Unas pocas horas más tarde, Qing-jao se sintió mortalmente enferma. La fiebre la golpeó como el puño de un hombre fuerte; se desplomó y apenas advirtió que los criados la llevaban a su cama. Acudieron los doctores, aunque ella podría haberles dicho que no había nada que pudieran hacer y que con su visita sólo se expondrían a la infección. Pero no dijo nada, porque su cuerpo se debatía con demasiada fiereza contra la enfermedad. O, más bien, su cuerpo se debatía para rechazar sus propios tejidos y órganos, hasta que por fin la transformación de sus genes quedó completa.
Incluso así, tardó tiempo en purgarse de los viejos anticuerpos.
Qing-jao durmió y durmió.
Era una tarde brillante cuando despertó.
—Hora —dijo el ordenador de su habitación con voz ronca, y anunció la hora y el día.
La fiebre le había robado dos días de su vida. Ardía de sed. Se levantó y caminó tambaleándose hasta el cuarto de baño, abrió el grifo, llenó una taza y bebió y bebió hasta quedar saciada. Permanecer de pie la mareó. La boca le sabía agria. ¿Dónde estaban los criados que tendrían que haberle dado alimento y bebida durante su enfermedad? «Debían de estar también enfermos. Y padre…, tuvo que caer enfermo antes que yo. ¿Quién le llevará agua?»
Lo encontró durmiendo, empapado en sudor frío, temblando. Lo despertó con una taza de agua, que bebió ansiosamente, mientras la miraba a los ojos. ¿Interrogando? O tal vez suplicando perdón. «Haz tu penitencia a los dioses, padre; no debes ninguna disculpa a una simple hija.»
Qing-jao también encontró a los sirvientes, uno a uno, algunos de ellos tan leales que no se habían acostado, y habían caído donde sus deberes requerían que estuvieran. Todos estaban vivos. Todos se recuperaban, y pronto estarían en pie otra vez. Sólo después de atenderlos, se dirigió Qing-jao a la cocina y encontró algo que comer. No pudo contener la primera comida que tomó. Sólo una sopa ligera, tibia. Llevó sopa a los demás, que también comieron.
Pronto todos estuvieron en pie y recuperados. Qing-jao reunió a los criados y llevó agua y sopa a las casas vecinas, ricas y pobres por igual. Todos agradecieron lo que les llevó, y muchos musitaron plegarias a su favor. «No estaríais tan agradecidos —pensó Qing-jao—, si supierais que la enfermedad que habéis sufrido procedió de la casa de mi padre, por su voluntad.»
Pero guardó silencio.
En todo ese tiempo, los dioses no le exigieron ninguna purificación.
«Por fin —pensó—. Por fin los estoy complaciendo. Por fin he hecho, a la perfección, todo lo que requerían.»
Cuando volvió a casa, quiso dormir de inmediato. Pero los criados que se habían quedado allí estaban congregados alrededor del holo de la cocina, viendo las noticias. Qing-jao casi nunca veía los holonoticiarios y conseguía toda su información del ordenador, pero los criados parecían tan serios, tan preocupados, que entró en la cocina y permaneció con ellos alrededor de la holovisión.
Las noticias trataban de la plaga que asolaba el mundo de Sendero. La cuarentena no había sido eficaz, o había llegado demasiado tarde. La mujer que leía los informes se había recuperado ya de la enfermedad, y anunciaba que la plaga no había matado a casi nadie, aunque interrumpió el trabajo de muchos. El virus había sido aislado, pero moría demasiado rápidamente para que lo estudiaran a fondo.
—Parece que una bacteria sigue al virus, matándolo casi en el momento en que la persona se recupera de la plaga. Los dioses nos han favorecido, al enviarnos la cura junto con la plaga.
«Tontos —pensó Qing-jao—. Si los dioses quisieran que os curarais, no habrían enviado la plaga en primer lugar.»
De inmediato se dio cuenta de que la estúpida era ella. Por supuesto que los dioses enviarían a la vez el mal y la cura. Si llegaba una enfermedad, y la seguía la cura, entonces los dioses la habían enviado. ¿Cómo podría haber considerado una tontería a algo así? Era como si hubiera insultado a los propios dioses.
Dio un respingo por dentro, esperando la sacudida de furia de los dioses. Había pasado tantas horas sin purificarse que sabía que cuando llegara sería una dura carga. ¿Tendría que seguir las vetas de una habitación entera otra vez?
Pero no sintió nada. Ningún deseo de seguir líneas en la madera. Ninguna necesidad de lavarse.
Por un momento, experimentó un intenso alivio. ¿Podría ser que su padre y Wang-mu y la cosa-Jane tuvieran razón? ¿La había liberado por fin un cambio genético, causado por esta plaga, de un horrendo crimen cometido por el Congreso hacía siglos?
Como si la locutora hubiera oído los pensamientos de Qing-jao, empezó a leer un informe acerca de un documento que aparecía en los ordenadores de todo el mundo. El documento afirmaba que la plaga era un regalo de los dioses, para liberar al pueblo de Sendero de una alteración genética que el Congreso había causado. Hasta el momento, las ampliaciones genéticas estaban casi siempre unidas a un estado similar a los DOC, cuyas víctimas eran comúnmente conocidas como «agraciados». Pero a medida que la plaga siguiera su curso, la gente descubriría que las ampliaciones genéticas se habían esparcido ahora a todos los habitantes de Sendero, mientras que los agraciados, que antes habían llevado la más terrible de las cargas, habían sido liberados por los dioses de la necesidad de purificarse constantemente.
—Este documento asegura que todo el mundo está ahora purificado. Los dioses nos han aceptado. —La voz de la locutora temblaba al hablar—. No se sabe de dónde procede este documento. Los análisis de los ordenadores no lo relacionan con el estilo de ningún autor conocido. El hecho de que apareciera simultáneamente en millones de ordenadores sugiere que procede de una fuente de poderes inenarrables. —Vaciló, y ahora su temblor fue claramente visible—. Si esta indigna locutora puede hacer una pregunta, esperando que los sabios la oigan y le respondan con su sabiduría, ¿no podría ser que los propios dioses nos hubieran enviado este mensaje, para que comprendamos su gran regalo al pueblo de Sendero?
Qing-jao escuchó un poco más, a medida que la furia crecía en su interior. Era Jane, obviamente, quien había escrito y difundido aquel documento. ¿Cómo se atrevía a pretender saber lo que los dioses hacían? Había ido demasiado lejos. El documento debía ser refutado. Jane debía ser descubierta, y también toda la conspiración del pueblo de Lusitania.
Los criados la observaban. Ella soportó sus miradas, uno a uno, alrededor del círculo.
—¿Qué queréis preguntarme? —dijo.
—Oh, señora —respondió Mu-pao—, perdona nuestra curiosidad, pero este noticiario ha declarado algo que sólo podremos creer si tú nos aseguras que es verdad.
—¿Y qué sé yo? —contestó Qing-jao—. Sólo soy la hija tonta de un gran hombre.
—Pero eres una de las agraciadas, señora.
«Eres muy osada —pensó Qing-jao—, al hablar de estas cosas al descubierto.»
—Durante toda la noche, desde que acudiste a nosotros con comida y bebida, y mientras conducías a muchos de nosotros entre el pueblo, atendiendo a los enfermos, no te has excusado ni una sola vez para purificarte. Nunca habías resistido durante tanto tiempo.
—¿No se os ha ocurrido que tal vez estábamos cumpliendo con tanta precisión la voluntad de los dioses que no tuve ninguna necesidad de purificarme durante todo ese tiempo?
Mu-pao pareció avergonzada.
—No, no se nos ha ocurrido.
—Descansad ahora —aconsejó Qing-jao—. Ninguno de nosotros está repuesto del todo aún. Debo ir a hablar con mi padre.
Los dejó para que chismorrearan y especularan entre sí. Su padre estaba en la habitación, sentado ante el ordenador. La cara de Jane aparecía en la pantalla. Su padre se volvió hacia ella en cuanto entró en la habitación. Su rostro estaba radiante. Triunfal.
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