Bob Shaw - Las astronaves de madera

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Han pasado veinticinco años desde que los habitantes de Land se vieron obligados a trasladarse a Overland, el planeta hermano que comparte su atmósfera, donde ahora están establecidos en pequeñas comunidades distanciadas entre sí. Contra todo pronóstico, los que se quedaron en Land han conseguido la inmunidad contra la pterthacosis, la enfermedad que forzó la emigración. Su ambicioso soberano reclama derechos sobre Overland, iniciando una guerra que amenaza la vida de los emigrantes. Toller Maraquine, el protagonista de la primera parte, es llamado para organizar una defensa desesperada al frente de una flota de satélites y aeronaves hechos de madera.

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—Desde luego que estoy hablando del planeta Farland —contestó Bartan solemnemente. Fue a coger la jarra de cerveza que le habían servido, perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a la mesa.

—Será mejor que te sientes, antes de que te caigas —Karrodall esperó hasta que Bartan se acomodó en un banco—. Bartan, ¿te refieres a las enseñanzas de Trinchil? ¿Pretendes decir que tu mujer ha muerto y viajado por el Camino de las Alturas?

—Estoy diciendo que está viva. En Farland —Bartan bebió un buen trago de su jarra—. ¿Es tan difícil de entender?

Karrodall se sentó a horcajadas sobre el banco.

—Lo que cuesta entender es que te hagas tanto daño a ti mismo. Tu aspecto es horrible, apestas, y no sólo a vino rancio; y estás tan borracho que hablas como un loco. Ya te lo advertí, Bartan: tienes que marcharte de La Guarida antes de que sea demasiado tarde.

—Ya lo he hecho —dijo Bartan, limpiándose la espuma de los labios con el dorso de la mano—. Nunca volveré a poner los pies allí.

—Al menos, ésa es una decisión sensata. ¿Dónde irás?

—¿No te lo he dicho? —Bartan examinó el círculo de caras incrédulas y burlonas—. Pues me voy a Farland para rescatar a mi esposa.

Hubo un estallido de risas que la autoridad del alcalde no pudo controlar. Algunos hombres rodearon a Bartan, mientras otros salían corriendo a propagar la noticia de la inesperada diversión que tenía lugar en la taberna. Alguien deslizó otra jarra llena delante de Bartan.

La figura rechoncha y coja de Otler se aproximó al grupo, abriéndose paso a empujones, y dijo:

—Pero, amigo mío, ¿cómo sabes que tu esposa ha establecido su residencia en Farland?

—Me lo dijo hace tres noches. Habló conmigo.

Otler dio un codazo al hombre que tenía al lado.

—Se notaba su capacidad torácica, pero por lo visto es mejor de lo que creíamos. ¿Qué dices, Alsorn?

El comentario alteró la alcohólica compostura de Bartan. Agarró la camisa de Otler e intentó hacerle caer sobre el banco, pero el alcalde los separó y colocó entre ellos un dedo amenazador.

—Lo que yo quería decir —se disculpó Otler, volviéndose a meter la camisa en los pantalones—, es que Farland está muy lejos de aquí… —su cara se iluminó al ocurrírsele un chiste—. Me refiero al significado de la palabra Farland: ¡tierra lejana!

—Estando contigo siempre se aprende algo —ironizó Bartan—. Sondeweere se me apareció en una visión. Me habló en una visión.

De nuevo se produjo una explosión de risas y Bartan, a pesar de su aturdimiento, comprendió que sólo había logrado convertirse en objeto de sus burlas.

—Caballeros —dijo, poniéndose inestablemente en pie—. Ya me he entretenido demasiado aquí, y tengo que salir en seguida hacia la noble ciudad de Prad. He pasado los dos últimos días reparando y restaurando la carreta, por lo que no tardaré demasiado en llegar, pero necesitaré algún dinero para comprar comida, y quizás un poco de vino o de coñac —asintió, aceptando los comentarios irónicos—. Mi aeronave está ahí fuera, en la carreta. Sólo necesita una nueva cámara de gas, y además traigo buenos muebles y herramientas. ¿Quién me da cien reales por el lote?

Algunos de los espectadores salieron a inspeccionar lo que indudablemente era una ganga, pero otros estaban más interesados en prolongar la diversión.

—No nos has explicado cómo te propones ir a Farland —dijo un comerciante de mejillas hundidas—. ¿Piensas lanzarte en un cañón?

—Todavía tengo poca idea sobre cómo realizaré el vuelo, y por eso debo empezar mi viaje yendo a Prad. Allí hay un hombre que sabe más que nadie sobre los viajes por el espacio, y voy a buscarlo.

—¿Cómo se llama?

—Maraquine —dijo Bartan—. Lord Toller Maraquine, mariscal del cielo.

—Seguro que se alegrará de conocerte —dijo Otler, asintiendo burlonamente—. Su excelencia y tú haréis una buena pareja.

—¡Basta! —Karrodall agarró a Bartan por el brazo y lo obligó a alejarse del grupo—. Bartan, me apena verte así, con toda esa verborrea de borracho sobre Farland y las visiones… y ahora la ocurrencia de intentar entrevistarte con el Regicida. No puedes hablar en serio sobre eso.

—¿Por qué no? —esforzándose por aparentar dignidad, Bartan se soltó de los dedos del alcalde—. Ahora que la guerra ha terminado, lord Toller ya no necesitará las fortalezas en el espacio. Cuando oiga mi propuesta de volar con una de ellas hasta Farland, llevando la bandera de Kolkorron, sin duda me otorgará su apoyo.

—Te compadezco —dijo Karrodall, tristemente—. Te compadezco, de verdad.

Mientras viajaba hacia el este, Bartan mantuvo la mirada en el horizonte, y al fin fue recompensado con la presencia de Land, al que no veía desde hacía mucho tiempo.

Al principio, el planeta hermano apareció como una franja curva de luz pálida sobre las lejanas montañas; después, a medida que avanzaba en su camino, fue creciendo hasta convertirse en una cúpula resplandeciente. Las noches se alargaban de forma notable mientras Land se interponía cada vez más en el recorrido del sol. El planeta continuaba deslizándose hacia arriba hasta convertirse en un semicírculo, y los perfiles de los continentes y de los océanos se hicieron claramente visibles, como evocaciones de historias perdidas.

Llegó el momento en que el borde inferior de Land se elevó en el horizonte, creando una franja estrecha a través de la cual el sol naciente podía filtrar sus rayos de fuego multicolor. Las pautas diarias de luz y oscuridad familiares para los kolkorroneses empezaban a restablecerse, aunque en la etapa presente el antedía era extremadamente breve. Para Bartan, que viajaba en soledad por paisajes polvorientos, el acontecimiento fue importante: algo que valía la pena celebrar con una dosis extra de coñac.

Sabía que cuando el antedía y el posdía alcanzaran su equilibrio estaría cerca de la ciudad de Prad, y a partir de ese momento su futuro estaría en manos de un extraño.

Capítulo 12

Se había empleado mucho esfuerzo e ingenio para dar la impresión de que el jardín existía desde hacía siglos. Algunas de las estatuas fueron deliberadamente descantilladas al objeto de que adquiriesen un viso de antigüedad, y los muros y bancos de piedra habían sido envejecidos artificialmente por medio fluídos corrosivos. Las flores y los setos provenían de semillas de Land, o eran variedades nativas con gran parecido a las del Viejo Mundo.

En cierto modo, Toller Maraquine simpatizaba con el proyecto, considerando que el jardín podía contrarrestar el doloroso vacío de la hora del crepúsculo, pero se sorprendía por los elementos psicológicos implicados. El rey Chakkell tenía garantizado un puesto en la historia gracias a sus logros personales desde la llegada a Overland, pero en cierto modo eso no le satisfacía por completo. Obviamente, anhelaba poseer las mismas cosas de que sus predecesores habían disfrutado; no sólo el poder, sino también los adornos y símbolos que lleva consigo el poder. Una motivación idéntica había conducido a la muerte al rey de los hombres nuevos, reforzando la creencia de Toller de que nunca sería capaz de comprender la mentalidad de quienes necesitaban mandar sobre otros.

—Estoy muy satisfecho con el resultado —dijo el rey Chakkell, pasando la mano sobre su panza al caminar, como si saliera de un banquete—. Los gastos han significado un gran drenaje para nuestros recursos, pero ahora, con Rassamarden muerto, me puedo deshacer de todas esas fortalezas flotantes. Las dejaremos caer sobre Land y, con suerte, matarán a unos cuantos más de esos advenedizos apestados.

—No creo que sea una buena idea —dijo Toller, impulsivamente.

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