Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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‹¿Os marcharéis si funciona la nueva nave?›

‹Crearemos reinas-hermanos que llevarán consigo mis recuerdos a otros mundos. Pero nosotros nos quedaremos aquí. Este lugor donde salí de mi crisálida es mi hogar para siempre.›

‹Entonces estás tan enroizada aquí como yo.›

‹Paro eso están las hijos. Para ir donde nosotros nunca iremos, para llevar nuestra memoria a lugares que nunca veremos.›

‹Pero nosotros veremos. ¿No? Dijiste que la conexión filótica permanecería.›

‹Pensábamos en el viaje a través del tiempo. Vivimos mucho tiempo, nosotros los colmenas, vosotros los árboles. Pero nuestras hijos y sus hijos nos sobrevivirán. Nada cambia eso.›

Qing-jao los escuchó mientras le exponían la decisión.

—¿Por qué debería importarme lo que decidáis? —dijo cuando terminaron—. Los dioses se reirán de vosotros.

Su padre sacudió la cabeza.

—No lo harán, hija mía, Gloriosamente Brillante. Los dioses no se preocupan más por Sendero que por cualquier otro mundo. La gente de Lusitania está a punto de crear un virus que puede liberarnos a todos. No más rituales, no más cesión al desorden de nuestros cerebros. Por eso vuelvo a preguntártelo: si es posible, ¿debemos hacerlo? Causaría desorden aquí. Wang-mu y yo hemos planeado cómo actuaremos, cómo anunciaremos lo que estamos haciendo para que el pueblo comprenda, para que haya una oportunidad de que los agraciados no sean masacrados y renuncien amablemente a sus privilegios.

—Los privilegios no son nada —dijo Qing-jao—. Tú mismo me lo enseñaste. Sólo son la forma que tiene el pueblo de expresar su reverencia a los dioses.

—Ay, hija mía, ojalá supiera que hay más agraciados que comparten esa humilde visión de nuestra situación. Demasiados consideran que es su derecho mostrarse altaneros y opresivos, porque los dioses les hablan a ellos y no a los demás.

—Entonces los dioses los castigarán. No temo a vuestro virus.

—Pero sí tienes miedo, Qing-jao, lo veo.

—¿Cómo puedo decirle a mi padre que no ve lo que afirma ver? Sólo puedo decir que yo debo de estar ciega.

—Sí, mi Qing-jao, lo estás. Ciega a propósito. Ciega a tu propio corazón. Porque incluso ahora tiemblas. Nunca has estado segura de que yo me equivocara. Desde que Jane nos mostró la auténtica naturaleza de la voz de los dioses, has estado insegura de lo que era cierto.

—Entonces estoy insegura de que sale el sol. Estoy insegura de la vida.

—Todos estamos inseguros de la vida, y el sol permanece en el mismo sitio, día y noche, sin subir ni caer. Somos nosotros quienes subimos y caemos.

—Padre, no temo nada de ese virus.

—Entonces nuestra decisión está tomada. Si los lusitanos pueden traernos el virus, lo usaremos.

Han Fei-tzu se levantó para marcharse.

Pero la voz de Qing-jao le detuvo antes de que llegara a la puerta.

—¿Es éste el disfraz que tomará el castigo de los dioses?

—¿Qué? —preguntó él.

—Cuando castiguen a Sendero por tu iniquidad al trabajar contra los dioses que han dado su mandato al Congreso, ¿disfrazarán su castigo haciendo que parezca un virus que los silencia?

—Ojalá los perros me hubieran arrancado la lengua antes de haberte enseñado a pensar de esa forma.

—Los perros están ya arrancándome el corazón —le respondió Qing-jao—. Padre, te lo suplico, no hagas eso. No dejes que tu rebeldía provoque a los dioses para que permanezcan silenciosos en toda la faz de este mundo.

—Lo haré, Qing-jao, de forma que no tengan que crecer más hijos siendo esclavos como lo has hecho tú. Cuando pienso en tu cara contra el suelo, siguiendo las vetas de la madera, quiero cortar los cuerpos de quienes te obligaron a hacerlo, hasta que sea su sangre la que forme líneas, que seguiría alegremente, para saber que han sido castigados.

Ella se echó a llorar.

—Padre, te lo suplico, no provoques a los dioses.

—Más que nunca estoy decidido ahora a liberar el virus, si viene.

—¿Qué puedo hacer para persuadirte? Si guardo silencio, lo harás, y si hablo para suplicarte, lo harás con toda seguridad.

—¿Sabes cómo podrías detenerme? Podrías hablarme como si supieras que la voz de los dioses es producto de un desorden cerebral, y luego, cuando yo sepa que ves el mundo con claridad y firmeza, podrías persuadirme con buenos argumentos de que un cambio tan rápido, completo y devastador sería dañino, o cualquier otro argumento que quieras presentar.

—Entonces, para convencer a mi padre, ¿debo mentirle?

—No, mi Gloriosamente Brillante. Para persuadir a tu padre debes mostrar que comprendes la verdad.

—Comprendo la verdad —afirmó Qing-jao—. Comprendo que algún enemigo te ha arrancado de mí. Comprendo que ahora sólo me quedan los dioses y madre, que está entre ellos. Suplico a los dioses que me dejen morir y unirme a ella, para no tener que sufrir más el dolor que me causas, pero ellos me dejan aquí. A mi entender eso significa que quieren que siga adorándolos. Tal vez no estoy suficientemente purificada. O tal vez saben que pronto tu corazón volverá a cambiar, y vendrás a mí como solías hacerlo, hablando honorablemente de los dioses y enseñándome a ser una verdadera servidora suya.

—Eso no sucederá nunca —declaró Han Fei-tzu.

—Una vez pensé que algún día podrías ser el dios de Sendero. Ahora veo que, lejos de ser el protector de este mundo, te has convertido en su más oscuro enemigo.

Han Fei-tzu se cubrió el rostro y salió de la habitación, sollozando por su hija. Nunca podrían persuadirla mientras oyera la voz de los dioses. Pero tal vez si traían el virus, tal vez si los dioses guardaban silencio, ella lo escucharía. Tal vez podría devolverla a la razón.

Estaban sentados en la nave, que más parecía dos cuencos de metal, colocados uno sobre el otro, con una puerta en un lado. El diseño de Jane, fielmente ejecutado por la reina colmena y sus obreras, incluía muchos instrumentos en el exterior. Pero incluso rebosando de sensores no se parecía a ningún tipo de astronave vista antes. Era demasiado pequeña, y no había ningún medio. de propulsión visible. La única energía que podría dirigir aquella nave a alguna parte era el invisible aiua que Ender llevaba a bordo consigo.

Estaban sentados formando un círculo. Había seis asientos, porque el diseño de Jane permitía la posibilidad de que la nave fuera usada de nuevo para llevar gente de un mundo a otro. Habían ocupado los asientos alternos, así que formaban los vértices de un triángulo: Ender, Miro, Ela.

Atrás quedaron las despedidas. Habían acudido amigos y familiares. Sin embargo, una ausencia fue dolorosa: Novinha. La esposa de Ender, la madre de Miro y Ela. No quería tomar parte en esto. Ése era el auténtico dolor real de la partida.

El resto era todo miedo y nerviosismo, esperanza e incredulidad. Tal vez la muerte los esperaba al cabo de unos instantes. Tal vez las ampollas que Ela llevaba en el regazo se llenarían en unos momentos, para liberar dos mundos. Tal vez fueran los pioneros de un nuevo tipo de vuelo espacial que salvaría las especies amenazadas por el Ingenio D.M.

Tal vez no fueran más que tres idiotas sentados en el suelo, en un prado ante la colonia humana de Lusitania, hasta que por fin hiciera tanto calor en el interior de la nave que tuvieran que salir de ella. Ninguno de los que esperaban fuera se reiría, por supuesto, pero habría carcajadas por toda la ciudad. Sería la risa de la desesperación. Eso significaría que no había escapatoria, ni libertad, sólo más y más miedo hasta que llegara la muerte con uno de sus muchos disfraces posibles.

—¿Estás con nosotros, Jane? —preguntó Ender.

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