para los generadores?

—¡No quiero irme, Memnon! ¡Siempre he vivido aquí! Yo…

—Estás hablando como un neuro —dice él, bajando el tono de su voz. La arrastra de nuevo hacia el dormitorio. Mirando hacia arriba, ella tan sólo ve las oscuras cavernas de sus fosas nasales—. Tómate una píldora, Áurea. Ve a ver al consultor de la planta, ¿quieres? Cálmate y confórmate.

—Quiero que hagas una apelación.

—No se puede apelar.

—Me niego a irme.

Él la sujeta por los hombros.

—Míralo racionalmente, Áurea. Ningún edificio es diferente de los demás. Habrá también algunos de nuestros amigos allí. Y haremos nuevos amigos. Nosotros…

—No.

—No hay alternativa —dice él—. Excepto las tolvas.

—¡Entonces me quedo con las tolvas!

Por primera vez desde su boda, ella observa un movimiento de repulsa en él. Memnon no tolera el irracionalismo.

—No seas estúpida —dice—. Ve a ver al consultor, toma una píldora, piensa en ello tranquilamente. Ahora tengo que irme.

Se va, y esta vez ella no corre tras él. Se deja deslizar hasta el suelo, notando el plástico frío contra su ardiente piel. Los demás, en el dormitorio, la ignoran tácitamente. Ve las imágenes deslizarse ante ella: su escuela, su primer amante, sus padres, sus hermanas y hermanos, todos ellos mezclándose y confundiéndose a su alrededor, una deslumbrante mezcolanza de acres fluidos. Aprieta los puños contra sus ojos. No, no será echada de allí. Se va calmando gradualmente. Tiene influencia, se dice a sí misma. Si Memnon no actúa, ella actuará por él. Se pregunta si será capaz de perdonarle a Memnon alguna vez su cobardía, su transparente oportunismo. Irá a ver a su tío.

Se quita su ropa matutina, y se enfunda una casta y juvenil túnica gris. Selecciona una cápsula del armario de hormonas que hará que su cuerpo desprenda un olor que inspire en los hombres sentimientos de protección hacia ella. Tiene aspecto dulce, tímido, virginal; excepto por la madurez de su cuerpo, cualquiera diría que tiene tan sólo diez u once años.

El ascensor la lleva hasta la planta 975, el corazón mismo de Louisville.

Allí todo es acero y cristal expandido. Los corredores son espaciosos y bien iluminados. No hay gente apretujándose por todos lados; las ocasionales figuras humanas parecen incongruentes y superfluas entre las silenciosas máquinas sumergidas en sus interminables cálculos. Aquél es el reino de los administradores. Designado para infundir respeto; calculado para abrumar; el permisible maná de las clases dirigentes. Qué selecto. Qué autosuficiente. Suprimid el noventa por ciento inferior del edificio, y Louisville seguirá en una órbita serena, sin olvidar nunca nada.

Áurea se detiene ante una deslumbrante puerta de brillante metal blanco constelada de franjas de color autocambiante incrustadas en él. Invisibles sensores la registran, preguntan su nombre y el motivo de su visita, la evalúan, luego la dejan pasar a una sala de espera. Finalmente, el hermano de su madre consiente en recibirla.

Su despacho es casi tan grande como una suite residencial privada. Su tío está sentado tras un enorme escritorio poligonal de donde emerge una consola de brillantes indicadores de control. Lleva la ropa ritual reservada a las altas esferas, una túnica gris de amplios pliegues con hombreras radiando en la gama de los infrarrojos. Áurea nota las oleadas de calor desde el lugar donde se encuentra. Su tío se muestra frío, distante, formal. Su bien formado rostro parece estar hecho de cobre bruñido.

—Hace tantos meses que no nos vemos, Áurea —dice. Una sonrisa protectora aletea en su boca—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, tío Lewis.

—¿Y tu marido?

—Bien.

—¿Todavía no tenéis niños?

Bruscamente, Áurea dice:

—¡Tío Lewis, vamos a ser transferidos a la 158!

La sonrisa plástica no vacila en lo más mínimo.

—¡Qué suerte! ¡Dios bendiga, podréis empezar una nueva vida llena de mayores oportunidades!

—Yo no quiero ir. Quítame de la lista. De alguna manera. De cualquier manera —se precipita hacia él, una niña asustada, llorando intensamente, tropezando y vacilando. Un campo de fuerza la detiene cuando se halla a dos metros del otro lado del escritorio. Sus senos son los que golpean primero, dolorosamente, luego su cabeza. Cae al suelo de rodillas, gimiendo, sintiendo un intenso ardor en su mejilla.

Su tío acude hacia ella. La levanta. Le dice que debe ser valiente, que debe cumplir su deber para con dios. Al principio se muestra complaciente y calmado, pero a medida que ella sigue protestando su voz se hace fría, con un duro asomo de irritación, y repentinamente Áurea empieza a sentirse indigna de su atención. Él le recuerda sus obligaciones para con la sociedad. Delicadamente, le recuerda que las tolvas esperan a aquellos que persisten en querer corromper la equilibrada textura de la vida comunitaria. Entonces sonríe de nuevo, y sus azules ojos se posan en ella y la subyugan, y él dice nuevamente que debe mostrarse valiente e ir. Ella se levanta y se va. Se siente avergonzada de su debilidad.

Mientras se aleja de Louisville con el descensor, la fascinación emanada de su tío desaparece y su indignación resurge. Quizá pueda encontrar a algún otro que la ayude. El futuro se está derrumbando a su alrededor, como torres desmoronándose sobre ella y enterrándola en una nube de polvo color ladrillo. Un terrible viento provinente del mañana hace vacilar los altos edificios. Regresa al dormitorio y cambia sus ropas. Cambia también su equipo hormonal. Una o dos gotas de un fluido dorado, que se deslizan hasta las misteriosas profundidades del mecanismo femenino. Ahora viste una malla iridiscente que deja visibles intermitentemente sus senos, sus muslos y su vientre, y exhala un olor de sensualidad destilada. Notifica al terminal de datos que solicita una entrevista privada con Siegmund Kluver de Shanghai. Pasea arriba y abajo por el dormitorio mientras espera. Uno de los jóvenes esposos que hay allí se acerca a ella, con los ojos brillantes. La toma de las caderas y señala hacia una de las plataformas de descanso.

—Lo siento —murmura ella—. Tengo que salir.

Se permiten algunas negativas. El joven se encoge de hombros y se aparta, haciendo una pausa para dirigirle una mirada llena de frustrados reproches. Ocho minutos más tarde llega la respuesta de que Siegmund consiente en reunirse con ella en uno de los cubículos de citas en la planta 790. Ella sube hasta allá.

El rostro de él es hermético, y una agenda de trabajo crea un bulto prominente en su bolsillo de pecho. Parece contrariado e impaciente.

—¿Por qué me has hecho interrumpir mi trabajo? —pregunta.

—Tú sabes que Memnon y yo hemos sido…

—Sí, por supuesto —su tono es brusco—. Mamelón y yo lamentaremos perder unos amigos como vosotros.

Áurea intenta asumir una actitud provocativa. Sabe que no puede ganarse a Siegmund simplemente ofreciéndosele; no es hombre que se deje influenciar fácilmente. Los cuerpos son fácilmente obtenibles aquí, mientras que las oportunidades profesionales son pocas y están muy disputadas. Sus armas son triviales. Presiente el rechazo que va a surgir de ¿un momento a otro. Pero quizá consiga atraerse la influencia de Siegmund. Quizá pueda conseguir que lamente su partida de modo que se decida a ayudarles. Susurra:

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