David Brin - El cartero

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El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue…
Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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«Ajá —pensó entonces—. El misterio de la camisa está resuelto.» Exactamente al lado de donde había dormido se hallaba la camisa azul de uniforme de mangas largas, con la insignia del Servicio Postal en las hombreras. Parecía casi nueva, a pesar de los años transcurridos. Una por comodidad y otra para el jefe.

Gordon sabía desde que era un muchacho que algunos carteros hacían eso. Recordaba un tipo que, en las bochornosas tardes de verano, repartía el correo con vistosas camisas hawaianas. Aquel cartero siempre agradecía que le ofrecieran un vaso de limonada fría. Gordon deseó poder recordar su nombre.

Temblando en la gélida mañana se puso la camisa del uniforme. Sólo le quedaba un poco ancha.

—Tal vez engorde lo suficiente para llenarla —murmuró, bromeando consigo mismo. A los treinta y cuatro años quizá pesaba menos que a los diecisiete.

La guantera contenía un quebradizo mapa de Oregón que le serviría para sustituir el que había perdido. Después, tras exhalar una exclamación, Gordon cogió un pequeño dado de plástico transparente. ¡Un fulgurómetro! Era mucho mejor que su contador Geiger; el diminuto cristal emitiría pequeños destellos cuando su interior cristalino fuera invadido por radiaciones gamma. ¡Ni siquiera necesitaba energía! Gordon lo situó ante uno de sus ojos y observó algunas chispas espaciadas, causadas por los rayos cósmicos. Además, el cubo no producía ruido.

«¿Qué hacía un cartero de antes de la guerra con un artilugio como ése?», se preguntó Gordon distraídamente mientras se guardaba su hallazgo en el bolsillo del pantalón.

La luz de la guantera estaba estropeada, por supuesto; las bengalas de emergencia se habían convertido en una reseca y agrietada pasta.

La cartera. En el suelo, bajo el asiento del conductor, había una bolsa de cuero grande para llevar cartas. Estaba cuarteada, pero las correas aguantaron cuando tiró de ellas y sus laterales no dejarían pasar el agua.

No es que fuera un buen sustituto de su perdida mochila Kelty, pero sería mejor que nada. Abrió el compartimiento principal y se desparramaron varios fajos de cartas viejas, que se diseminaron cuando se rompieron las podridas bandas de goma que las sujetaban. Gordon cogió algunas de las más cercanas.

«Del Alcalde de Bend, Oregón, al Decano de la Facultad de Medicina, Universidad de Oregón, Eugene.» Gordon declamó la dirección como si estuviese representando a Polonius. Miró algunas cartas más. Las direcciones le parecieron pomposas y arcaicas.

El doctor Franklin Davis, de la pequeña ciudad de Gilchrist enviaba, con la palabra URGENTE impresa claramente en el sobre, una carta muy voluminosa al director de la Pagaduría Regional de Suministros Médicos… sin duda rogando prioridad para sus peticiones.

La irónica sonrisa de Gordon se tornó ceñuda al seguir pasando una carta tras otra. Allí había algo que no encajaba.

Esperaba entretenerse con una variada correspondencia comercial y personal. Pero al parecer, la mochila no contenía ni una sola carta publicitaria. Y, aunque había muchas privadas, la mayoría de los sobres llevaban algún tipo de membrete oficial.

Bueno, no había tiempo para el voyurismo, de todos modos. Cogería una docena de cartas para entretenerse y usaría las zonas blancas para escribir su nuevo diario.

Trato de no pensar en el viejo volumen perdido —dieciséis años de pequeñas anotaciones— que ahora, sin duda alguna, estaría siendo examinado atentamente por aquel ladrón, ex corredor de bolsa. A menos que se equivocara al juzgar la personalidad de Roger Septien, estaba convencido de que lo leería y conservaría junto con los pequeños volúmenes de poesía que llevaba en su equipaje.

Algún día volvería y se lo llevaría de nuevo.

De todas formas, ¿qué hacía aquí un jeep del Servicio Postal de EE UU? ¿Y qué le había causado la muerte al cartero? Encontró parte de la respuesta cuando rodeó el vehículo: agujeros de bala en el cristal de la puerta trasera, agrupados hacia la mitad del lado derecho.

Gordon miró hacia la rama donde había colgado la ropa. Sí, la camisa y la chaqueta tenían dos agujeros en la parte superior del pecho.

El intento de secuestro o robo no podía haber sido anterior a la guerra. Los carteros casi nunca eran atacados, ni siquiera en las revueltas de la depresión a finales de los ochenta, que precedió a la «época dorada» de los noventa.

Además, un cartero perdido hubiera sido buscado hasta que lo encontraran.

Por tanto, el ataque se produjo después de la guerra de una Semana. Pero, ¿qué hacía un cartero conduciendo solo por la campiña después de que EE UU hubiera dejado de existir? ¿Durante cuánto tiempo lo había hecho?

El tipo debía de haber escapado de una emboscada y buscado carreteras secundarias y caminos para eludir a sus asaltantes. Tal vez no conocía la gravedad de sus heridas, o simplemente estaba aterrorizado.

Pero Gordon sospechaba que había otra razón por la que el cartero había optado por ir sorteando la maleza de moras para poder esconderse en las profundidades del bosque.

—Estaba protegiendo su misión —siseó Gordon—. Sopesó si era más probable quedarse inconsciente en medio de la carretera o llegar a obtener ayuda… y decidió salvar el correo antes que su propia vida.

O sea que era un honrado cartero de posguerra. Un héroe del vacilante ocaso de la civilización. Gordon evocó la antigua oda de los carteros… «Ni la ventisca, ni el granizo…», y se maravilló del hecho de que algunos hubiesen intentando con tanto valor mantener viva la llama.

Eso explicaba las cartas oficiales y la escasez de correo intrascendente. No se había dado cuenta de que algo parecido a la normalidad improbable hubiese durado tanto. Por supuesto, era improbable que un recluta de diecisiete años hubiera visto algo normal. El populacho gobernaba y el saqueo general de los centros en que había dinero mantuvo ocupados y divididos a los altos mandos hasta que el ejército desapareció en los tumultos que había ido a sofocar. Si quedaban hombres y mujeres en alguna parte que se comportaban como seres humanos durante aquellos meses de horror, él nunca lo presenció.

La valerosa historia del cartero sólo sirvió para deprimir a Gordon. Resultaba demasiado amargo detenerse a pensar en aquella historia de alcaldes, profesores universitarios y carteros que tan esperanzadamente lucharon contra el caos.

La portezuela de atrás se abrió a desgana, tras cierto forcejeo. Apartando sacas de correo encontró la gorra del cartero, con su deslustrada insignia, una fiambrera vacía y unas valiosas gafas de sol cubiertas de una gruesa capa de polvo sobre la caja de una rueda.

Una pala pequeña, para sacar al jeep de los surcos del camino, le ayudaría ahora a enterrar al conductor.

Por último, detrás del asiento del conductor, bajo varias sacas pesadas, Gordon encontró una guitarra destrozada. Una bala de gran calibre la había horadado. Junto a ella, una bolsa de plástico amarillo contenía una libra de hierbas secas que desprendían un fuerte olor almizclado. La memoria de Gordon no se había ofuscado lo bastante para no reconocer el aroma de la marihuana.

Había imaginado al cartero como un hombre de mediana edad, calvo, conservador. Ahora, Gordon recreó la imagen e hizo que el tipo se pareciera más a él mismo: musculoso, barbudo, con una perpetua expresión de asombro en el rostro.

Un neohippy quizá, un miembro de una generación que apenas había empezado a florecer antes de que la guerra la aniquilara junto a cualquier clase de optimismo. Un neohippy que murió para proteger el correo del sistema. Esa posibilidad no sorprendió a Gordon lo más mínimo. Había tenido amigos en el movimiento; gente sincera, aunque tal vez un poco rara.

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