Hal Clement - Persecución cósmica

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Persecución cósmica: краткое содержание, описание и аннотация

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Un detective alienígena sigue el rastro de un malvado asesino de su misma raza; durante su persecución, se estrella junto a una isla solitaria de la Tierra de 1949. Estos seres necesitan de otra raza para ocupar sus cuerpos, ya que no poseen uno propio. Nuestro “héroe” consigue encontrar un anfitrión: el cuerpo de un joven que vive en la isla.

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—¡Qué alivio! —suspiró Bob—. ¡Ya me parecía que tendríamos que cazar a toda una tribu!

Volvió a poner en marcha el jeep y anduvo sin detenerse el corto trecho que le faltaba para llegar a su casa. Esta se hallaba sobre la ladera, a cierta distancia del camino y al final de un sendero completamente techado por los árboles. Era una casa grande, de dos pisos, ubicada en medio de la selva; los matorrales más espesos llegaban a pocos metros de distancia, de modo que las ventanas de la planta baja estaban casi todo el tiempo en sombras. En el frente, se había limpiado un pedazo más extenso de terreno para construir un porche soleado. Pero la señora Kinnaird prefirió plantar enredaderas que dieran un poco de sombra. Si bien la temperatura de la isla no era excesivamente alta a causa del agua que la rodeaba, el sol era muy intenso y cualquier lugar sombreado se convertía en algo deseable.

La madre lo esperaba en el porche. Había oído la sirena del barco al entrar en el desembarcadero y, además, escuchó el motor del jeep que se aproximaba por el camino. Bob la saludó con afecto, aunque con menos efusión que la demostrada a su padre en el muelle. La señora Kinnaird no percibió nada raro en el aspecto ni en el comportamiento de su hijo. Bob estuvo apenas un momento en la casa, pero ella no esperaba que se quedara más tiempo. Roberto hablaba sin parar mientras descargaba el jeep y transportaba el equipaje a su pieza; luego se cambió de ropa, tomó su bicicleta y la subió al jeep. En seguida partió. Ella estaba orgullosa de su hijo y hubiera deseado retenerlo un momento más, pero ya sabía que a él no le gustaba sentarse a charlar durante un largo rato. Sin embargo, no lamentaba que su hijo fuera así; hubiera lamentado, de veras, que su carácter fuera tan débil como para comportarse de una manera semejante. El peso que le produjera la comunicación del colegio se aligeró después de verlo y de oírlo. Cuando volvió a sus quehaceres domésticos se sentía más tranquila, mientras oía alejarse al jeep por el camino, en dirección al muelle.

Esta vez, Bob no encontró a nadie en el camino y no se detuvo. Dejó el vehículo en el lugar acostumbrado, junto a uno de los tanques; bajó la bicicleta y tuvo con ella una pequeña demora, pues había olvidado revisar si las ruedas estaban bien infladas, al salir de su casa. Luego se largó a pedalear de vuelta por el camino. Su rostro expresaba nerviosidad y expectativa, no sólo porque iba al encuentro de sus amigos después de una larga ausencia, sino porque un juego muy excitante —desde su punto de vista— iba a comenzar. Estaba preparado. Conocía bien el escenario, la isla donde había nacido; estaba seguro de conocer palmo a palmo cada metro cuadrado de terreno. El Cazador estaba al tanto de los diversos aspectos que podía adquirir su adversario y de sus recursos: sólo faltaban los personajes. Una sombra de pesimismo cubrió la alegría del rostro de Bob al pensar en ello. No era nada tonto y sabía que, entre todos los habitantes de la isla, los que pasaban más tiempo cerca de la playa y junto al mar y que, por ende, podrían haber servido de refugio al enemigo, eran sus mejores camaradas.

CAPITULO 9 — LOS ACTORES

Bob calculó bien la hora de llegada; las clases terminaron sólo uno o dos minutos después e inmediatamente se vió rodeado por una multitud de conocidos. En la isla había una proporción considerable de niños y jóvenes en edad escolar. Hubo apretones de manos, bullicio, preguntas mutuas. Finalmente, el grupo se disolvió y Bob quedó rodeado por algunos amigos más íntimos.

El Cazador sólo reconoció a uno de ellos; pertenecía al grupo que estaba nadando aquel día que él encontró a Bob. En esa época, el simbiota carecía de la necesaria experiencia para distinguir rasgos humanos, pero era muy difícil olvidar la desgreñada cabellera rojiza de Kenny Rice. Por la conversación, el Cazador se enteró en seguida de que los otros también habían estado aquel día en el picnic: Norman Hay y Hugh Colby eran sin duda los que Bob había mencionado mientras describía la situación de la isla. El único a quien hasta ahora el Cazador no había visto nunca era Kenneth Malmstrom; éste era un muchacho rubio de unos quince años que medía más de un metro ochenta de altura; todos lo llamaban por su sobrenombre: «Petiso». Los cinco amigos eran viejos compañeros de andanzas por la isla. Había sido una verdadera coincidencia que el simbiota los encontrara nadando cerca del lugar de su naufragio. Cualquier isleño, enterado del punto en que el Cazador fué a parar, habría apostado que uno de estos muchachos sería su primer anfitrión. A ninguno de ellos le pareció extraño que Bob comenzara a pedirles noticias:

—¿Estuvieron cerca del arrecife, últimamente?

—No —replicó Rice—. Hugh rompió el piso del bote hace unas seis semanas y, desde entonces no hemos podido encontrar una tabla que le ande bien.

—¡Ese piso estaba flojo desde hacía mucho tiempo! —arguyó en su defensa Colby, el más joven de los cinco, que se caracterizaba por su modalidad pacífica y su timidez.

Nadie discutió su afirmación.

—De todos modos… ahora tendríamos que recorrer la costa sur para poder salir en bote —agregó Rice—. En diciembre hubo una tormenta muy fuerte que empujó un banco de coral contra la salida. Papá nos prometió dinamitarlo, pero hasta el momento no ha ido por allí.

—¿No podrías persuadirlo de que nos dejara hacerlo a nosotros? —preguntó Bob—. Una carga bastaría y, además, todos sabemos manejarla.

—Trata tú de convencerlo… Su única respuesta fué: «Cuando seas mayor».

—Vamos a la playa entonces —dijo Bob.

Había varias playas en la isla, pero esa palabra tenía un solo significado para el grupo.

—Podríamos caminar por la playa en dirección al sur y darnos un baño por allí — prosiguió Bob—. Desde que me fui de aquí no he estado en agua salada.

Los otros aceptaron la propuesta. En seguida se dispersaron para recoger sus bicicletas que habían quedado apoyadas contra la pared exterior de la escuela.

El Cazador aprovechó en buena forma los oídos y los ojos de Bob durante el trayecto. Se enteró de pocas cosas pero, en cambio, la imagen visual que tenía de la isla se aclaró bastante. Bob no le había mencionado el riachuelo que desembocaba en la laguna a unos doscientos metros de distancia de la escuela. Tampoco lo había visto el Cazador cuando fueron hasta la casa del muchacho; pero ahora, el puente de madera que estaban atravesando atrajo su atención. En seguida pasaron por el lugar donde Bob había parado el jeep. Luego, a unos tres cuartos de milla de la escuela, los otros muchachos se detuvieron y esperaron mientras Bob iba a buscar su traje de baño. Un cuarto de milla más adelante, Rice hizo lo mismo. Luego pasaron por encima de otro arroyuelo que corría por un desaguadero de cemento. El Cazador dedujo, a partir de varias frases que había escuchado, que el bote al cual Rice se refiriera anteriormente se hallaba en la boca de esa corriente de agua.

Malmstrom y Colby, por turno, dejaron su libros y recogieron su ropa de baño en sus casas; finalmente, el grupo llegó a la residencia de Hay, al final del camino pavimentado y a unas dos millas de distancia de la escuela. Allí dejaron las bicicletas.

Luego se dirigieron a pie hacia el oeste, dando la vuelta a la colina que constituía la espina dorsal de la isla y donde se hallaban todas las casas.

Llegaron a la playa, después de caminar alrededor de media milla, en parte a través de la espesa vegetación de la colina y, por momentos, atravesando unos bosquecillos bastante ralos de palmera, al fin encontraba el Cazador un lugar conocido. La laguna donde encallara el tiburón había desaparecido —las tormentas y las mareas no dejaban nunca de modificar los bancos de arena—, pero el bosquecillo de palmeras y la playa eran las misma. Había llegado por fin al lugar donde encontrara Bob; el lugar donde debió haber comenzado su búsqueda a no ser por su increíble mala suerte; el lugar donde debería comenzar inexorablemente su búsqueda.

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