—Física de partículas. Física filótica.
—Física de turbas, Grego. Nunca llegaste a poseerlos. Ellos te poseyeron a ti. Y ahora te han utilizado y van a destruir el bosque de nuestros mejores amigos y abogados entre los pequeninos. ¿Qué vamos a hacer? Será la guerra entre humanos y pequeninos, a menos que tengan un autocontrol inhumano, y será nuestra culpa.
—Guerrero mató a Quim.
—Un crimen. Lo que tú has iniciado aquí, Grego, es una atrocidad.
—¡Yo no lo hice!
—El obispo Peregrino te aconsejó. El alcalde Kovano te advirtió. Yo te supliqué. Y lo hiciste de todas formas.
—Me advirtió de una revuelta, no sobre esto…
—Esto es una revuelta, idiota. Peor que una revuelta. Es un pogrom. Es una masacre. Es un asesinato de niños. Es el primer paso en el largo y terrible camino hacia el xenocidio.
—¡No puede culparme por eso!
La cara de Valentine es terrible a la luz de la luna, a la luz de las puertas y las ventanas de los bares.
—Te echo la culpa sólo de lo que hiciste. Empezaste un fuego en un día seco, caluroso y con viento, a pesar de todas las advertencias. Te responsabilizo de eso, y si no te consideras responsable de todas las consecuencias de tus propios actos, entonces eres realmente indigno de la sociedad humana y espero que pierdas tu libertad para siempre.
«Se ha ido. ¿Adónde? ¿A hacer qué? No puede dejarlo aquí solo. No es justo que lo dejen solo.» Unos momentos antes era un coloso, con quinientos corazones, mentes y bocas; un millar de manos y pies; ahora todo había desaparecido, como si su gran cuerpo nuevo hubiera muerto y él se hubiera convertido en el tembloroso fantasma de un hombre, la débil alma de un gusano despojado de la poderosa carne que solía gobernar. Nunca había estado tan asustado. Casi lo mataron en su ansia por dejarlo, casi lo aplastaron contra la hierba.
Eran suyos, de todas formas. Él los había creado, los había convertido en una simple muchedumbre, y aunque habían malinterpretado para qué los había creado, todavía actuaban según la ira que había provocado en ellos, y con el plan que había introducido en sus mentes. Su intención era mala, eso es todo…; por lo demás, estaban haciendo exactamente lo que quería que hicieran. Valentine tenía razón. Era su responsabilidad. Lo que hicieran ahora, lo había cometido él igual que si todavía estuviera al frente del grupo. Entonces, ¿qué podía hacer?
Detenerlos. Conseguir el control de nuevo. Plantarse ante ellos y suplicarles que se detuvieran. No iban a quemar el lejano bosque del loco Guerrero, sino a masacrar a los pequeninos que él conocía, aunque no los apreciara mucho. Tenía que detenerlos, o la sangre mancharía sus manos como savia que no podría ser lavada ni frotada, un dolor que permanecería siempre en su interior.
Echó a correr, siguiendo el fangoso rastro de sus pisadas entre las calles, donde la hierba quedó convertida en cieno. Corrió hasta que le dolió el costado, atravesó la verja por donde la habían roto. ¿Dónde estaba el campo disruptor cuando lo necesitaban? ¿Por qué no lo conectaba nadie? Entonces llegó al lugar donde las llamas lamían ya el cielo.
—¡Alto! ¡Apagad el fuego!
—¡Quemadlos!
—¡Por Quim y Cristo!
—¡Morid, cerdos!
—¡Ése, que se escapa!
—¡Mátalo!
—¡Quémalo!
—¡Los árboles no están aún secos…, el fuego no prende!
—¡Sí arde!
—¡Talad el árbol!
—¡Ahí hay otro!
—¡Mirad, los pequeños bastardos están atacando!
—¡Partidlos por la mitad!
—¡Dame esa azada si no vas a usarla!
—¡Destroza al pequeño cerdo!
—¡Por Quim y Cristo!
La sangre salta en un amplio arco y rocía la cara de Grego cuando se abalanza hacia delante, intentando detenerlos. «¿Conocí a éste? ¿Conocí la voz de este pequenino antes de que se convirtiera en este grito de agonía y muerte? No puedo controlar esto, lo han roto. A ella. La han destrozado. Una esposa. Una esposa nunca vista. Entonces debemos estar cerca del centro del bosque, y ese gigante debe ser el árbol-madre.»
—¡Aquí hay un árbol asesino si alguna vez he visto uno!
Alrededor del perímetro del claro donde se alzaba el gran árbol, los árboles menores empezaron súbitamente a inclinarse, y luego se desplomaron, rotos sus troncos. Por un momento, Grego pensó que eran los humanos talándolos, pero entonces advirtió que no había nadie cerca de aquellos árboles. Se quebraban ellos solos, lanzándose a la muerte para aplastar a los humanos asesinos en un intento por salvar al árbol-madre.
Por un instante, funcionó. Los hombres gritaron en agonía; tal vez una docena o dos fueron aplastados o quedaron atrapados o rotos bajo los árboles caídos. Pero todos los que podían caer terminaron por hacerlo, y el árbol-madre continuaba allí, el tronco ondulando extrañamente, como si estuviera en marcha una extraña peristalsis, deglutiendo profundamente.
—¡Dejadlo vivir! —gritó Grego—. ¡Es el árbol-madre! ¡Es inocente!
Pero los gritos de los heridos y atrapados ahogaron su voz, igual que el terror cuando advirtieron que el bosque podía contraatacar, que éste no era un juego vengativo de justicia y retribución, sino una guerra real, donde ambos bandos eran peligrosos.
—¡Quemadlo! ¡Quemadlo!
El cántico era tan intenso que ahogaba también los gritos de los moribundos. Y ahora las ramas y hojas de los árboles caídos se estiraron hacia el árbol-madre. Los hombres encendieron esas ramas, que ardieron rápidamente. Unos cuantos se dieron cuenta de que si el fuego arrasaba el árbol-madre también quemaría a los hombres atrapados, y empezaron a intentar rescatarlos. Pero la mayoría quedó prendida en la pasión de su éxito. Para ellos, el árbol-madre era Guerrero, el asesino. Era todo lo que resultaba extraño en este mundo, el enemigo que los mantenía recluidos en una verja, el terrateniente que los había restringido arbitrariamente a un pequeño pedazo de tierra en un mundo tan amplio. El árbol-madre era todo opresión y autoridad, todo extrañeza y peligro, y ellos lo habían conquistado.
Grego retrocedió ante los gritos de los hombres atrapados que contemplaban el avance del fuego, ante los aullidos de los hombres a quienes las llamas habían alcanzado ya, ante el cántico triunfal de los hombres que habían cometido este asesinato.
—¡Por Quim y Cristo! ¡Por Quim y Cristo!
Grego estuvo a punto de echar a correr, incapaz de soportar todo lo que podía ver y oler y oír, las brillantes llamas anaranjadas, el olor de la carne quemada, el chasquido de la madera viva ardiendo.
Pero no corrió. En cambio, trabajó junto a los hombres que avanzaban hacia las llamas para liberar a los otros hombres atrapados en los árboles caídos. Estaba chamuscado, y una vez sus ropas empezaron a arder, pero aquel caliente dolor no fue nada, casi lo agradecía, porque era el castigo que merecía. Debería morir en este lugar. Incluso debería de haberlo hecho, debería de haberse internado profundamente en las llamas y no salir hasta que su crimen quedara purgado y todo cuanto restara de él fueran huesos y cenizas, pero todavía había personas heridas que sacar del alcance del fuego, todavía había vidas que salvar. Además, alguien le apagó las llamas del hombro y le ayudó a levantar el árbol para que el chiquillo que yacía debajo de él pudiera liberarse. ¿Cómo podía morir cuando formaba parte de algo como esto, parte del salvamento de este muchacho?
—¡Por Quim y Cristo! —gimió el niño mientras se arrastraba para ponerse fuera del alcance de las llamas.
Aquí estaba, el niño cuyas palabras habían llenado el silencio y vuelto a la multitud en esta dirección. «Tú lo hiciste —pensó Grego—. Tú los apartaste de mí.»
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