Charles Sheffield - La caza de Nimrod

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La caza de Nimrod: краткое содержание, описание и аннотация

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Una inteligencia artifical escapa al control de sus creadores y elabora sus propios planes sobre lo que quiere hacer, sin imporrtarle para ello el ser violenta para conseguirlo. Los humanos se unen a un grupo de razas alienígenas para trabajar juntas en la solución del problema, pero tienen muy diferentes ideas sobre cómo abordar el asunto.

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La pantalla mostró una forma de color pardo oscuro agazapada de modo amenazante en el fondo del pozo. El cuerpo estaba dividido en dos secciones principales, unidas entre sí por un estrecho puente. Ocho patas velludas surgían de la parte delantera del cuerpo, y cerca de la boca había otros dos pares de apéndices más cortos. Ocho ojos se distribuían a lo largo de la oscura parte posterior de la cabeza.

Dougal Macdougal señaló la sección delantera.

—Aquí es donde hay que herirla, en el cefalotórax. La mayor parte del sistema nervioso está aquí, así que éste es el mejor lugar al que disparar. Es también el más peligroso, porque también se encuentran aquí las mandíbulas y las glándulas venenosas. No olviden que su simulacro estará completamente indefenso si hay una inyección de veneno, aunque sea pequeña. Así que vigilen esos dientes, y apártense de ellos —señaló la parte posterior—. Éste es el pedicelo, donde el cefalotórax se une al abdomen. Si pueden golpear aquí, háganlo. El cuerpo es muy estrecho en este punto, y puede que consigan partirlo en dos pedazos. Pero tendrán que ser muy precisos, y el exoesqueleto es duro como el acero. ¿Qué más? Bien, pueden ver cómo son las patas. Cuatro pares, cada una de ellas de siete segmentos. Un impacto donde la pata se une al cefalotórax puede que cause daño, pero por otra parte, olvídenlo. Los espiráculos respiratorios y las aberturas pulmonares están en el abdomen, en el segundo y tercer segmento. Dos pares de pulmones, pero pueden olvidarlos. Aunque los alcancen, la araña podrá seguir respirando a través de sus tubos traqueales. El corazón está en el abdomen, aquí. ¿Ven las cuatro glándulas sericígenas, en el cuarto y quinto segmento del abdomen? No les quiten ojo de encima. Nunca se librarán de la seda una vez que se vean atrapados en ella... y se seca instantáneamente, en cuanto entra en contacto con el aire. La araña puede rociarles con la tela, así que no estarán a salvo a menos que se mantengan lejos de ella.

Macdougal se volvió para mirar a la audiencia.

—Eso es todo lo que tengo que decir. ¿Alguna pregunta antes de que nos pongamos los cascos y bajemos a la trampa? Mejor que pregunten ahora, pues no tendremos tiempo para hacerlo cuando empiece.

—Yo tengo una —un hombre delgado sentado dos filas delante de Mondrian señaló la pantalla—. Esos ojos parecen vulnerables. ¿No deberíamos dispararles?

—Buena pregunta. —Macdougal señaló uno de los ojos con el puntero lumínico—. ¿Ven su localización? Están en el caparazón, que es un grueso escudo que protege la parte superior del cefalotórax. Y esto implica otro punto: el caparazón es duro. No intenten penetrarlo; reserven sus disparos para el vientre y las junturas.

Los ojos son un punto débil, pero no será fácil conseguir alcanzar más de uno cada vez. Todos tienen distintos campos de visión..., aparentemente las arañas no tienen visión binocular. Así que no los recomiendo como blanco. Este tipo de araña no confía mucho en los ojos..., se guía por el tacto. No piensen que no sabe dónde están simplemente porque los ojos no les miren. Las patas son terriblemente sensibles a la vibración. Si se ven en apuros pero no han sido atrapados, quédense completamente inmóviles. La araña suele ignorar todo aquello que no se mueve. ¿Algo más?

Una mujer sentada delante se levantó bruscamente.

—Sí. No cuente conmigo, Dougal. No voy a combatir contra esa cosa.

—El grupo de Adestis no le devolverá el dinero.

—Esa es la menor de mis preocupaciones —la mujer se volvió para mirar a los otros—. Están todos locos. Eso no es más que un maldito insecto. Cualquiera, en su sano juicio, se alegraría de aplastarlo con el pie.

Se marchó rápidamente. Dougal Macdougal la siguió con la mirada, sonriente.

—Ha perdido los nervios —dijo en cuanto la puerta se cerró—. ¿Alguno más? ¿Otras preguntas? Si no las hay, vamos.

La audiencia miró alrededor, intranquila. Hubo un lento sacudir de cabezas, pero un hombre se levantó y siguió a la mujer y se marchó también sin mirar a nadie. Por fin, a una señal de Macdougal, los que quedaban recogieron sus cascos monitores y se los colocaron.

Luther Brachis esperó que los efectos del intercambio se apaciguaran y la doble sensación se desvaneciera. Sabía, por los informes, lo que sucedía. Acoplamientos telemétricos en el casco trasladaban los impulsos sensoriales del pequeño simulacro directamente a las corrientes eléctricas del cerebro. Al mismo tiempo, sus señales cerebrales de intención —las que normalmente estimulaban la actividad en su sistema de control motriz— eran interceptadas y trasladadas al cuerpo del simulacro. Macdougal lo había explicado:

—Su cerebro no puede ver. Es ciego. Y tampoco puede oír, oler, saborear o tocar. Todo lo que llega a través de sus sentidos son corrientes de impulsos eléctricos, y el cerebro las interpreta como sensaciones. Ahora, esos impulsos llegarán desde sus simulacros.

La sensibilidad se concretó. Brachis gruñó, sorprendido. Había esperado que las réplicas fueran plausibles (los encargados de Adestis admitían que tenían imitadores, pero negaban tener competidores). Sin embargo, le sorprendió la calidad de los impulsos sensoriales. Era como si fueran reales. Había perdido todo sentido de su propio cuerpo. El simulacro era su cuerpo.

Miró hacia abajo y vio sus propias piernas, de pie en un terreno llano cuajado de guijarros. Pequeños animalitos como gusanos huían de él mientras se movía. A cincuenta pasos de distancia, una mosca gigante pasó volando, agitando sus alas iridiscentes. Brachis echó una mirada a su alrededor. Dos docenas de personas permanecían en un amplio círculo, todos levantando los brazos, moviendo los pies, o mirándose mutuamente mientras experimentaban la nueva sensación. La única excepción era Dougal Macdougal, reconocible por su facilidad de movimientos y maneras confiadas.

—En cuanto estén listos —dijo—, sientan el entorno, aprendan a identificar quiénes son. Sus trajes están codificados por colores, tal como se les dijo antes de empezar, así que deberían reconocerse. Entonces, practiquen con sus armas. Y luego en marcha. Miren aquello —señaló a la izquierda, a través de un aire que parecía polvoriento, denso y lleno de humo—. Es difícil de distinguir, pero aquello es la trampa. La araña estará en el fondo del agujero. Ya sabe que estamos aquí. Sentirá las vibraciones a través del suelo. Así que caminen rápido. Recuerden que sólo tienen medio centímetro de altura, y sólo pesan alrededor de media milésima de gramo. Con este tamaño, la gravedad no es demasiado importante. Podemos tolerar una caída de muchas veces nuestra altura, sin sufrir daños. Pero estamos atacando algo que tiene dos veces nuestra altura, con patas seis veces más largas que nosotros, y una masa superior a todo nuestro conjunto. No se confíen.

Hubo un jadeo por parte de un simulacro verde, situado junto a Brachis.

—¿Está bromeando?

Brachis sacudió la cabeza, experimentando. Parecía absolutamente natural, como si la cabeza fuera la suya propia.

—No. Sólo nos está dando lo que cree ser un buen consejo. Tal vez tiene razón; puede que alguien venga con la idea de que la araña es solamente un insecto más.

—Yo no, desde luego —el simulacro verde también intentó mover la cabeza—. Si eso es sólo un insecto, la Cripta de Hiperión sólo es un agujero en el suelo. Si no trabajara en su oficina y no me hubiera presionado para que hiciera esto...

La partida se organizaba lentamente. Cuatro ya habían formado parte de otras expediciones anteriormente, y asumieron el liderazgo con toda naturalidad. Todos pudieron disparar dos proyectiles de prueba contra un montículo situado a cincuenta pasos a su izquierda. Brachis advirtió inconscientemente que, incluso con su retroceso compensado, el arma que llevaba transmitió una buena sacudida a su brazo. Ésa era una buena señal. Se había estado preguntando si los organizadores de Adestis esperaban que acabaran con la araña lanzándole poco más que guijarros. Su arma se desviaba un poco hacia la izquierda. Apuntó con cuidado y acertó, con su segundo disparo, exactamente en el centro de una rosa musgosa.

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