Bob Shaw - Las astronaves de madera

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Han pasado veinticinco años desde que los habitantes de Land se vieron obligados a trasladarse a Overland, el planeta hermano que comparte su atmósfera, donde ahora están establecidos en pequeñas comunidades distanciadas entre sí. Contra todo pronóstico, los que se quedaron en Land han conseguido la inmunidad contra la pterthacosis, la enfermedad que forzó la emigración. Su ambicioso soberano reclama derechos sobre Overland, iniciando una guerra que amenaza la vida de los emigrantes. Toller Maraquine, el protagonista de la primera parte, es llamado para organizar una defensa desesperada al frente de una flota de satélites y aeronaves hechos de madera.

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—Mire aquí, milord —dijo, al ver entrar a Toller—. El enemigo viene en masa.

Toller se lanzó hacia los prismáticos y miró a través de los oculares. La imagen que apareció ante sus ojos fue un fondo ferozmente brillante —azul y verde con espirales blancas—, en el centro del cual había un moteado de puntos negros, cada uno de ellos rodeado por un borde destellante causado por las imperfecciones del sistema óptico. Pero forzando sus ojos, Toller descubrió que podía distinguir unas manchas aún más pequeñas mezcladas con la otras, y de repente el escenario adquirió profundidad, se hizo vertiginoso. Estaba mirando hacia abajo a través de una nube vertical de naves espaciales, una nube que tenía kilómetros de profundidad. Era imposible saber cuántas naves contenía, pero debía de haber no menos de cien.

—Tienes razón —dijo, levantando la cabeza para mirar a Biltid—. El enemigo viene en masa, lo cual era de esperar.

Biltid asintió, cubriéndose la boca con un pañuelo y, de repente, el olor agrio que normalmente le rodeaba se intensificó.

—Eh… lo siento —dijo, tragando ruidosamente—. Tenemos que prepararnos.

«¡Qué astuto eres!», pensó Toller en ese instante, pero después sintió lástima por un hombre que había sido arrojado a una situación difícil, como instrumento del soberano, sin que nadie le pidiera su opinión.

—Contamos con dos grandes ventajas —dijo entonces—. Nosotros vemos al enemigo, pero él no sabe que estamos aquí; y tenemos las naves de combate, algo que el enemigo no puede siquiera imaginar en este momento. Ahora depende de nosotros que aprovechemos esas ventajas mientras podamos.

Biltid asintió con un movimiento de cabeza aun más enérgico.

—Todas las naves de combate están a punto en cuanto a mecánica, y ahora se abastecerán de combustible y armas. Propongo recibir al enemigo con los escuadrones Rojo y Azul, y mantener el Verde en reserva. Es decir, si usted no tiene…

—Ésa sería una buena táctica si se tratara de una batalla en tierra —dijo Toller—, pero recuerda que después de ahora no tendremos oportunidad de sorprender a los landeses. Existe la posibilidad de terminar esta guerra el mismo día de su inicio si logramos asestar al enemigo un primer golpe suficientemente devastador. En mi opinión debemos desplegar los tres escuadrones y que todos nuestros pilotos participen en el combate.

—Como siempre tiene razón, milord —dijo Biltid, secándose la boca—. Aunque me sentiría mejor si tuviésemos alguna forma de calcular la velocidad de ascenso del enemigo. Si llegaran al plano de referencia durante las horas de oscuridad, es posible que nos sobrepasen sin que los veamos.

—Nadie va a pasar —gritó Toller bruscamente, perdiendo la paciencia—. ¡Nadie!

Se alejó de Biltid y Carthvodeer, y fue hacia otra portilla desde donde podía obtener una mejor vista de Land. El sol se movía hacia el Viejo Mundo y se deslizaría detrás de su borde aproximadamente dos horas después. Toller hizo algunos cálculos mentales y maldijo al darse cuenta de que el momento del primer encuentro podía ser bastante desfavorable para ellos. Habían denominado a los dos períodos de oscuridad del día, noche de Land y noche de Overland, según cuál de los dos planetas estuviese ocultando el sol, y aunque tenían más o menos la misma duración, existían diferencias importantes entre ellas.

La noche de Land, que se aproximaba ahora, empezaría cuando el sol pasara detrás de ese planeta; pero en esa fase, Overland estaría iluminado y la luz refractada por él sería lo bastante intensa como para permitir leer. Durante la hora siguiente, esa luz se iría debilitando poco a poco mientras la sombra cilindrica de Land recorría Overland, después llegarían las dos horas de noche profunda, hasta que los rayos del sol acariciaran de nuevo Overland. Durante toda la noche profunda, el cielo estaría cubierto de estrellas, remolinos brillantes y la radiación difuminada de los cometas, pero el nivel relativo de iluminación general quedaría muy bajo; e incluso el globo de una nave sería difícil de detectar en los oscuros confines de la zona de ingravidez. El problema no adquiría tanta importancia durante la noche de Overland, porque Land era mayor que su planeta hermano y no podía ser tapado totalmente por su sombra.

Si las naves del enemigo estaban a unos ciento cincuenta kilómetros, según calculó Toller, e iban a la velocidad máxima, llegarían al plano de referencia durante la noche profunda. Consideró la posibilidad durante un momento, y después decidió que había sido demasiado pesimista. Los pilotos landeses estarían nerviosos al experimentar los efectos de la ingravidez por primera vez, y también temerosos de la maniobra de volteo que se aproximaba. Era lógico suponer que se acercarían a la zona de ingravidez lenta y cautelosamente, y planearían que la antinatural operación de voltear sus naves se llevase a cabo en buenas condiciones de luz.

Una vez tranquilizada su mente con estos pensamientos, Toller abandonó la húmeda estación y dedicó la hora siguiente a dar una vuelta por el Grupo de Defensa Interior, visitando las otras dos estaciones de mando donde estaban las bases del Escuadrón Azul y el Verde, de reciente formación. Los informes de los vigías mostraron que los invasores avanzaban con lentitud, pero los pilotos de los vehículos de combate que ya estaban preparados fueron incapaces de dedicarse al descanso cuando llegó la oscuridad. Algunos pasaron el tiempo en ruidosas discusiones o jugando a las cartas a la luz de las lámparas, mientras otros se mantenían cerca de sus máquinas, controlando obsesivamente las operaciones de abastecimiento de combustible y armas realizadas por los mecánicos.

Por fin, en el borde de Overland apareció una veta de luz que se fue agrandando hasta formar un arco. Mientras que el área iluminada del planeta se extendía hacia la fase convexa, anunciando la reaparición del sol, Toller hizo varias visitas al puesto de observación de la Estación de Mando Uno y observó a través de los prismáticos. El enorme disco de Land estaba bañado por la tenue y misteriosa luz reflejada por el planeta hermano, que le daba el aspecto de una bola de cera traslúcida iluminada desde dentro. Aunque brillaba más cada vez, el fondo que proporcionaba no permitía obtener aún una imagen clara de las naves enemigas y, a pesar de sí mismo, Toller empezó a especular con la idea de que los invasores hubieran mantenido una velocidad que les permitiera pasar por el plano de referencia bajo el manto de la oscuridad. El regreso parcial del sol inundó de luz el interior de la estación, e incluso entonces hubo un instante durante el cual las naves de la armada de Land quedaron ocultas en los límites de la sombra del planeta que se desplazaba lentamente.

Luego, de repente, estuvieron allí.

Inesperadamente bellas, aparecieron en su campo de visión como un enjambre de diminutos semicírculos de luz, uno sobre otro, en perfecta formación. Durante un momento se quedó admirado del logro que implicaba aquel espectáculo, y de la audacia y el valor que suponía cruzar el abismo interplanetario en unas frágiles estructuras de tela y madera. Aquella gente tendría que ser capaz de volver sus ojos hacia el universo en vez de desperdiciar sus energías en…

—No deben de estar muy lejos —dijo Biltid, mirando hacia arriba con otro par de prismáticos—. A treinta o cuarenta kilómetros. No tenemos mucho tiempo.

—Hay tiempo suficiente —afirmó Toller, volviendo al mundo pragmático.

En un impulso, se lanzó hacia su hamaca de red, desenganchó la espada del muro y la fijó a su cintura. Era consciente de la incongruencia de aquella arma en los acontecimientos que se avecinaban, pero era un apoyo psicológico para él. Salió atravesando la cámara de aire y vio que los otros ocho pilotos de su escuadrón estaban ya en sus máquinas, y los ayudantes flotaban alrededor de ellos encendiendo los quemadores cubiertos que habían sido instalados delante de los asientos. La misma escena se repetía, en miniatura, a cierta distancia en el azul sin límites, donde los otros dos escuadrones se preparaban.

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