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Bob Shaw: Otros días, otros ojos

Здесь есть возможность читать онлайн «Bob Shaw: Otros días, otros ojos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1983, ISBN: 84-270-0790-6, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Bob Shaw Otros días, otros ojos

Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después. A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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En diversas ocasiones he intentado escribir breves composiciones acerca del cristal encantado pero, para mí, el tema es tan inefablemente poético como para quedar, de un modo paradójico, fuera del alcance de la poesía, o al menos del alcance de mi poesía. Además, las mejores canciones y poesías ya han sido escritas, con presciente inspiración, por hombres fallecidos mucho antes de que el vidrio lento se descubriera. Yo no tenía esperanzas de igualar, por ejemplo, a Moore:

Muchas veces, de la noche en la quietud,
antes que me ate la cadena del sopor,
gratos recuerdos trae la luz
de otros días a mi alrededor…

Sólo fueron precisos unos años para que el vidrio lento pasara de curiosidad científica a industria considerable. Y para gran asombro de nosotros, los poetas —los que seguimos convencidos de que la belleza sobrevive aunque mueran los lirios—, los atavíos de esa industria no eran distintos de los de cualquier otra. Había excelentes ventanoramas que costaban mucho dinero, y había ventanoramas inferiores que valían bastante menos. El espesor, medido en anos. era factor importante del costo, pero también existía el problema del espesor real, o fase.

Incluso con las técnicas de producción más complejas, el control del grosor disponible era más bien una cuestión de azar. Una burda discrepancia podía significar que una hoja de vidrio con un grosor supuesto de cinco años fuera en realidad de cinco y medio, de modo que la luz que entraba en verano surgía en invierno; una discrepancia mínima podía significar que el sol de mediodía saliera a medianoche. Estas incompatibilidades poseían su peculiar encanto —muchos trabajadores nocturnos, por ejemplo, disfrutaban con sus husos horarios privados—, pero en general era más costoso comprar ventanoramas que mantuvieran gran concordancia con el tiempo real.

Selina seguía pareciendo poco convencida cuando Hagan acabó de hablar. Meneó la cabeza de un modo casi imperceptible, y supe que el vendedor había usado una táctica errónea. De repente, el sombrero de mi esposa se desarregló a causa de una fría ráfaga de viento, y grandes gotas de lluvia empezaron a efectuar acrobacias a nuestro alrededor, caídas de un cielo casi despejado.

—Le daré un cheque ahora —dije abruptamente, y vi que los verdes ojos de Selina concentraban su enojo en mi rostro—. ¿Puede ocuparse de la entrega?

—Sí, la entrega no es problema —dijo Hagan, poniéndose de pie—. Pero ¿no preferirían llevarse el cristal ustedes mismos?

—Bueno, sí…, si no le importa.

Yo estaba avergonzado por la disposición de Hagan a confiar en mi cheque.

—Voy a separar una hoja para ustedes. Esperen aquí. No se pierde mucho tiempo en meter el cristal en un marco.

Hagan se marchó cojeando ladera abajo en dirección a las ventanas dispuestas en serie, las cuales reflejaban diversas vistas del lago Linnhe: el paisaje era soleado en unas, nuboso en otras y totalmente negro en algunas.

Selina se apretó a la garganta el cuello de la blusa.

—Lo mínimo que podía haber hecho es invitamos a entrar. Es imposible que pasen por aquí tantos imbéciles como para que se pueda permitir el lujo de no atenderlos.

Intenté ignorar el insulto y concentrarme en rellenar el cheque. Una de las descomunales gotas se deshizo en mis nudillos, salpicando el papel rosado.

—Perfectamente —dije—, pongámonos debajo del alero hasta que él vuelva.

«Eres una zorra —pensé, mientras sentía que todo aquello iba por muy mal camino—. Tuve que ser un imbécil para casarme contigo. Un imbécil de remate, imbécil de imbéciles… Y ahora que has atrapado una parte de mí dentro de ti, nunca más, nunca más, nunca más podré escaparme.»

Al notar que mi estómago se contraía dolorosamente, corrí detrás de Selina hacia el refugio de la casa de campo. Al otro lado de la ventana, el aseado cuarto de estar, con su fuego de carbón, estaba vacío, aunque con los juguetes del niño esparcidos en el suelo. Cubos con letras y una carretilla de idéntico color al de una zanahoria recién pelada. Mientras yo observaba el interior, el chico salió corriendo de la otra habitación y se puso a dar patadas a los cubos. No advirtió mi presencia. Pocos instantes después entró la mujer joven y cogió al pequeño, riéndose con toda naturalidad, abiertamente. Con el niño colgando bajo su brazo, se acercó a la ventana igual que antes. Yo sonreí tímidamente, pero ninguno de los dos respondió.

Mi frente experimentó una helada punzada. «¿Es posible que los dos sean ciegos?» Me alejé silenciosamente.

Selina dio un chillido y yo me volví hacia ella.

—¡La manta! —exclamó—. Se está mojando.

Corrió por el patio en medio de la lluvia, agarró el rectángulo rojizo de la abigarrada cerca y volvió a correr hacia la puerta de la casa. Algo se agitaba de un modo convulsivo en mi subconsciente.

—¡Selina! —grité—. ¡No la abras!

Pero era demasiado tarde. Había empujado la cerrada puerta de madera y, con una mano en la boca, estaba mirando el interior de la casa. Me acerqué a mi mujer y cogí la manta que colgaba de sus dedos.

Al cerrar la puerta dejé que mis ojos recorrieran el interior de la casita. El aseado cuarto de estar en que yo acababa de ver a la mujer y al niño era en realidad un repugnante revoltijo de muebles deteriorados, periódicos atrasados, ropa inservible y platos mugrientos. La habitación era húmeda y maloliente, y estaba enormemente abandonada. El único objeto que reconocí, por haberío visto al otro lado de la ventana, era la carretilla, rota y sin pintura.

Cerré firmemente la puerta y me ordené a mí mismo olvidar lo que había visto. Algunos hombres que viven solos cuidan bien sus casas; otros no saben cómo hacerlo. La faz de Selina estaba pálida.

—No comprendo. No lo comprendo.

—El vidrio lento funciona en ambas direcciones —dije en voz baja—. La luz sale de una casa del mismo modo que entra.

—¿Pretendes decir…?

—No lo sé. No es cosa nuestra. Y ahora, cálmate… Hagan vuelve con nuestro cristal.

La agitación de mi estómago estaba amainando.

Hagan entró en el patio sosteniendo un armazón oblongo cubierto de plástico. Le tendía el cheque, pero él estaba mirando fijamente la cara de Selina. Dio la impresión de saber al instante que nuestros inciertos dedos habían explorado su alma. Selina evitó su mirada. Mi esposa parecía haber envejecido y estar enferma, y sus ojos contemplaban decididamente el horizonte circundante.

—Yo cogeré la manta, señor Garland —dijo finalmente Hagan—. No hacía falta que se molestara.

—No tiene importancia. Aquí está el cheque.

—Gracias. —Seguía mirando a Selina con un extraño aire de súplica—. Ha sido un placer tratar con usted.

—Lo mismo digo —contesté con idéntica y absurda formalidad.

Recogí el pesado armazón y guié a Selina hacia el camino que llevaba a la carretera. En el mismo instante en que llegábamos a la parte superior de los ahora resbaladizos escalones, Hagan habló de nuevo.

—¡Señor Garland!

Me volví de mala gana.

—No fue por mi culpa —dijo con firmeza—. Un conductor que luego se dio a la fuga los atropelló en la carretera de Oban, hace seis años. Mi chico sólo tenía siete cuando sucedió eso. Tengo derecho a conservar algo.

Asentí mudamente y avancé por la senda, muy apretado a mi esposa, atesorando la sensación de sus brazos rodeándome. Miré hacia atrás en medio de la lluvia al llegar a la curva y vi que Hagan estaba sentado con la espalda muy erguida en la cerca de piedra donde le habíamos encontrado la primera vez.

Se hallaba contemplando la casa, pero me fue imposible saber si había alguien en la ventana.

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