—Bueno, pues yo sí —Brachis asió el borde de la mesa y se inclinó hacia adelante—. Y tú también. ¿Cómo sé que esto no es uno de tus juegos, que me tienes preparado para algo?
—Me doy cuenta de que voy a tener que demostrártelo. —Mondrian se encogió de hombros—. Y estoy deseando hacerlo —movió ligeramente la cabeza—. Pero lo discutiremos más tarde. Ahí vienen Tatiana y Godiva.
Las dos mujeres habían aparecido a una docena de mesas de distancia. Un camarero las precedía, llevando una bandeja cubierta. Se adelantó, la colocó entre Mondrian y Brachis y se enderezó.
—Con los cumplidos de la casa —dijo haciendo una reverencia—. Disfrútenlo. Volveré en seguida para anotar su pedido —se marchó rápidamente, inclinando la cabeza servicialmente al pasar junto a Tatty y Godiva.
—Qué raro —dijo Brachis—. He estado antes aquí una docena de veces y no recuerdo que sirvieran aperitivos gratis.
Extendió la mano para alzar la tapa. Al hacerlo, el ópalo de fuego del cuello de Mondrian cambió repentinamente de color y empezó a pulsar con una vivida luz verde. Un silbido agudo surgió de la gema.
—¡Suelta eso! —Mondrian se puso en pie de un salto, miró a ambos lados y le quitó la bandeja a Brachis y la arrojó al otro lado de la sala—. ¡Todos al suelo!
Agarró la mesa y la colocó delante para que sirviera de escudo. Brachis se lanzó hacia Tatty y Godiva, las aferró por el brazo y las derribó al suelo, cubriéndolas con su cuerpo.
Hubo una profunda explosión y un brillante relámpago de luz blanca. La mesa que Mondrian sostenía voló violentamente hacia atrás, arrojándole sobre Brachis. Una fuerte detonación repercutió al otro lado de la mesa. Después hubo un silencio total y repentino.
Tatty advirtió que se encontraba tumbada en el suelo y le zumbaban los oídos. Sentía un dolor agudo que picoteaba todo su brazo izquierdo. Brachis y Mondrian estaban los dos encima suyo impidiéndole cualquier movimiento. Mientras intentaba salir de debajo, oyó una maldición y un gruñido de dolor.
—Agghh. Esro, por el amor de Dios, quítame la cabeza de las tripas. ¿Esro? ¡Esro!
El peso sobre ella cambió. Tatty pudo moverse a un lado y finalmente se arrastró hasta encontrarse libre. Se incorporó, consciente del embotamiento que sentía en la cabeza. La mesa, patas arriba, mostraba la superficie llena de grietas. El plástico aparecía resquebrajado, estampado con trocitos de metralla. A su izquierda, la pared mostraba las mismas señales de impacto. Godiva permanecía en pie al otro lado de la mesa. Parecía conmocionada, pero ilesa.
—Ayúdame —dijo Tatty.
Le hizo un gesto a Godiva para que le ayudara a quitar la mesa de encima de los dos hombres. Mondrian estaba inconsciente. Tatty se arrodilló y le miró primero la cara y después le tomó el pulso. Éste era lento y estable. Se dio cuenta, de manera casi abstracta, que su propio brazo izquierdo estaba herido y sangraba, marcado por docenas de fragmentos de metal.
Luther Brachis se puso en pie y se llevó las manos a la cabeza y miró alrededor. Su hombro izquierdo estaba salpicado de esquirlas de metal. El personal del restaurante había llegado corriendo y ahora les miraba, impotente.
—Hace falta atención médica —rugió Brachis—. ¿Han mandado llamar a alguno?
Uno de los camareros asintió.
—Muy bien —Brachis se acercó a Mondrian—. Llévenlo fuera, vivirá, pero tenemos que llevarlo a un hospital... rápido. Después... —de repente tembló, y puso sus brazos alrededor de Godiva. Su voz se convirtió en un susurro—. Después atraparé al hijo de puta que ha hecho esto.
Volvió a sacudir la cabeza, se miró el hombro, se tambaleó y empezó a caer. Tatty y Godiva corrieron hacia él y le depositaron con suavidad en el suelo. Sus manos se mancharon con la sangre fresca.
Tatty se las limpió, sin darse cuenta, en su vestido blanco. Mientras lo hacía, pensó en Chan Dalton. ¿Dónde estaba, qué había estado haciendo? Aquella foto de Mondrian, allá en Horus... había sido la espuela que había acicateado a Chan hacia la inteligencia. ¿Era éste el resultado?
No. ¡Por favor, Dios, no!
Pero Tatty estaba segura de que tenía razón. Ella había causado esta carnicería. Se arrodilló, rodeó a Esro Mondrian entre sus brazos y escondió la cabeza contra su túnica.
Había habido un terrible periodo en que todo el mundo se había precipitado sobre él. Había creado náusea, dolor, y una desorientación total. En ese tiempo, Chan habría dicho que nada podría ser peor que aquellos últimos minutos en el Estimulador Tolkov, y fue en ese momento cuando su inocencia murió.
Pero hay grados de tortura, refinamiento de dolor más allá de lo sencillo o lo inmediato. Un animal más complejo admite agonías más sutiles.
Éstas fueron viniendo más tarde, y de modo más gradual.
Chan no podía describir fácilmente sus sufrimientos con palabras. Sentía como si el nivel de iluminación del mundo que le rodeaba hubiera ido incrementándose lentamente, hora tras hora y día tras día. Cuando la luz había sido muy débil, allá en los días felices en la Tierra, no había visto casi nada del mundo. El Estimulador Tolkov había producido el primer flujo de luz. Y después el nivel de iluminación se había ido elevando, poco a poco, y los detalles se habían añadido de forma gradual... hasta llegar al punto de la incomodidad, y superarlo.
Ocasionalmente, un simple suceso producía una descarga, un cambio apreciable en el resplandor que le rodeaba. La visión de Esro Mondrian, ese día por la mañana, había hecho eso, justamente. Le trajo un torrente de nuevas sensaciones. Conocía a Mondrian... pero ¿cómo, y de dónde?
Chan caviló sobre esta pregunta mucho tiempo. Los rasgos aristocráticos y cansinos de Mondrian le eran familiares, más que su propia cara. Pero no podía decir por qué. El recuerdo estaba en su cerebro, y no tenía acceso a él. Pensar en eso hacía que su mente se encontrara en un bucle sin salida.
Por fin, Chan había deambulado desconsoladamente por el apartamento de Tatty. No tenía ninguna razón particular para ir allí, ninguna meta precisa en mente. Pero tal vez ella pudiera ayudarle, o al menos reconfortarle.
La había encontrado fría, remota y antipática. Ella hacía su propio viaje mental, y no admitía compañía. Cuando se metió en su dormitorio, él se quedó en su apartamento. Debería haberse marchado, pero sabía que no tenía ningún lugar al que ir. Por fin ella salió, vestida para su cita. Y fue entonces, al mirar por encima del hombro su reflejo en el espejo, cuando Chan se quedó desorientado y abatido. Por primera vez en su vida experimentó una sensación completa de autoconsciencia. Esa figura alta y rubia que le miraba desde el espejo con aquellos brillantes ojos azules... era él, Chancellor Vercingetorix Dalton, la suma única de pensamientos, emociones y memorias, en su marco familiar. Ahí estaba. Allí estaba su propia identidad.
Chan sintió ganas de gritar. En lugar de hacerlo, se marchó del apartamento; rápidamente, para que así la oportunidad de explorar el flujo de los pensamientos no se perdiera o se deformara si hablaba con otras personas. En el corredor, vio que Esro Mondrian se aproximaba. Eso simplemente se sumó a su tormenta interna de sentimientos.
Chan no quería hablar. Se escondió hasta que Mondrian pasó. Vigiló desde las sombras siguiendo a la pareja. No tenía más objetivo que una urgencia inarticulada por mantener a Mondrian a la vista.
En el restaurante, el camarero se interpuso amablemente en su camino. ¿Tenía reserva? Si no, ¿cuántos iban a cenar? Chan sacudió la cabeza sin hablar y se retiró, confundido. Erró por el corredor. La cabeza le ardía. Cambió de rumbo al azar en cada intersección y se dirigió arriba, abajo, al este, al oeste, al norte, al sur, por los convulsos interiores de Ceres. Por fin descubrió que había llegado a las cámaras de superficie, y vio, a través de las grandes mamparas transparentes, el enjambre de naves, grúas, torres de control y antenas que cubrían la periferia del planetoide. La superficie era un hervidero de actividad las veinticuatro horas del día.
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