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Bob Shaw: Otros días, otros ojos

Здесь есть возможность читать онлайн «Bob Shaw: Otros días, otros ojos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1983, ISBN: 84-270-0790-6, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Bob Shaw Otros días, otros ojos

Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después. A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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—No veo por qué.

—No veo por qué —repitió burlonamente Esther— ¿Es que no ves que ninguna treta comercial vale tanto dinero?

—Lo siento por ti, Esther, de veras.

—No lo sientas. —Su voz fue ganando riqueza y calidez conforme mostraba la carta de triunfo que durante sus dos años de matrimonio había sido preparada con frecuencia pero jamás expuesta sobre la mesa—. Me temo que no puedo permitir que seas tan descuidado con el dinero de papá.

Garrod respiró profundamente. Había temido ese momento desde hacía días, pero precisamente cuando se hacía realidad notaba un curioso júbilo por poder desempeñar su papel en esa insignificante escena.

—¿Has hablado con Manson en los dos últimos días?

—No.

—Le daré una reprimenda de tu parte… No tiene éxito como espía comercial.

Esther levantó los ojos hacia su marido, repentinamente circunspecta.

—¿De qué estás hablando?

—Manson debería haberte informado de que esta semana he cedido en alquiler un par de patentes secundarias de Thermgard. Se hizo en secreto, desde luego, pero él debería haberse enterado.

—¿Eso es todo? Escucha, Alban, el hecho de que por fin te las hayas arreglado para ganar unos cuantos dólares en el acto no significa…

—Cinco millones —dijo Garrod, risueño.

—¿Qué?

El color había desaparecido del rostro de Esther.

—Cinco millones. He saldado cuentas con tu padre esta tarde. —Garrod observó cómo se abría la boca de su esposa, y una parte de su mente reparó en que aquel embobamiento, aquel asombro de blancos dientes hacía que su mujer pareciera más hermosa que en cualquier otra ocasión que él recordara—. Tu padre se quedó casi tan sorprendido como tú ahora.

—No estoy sorprendida por eso. —Esther, siempre experta en la lucha cuerpo a cuerpo, cambió de táctica inmediatamente—. No entiendo cómo te las has arreglado para conseguir cinco millones con un material para parabrisas que es inútil para parabrisas, pero lo has logrado usando el dinero de papá como trampolín; no olvides que él te permitió disponer de un préstamo no garantizado con unos intereses mínimos. Un caballero le habría ofrecido la oportunidad…

—¿De comprar algo sólido? Lo siento, Esther. Thermgard me pertenece. A mí solo.

—No llegarás a ninguna parte con eso —predijo ella—. Perderás hasta el último centavo.

—¿Eso piensas?

Garrod se acercó a la ventana, apoyó en ella el cristal rectangular y después se retiró a grandes zancadas hacia la parte más oscura de la habitación. Cuando se volvió para mirar a Esther, ésta dio un paso atrás y se cubrió los ojos. En sus manos, centelleando con aquella magnificencia oro y rojo, Garrod sostenía el sol poniente.

PRIMERA LUZ SECUNDARIA:

Luz de otros días

Tras dejar el pueblo atrás, seguimos las peligrosas curvas de la carretera hacia un territorio de vidrio lento.

Yo no había visto nunca una de las granjas, y al principio las encontré ligeramente misteriosas, un efecto reforzado por la imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el húmedo ambiente, de manera que parecía que nos estaban transportando sobre los repliegues de la carretera en una especie de silencio sobrenatural. A nuestra derecha, la montaña se cernía sobre un perfecto valle de intemporales pinares, y por todas partes se alzaban las grandes estructuras de vidrio lento, bebiendo luz. Un ocasional destello del sol de la tarde sobre el arrostramiento de las estructuras creó una ilusión de movimiento, pero en realidad los armazones estaban desamparados. Las hileras de ventanas habían estado durante años en la falda de la montaña, mirando fijamente al valle, y los hombres sólo las limpiaban en plena noche, cuando su humana presencia no importaba al sediento cristal.

Eran fascinantes, pero Selina y yo no mencionamos las ventanas. Creo que nos odiábamos tanto que ninguno de los dos tenía ganas de ensuciar algo nuevo al introducirlo en el nexo de nuestras emociones. Había empezado a comprender que las vacaciones eran ante todo una idea estúpida. Yo había pensado que lo curarían todo pero, por supuesto, no impedían que Selina estuviese embarazada y, peor todavía, ni siquiera evitaban que ella estuviera enfadada por culpa de su embarazo.

Al racionalizar nuestra consternación por su estado, habíamos propalado las frases usuales en el sentido de que sí que deseábamos tener hijos, pero más tarde, en el momento adecuado. El embarazo de Selina nos había costado su bien remunerado empleo y, con él, la nueva casa que estábamos negociando y que superaba con creces el alcance de mis ingresos como poeta. Sin embargo, la fuente real de nuestro disgusto era que nos hallábamos cara a cara con la comprensión de que la gente que dice querer hijos más tarde siempre se refiere a que nos los desean nunca. Nuestros nervios estaban vibrando con el conocimiento de que nosotros, que nos habíamos creído tan únicos, habíamos caído en la misma trampa biológica que cualquier descuidada criatura en celo.

La carretera nos llevó por las laderas meridionales de Ben Cruachan hasta que empezamos a vislumbrar el distante y grisáceo Atlántico. Yo acababa de reducir la velocidad para absorber mejor el paisaje cuando reparé en el letrero clavado en el pilar de un portillo. Decía «VIDRIO LENTO. Alta calidad, bajos precios. J. R. Hagan». Llevado por un impulso, detuve el coche al borde de la carretera, sobresaltándome un poco al oír los matorrales que fustigaban ruidosamente la carrocería.

—¿Por qué nos hemos parado?

La cercana cabeza de Selina, con el cabello de un plateado grisáceo, se volvió, sorprendida.

—Mira ese letrero. Vamos a ver qué hay. El material podría tener un precio razonable.

La voz de Selina sonó agudísima en su desdén cuando se negó, pero yo estaba muy cautivado por mi idea y no presté atención. Tenía la ilógica convicción de que hacer algo extravagante y alocado arreglaría nuestra situación.

—Vamos —insistí—, tal vez el ejercicio nos siente bien. De todas formas llevamos demasiado tiempo en el coche.

Ella hizo un gesto de indiferencia que me hirió, y salió del automóvil. Descendimos por una senda formada por irregulares escalones de barro apisonado salpicados aquí y allá por grupos de árboles jóvenes. El camino se torcía entre los árboles que revestían la falda de la montaña, y al final encontramos una casa de campo de aspecto vulgar. Más allá del pequeño edificio de piedra, estructuras de vidrio lento de gran altura contemplaban el asombroso paisaje del laborioso descenso del Cruachan hacia las aguas del lago Linnhe. La mayoría de las láminas eran perfectamente transparentes, aunque algunas estaban oscuras, como tableros de ébano pulido.

Cuando nos aproximábamos a la casa a través de un limpio patio pavimentado con guijarros, un hombre alto y de edad madura que vestía un traje de cheviot color ceniza se levantó y nos saludó agitando las manos. Había estado sentado en el bajo muro de piedra bruta que delimitaba el patio, fumando en pipa y mirando fijamente la casa. En la ventana delantera de la casa de campo se hallaba una mujer joven con un vestido color de mandarina y un niño de corta edad en sus brazos, pero se volvió despreocupadamente y desapareció de nuestra vista mientras nos acercábamos.

—¿El señor Hagan? —conjeturé.

—Exactamente. Vienen a ver vidrio, ¿verdad? Bueno, han venido al sitio adecuado.

Hagan hablaba con un acento preciso, con trazas del puro lenguaje de las Highlands escocesas, que tan parecido resulta al irlandés para el oído desacostumbrado. Tenía una de esas caras de sereno desánimo que se encuentran entre viejos filósofos y peones camineros.

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