David Brin - El cartero

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El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue…
Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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«El mundo gira y pronto la última de las antiguas generaciones se habrá ido. Diseminadas tribus gobernarán el continente. Quizás en un millar de años la aventura comience de nuevo. Mientras tanto…»

Ahorraron a Gordon el seguir escuchando los tristes e improbables planes de la señora Thompson. Del grupo salió una mujer negra flaca y menuda, con el pelo plateado y la piel como el cuero, que asió del brazo a Gordon con un amistoso y fuerte apretón.

—Ahora no, Adele —le dijo a la matriarca del clan—, el señor Krantz no ha probado bocado desde el mediodía. Creo que debemos alimentarlo si queremos que actúe mañana por la noche. ¿De acuerdo? —Le apretó aún más el brazo derecho y obviamente pensó que estaba desnutrido. Una impresión que él no trató de cambiar, pues percibía el aroma de comida que flotaba en el aire.

La señora Thompson dirigió a la otra mujer una mirada de paciente indulgencia.

—Por supuesto, Patricia —dijo—. Hablaré con usted sobre esto más tarde, señor Krantz. Después de que la señora Howlett lo haya engordado un poco. —Su sonrisa y sus chispeantes ojos tenían un toque de inteligente ironía, y Gordon reevaluó a Adele Thompson. Ciertamente no era tonta.

La señora Howlett le hizo pasar entre la gente. Gordon sonreía y hacía gestos de asentimiento mientras algunas manos se extendían para tocarle las mangas. Ojos muy abiertos seguían cada uno de sus movimientos.

«El hambre debe de convertirme en un mejor actor. Nunca he tenido unos espectadores que reaccionaran así. Desearía saber qué he hecho exactamente para conseguir que se sientan de esta forma.»

Uno de los que lo observaban desde detrás de la larga mesa era una mujer joven poco más alta que la señora Howlett, con unos profundos ojos almendrados y el cabello más negro que Gordon recordaba haber visto nunca. Por dos veces ella se volvió para dar una palmadita amable a la mano de un niño que intentaba servirse antes que el huésped de honor, y cada vez la mujer dirigía una rápida mirada a Gordon y sonreía.

Junto a ella, un fornido joven se mesaba la rojiza barba y miraba a Gordon de una forma extraña, como si sus ojos estuviesen llenos de desesperada resignación. Gordon sólo había tenido un momento para examinarlos cuando la señora Howlett lo situó frente a la bella morena.

—Abby —dijo—, pon un poco de cada cosa en un plato para el señor Krantz. Luego podrá decidir de qué quiere repetir. Yo he hecho la tarta de bayas, señor Krantz.

Aturdido, Gordon tomó nota de que tenía que comer dos porciones de tarta de bayas. Sin embargo, le era difícil concentrarse en la diplomacia. No había visto ni olido nada como aquello desde hacía años. Los aromas lo distrajeron de las desconcertantes miradas y de las manos que lo tocaban.

Había un gran pavo relleno. Un enorme y humeante cuenco de patatas hervidas, aderezadas con carne, cerveza, zanahorias y cebollas era el segundo plato. Al otro extremo de la mesa Gordon vio licor de manzana y una cubeta abierta de copos de manzana seca. «Tengo que birlar una provisión de eso antes de marcharme.»

Gordon dejó de hacer inventario y tendió ávidamente su plato. Abby mantuvo su mirada fija en él mientras lo cogía.

El alto y ceñudo pelirrojo murmuró de repente algo que no pudo entender y se adelantó para coger la mano derecha de Gordon entre las suyas. Gordon vaciló, pero el taciturno tipo no lo soltó hasta que respondió a su gesto y le estrechó las manos con firmeza.

El hombre murmuró algo inaudible, asintió y lo soltó. Se inclinó para dar un beso fugaz a la morena y luego se fue, con la mirada fija en el suelo.

Gordon parpadeó. «¿Me he perdido algo?» Era como si acabara de ocurrir algún incidente y le hubiera pasado totalmente inadvertido.

—Ése era Michael, el marido de Abby —dijo la señora Howlett—. Tiene que ir a relevar a Edward en el garlito. Pero quería quedarse para ver su actuación. De pequeño le encantaba ver los espectáculos de televisión…

El humo del plato le llegó a la cara e hizo que Gordon casi se marease de hambre. Abby se sonrojó y sonrió cuando él le dio las gracias. La señora Howlett lo empujó con suavidad para que se sentara sobre un montón de viejos neumáticos.

—Hablará con Abby más tarde —prosiguió la mujer negra—. Ahora coma. Disfrute.

Gordon no necesitaba que le animaran a hacerlo. Se atiborró mientras la gente seguía mirándolo con curiosidad y la señora Howlett continuaba hablando.

—Bueno, ¿eh? Usted siéntese, coma y no piense en nosotros. Y cuando esté satisfecho y dispuesto a charlar de nuevo, creo que a todos nos gustará oír, una vez más, cómo se hizo cartero.

Gordon alzó la mirada hacia los ansiosos rostros. Tomó un apresurado trago de cerveza para enfriar las patatas que estaban demasiado calientes.

—Sólo soy un viajero —dijo con la boca medio llena y levantando una pata de pavo—. No tiene gran interés la historia de cómo obtuve la mochila y la ropa.

¡Le tenía sin cuidado que lo mirasen, o lo tocasen o le hablasen, mientras lo dejaran comer!

La señora Howlett lo observó durante unos momentos. Después, incapaz de contenerse, empezó de nuevo.

—Cuando yo era niña solíamos darle al cartero leche y pasteles. Y mi padre siempre le dejaba un vasito de whisky en la valla la víspera de Año Nuevo. Papá solía recitarnos ese poema: «A través de la ventisca, el barro, la guerra, el ardiente calor, los bandidos y la noche más oscura…».

Gordon se atragantó con un bocado que se fue de repente por donde no debía. Tosió y levantó la mirada para ver si ella hablaba en serio. Un destello en su cerebro danzó sobre el recuerdo accidentalmente magnífico de la vieja mujer. Era brillante.

Sin embargo, la chispa se apagó rápidamente cuando mordió la deliciosa gallina asada. No tenía ganas de adivinar a dónde quería llegar la anciana.

—¡Nuestro cartero solía cantar para nosotros!

Incongruentemente, el que había hablado era un gigante de pelo negro y barba con hebras de plata. Sus ojos parecieron nublarse al recordar.

—Lo oíamos llegar, los sábados al volver a casa de la escuela, a más de una manzana de distancia. Era negro, mucho más que la señora Howlett, o que Jim Horton, el que está allí. ¡Tenía buena voz! Supongo que por eso consiguió el trabajo. Me traía todos aquellos pedidos contra reembolso que yo solía hacer. Llamaba a la campanilla de la puerta para entregármelos personalmente, con sus propias manos.

Su voz fue silenciada por un oculto pesar.

—Cuando yo era pequeña, nuestro cartero solamente silbaba —dijo una mujer de mediana edad con profundas arrugas en el rostro. Parecía un poco frustrada—. Pero era estupendo. Más tarde, cuando fui mayor, un día, al volver a casa del trabajo, descubrí que el cartero había salvado la vida de uno de mis vecinos. Oí cómo tomaba aire y le hacía la respiración boca a boca hasta que llegó la ambulancia.

Un suspiro colectivo escapó del círculo de oyentes, como si estuviesen escuchando las heroicas aventuras de un héroe antiguo. Los niños atendían en silencio, abriendo los ojos cada vez más a medida que los relatos se complicaban. Por último, la pequeña parte de él que seguía prestando atención imaginó que debían de ser inventados. Algunos eran demasiado extraordinarios para resultar creíbles.

La señora Howlett tocó a Gordon en la rodilla.

—Vuelva a contarnos cómo se hizo cartero.

Gordon se encogió de hombros con cierta desesperación.

—¡Sólo me encontré las cosas del cartero! —enfatizó con la boca llena. Los sabores lo habían dominado y casi sintió pánico por la forma en que todos se cernían sobre él. Si los aldeanos adultos querían llenar de romanticismo sus recuerdos de los hombres a quienes antes habían considerado, en el mejor de los casos, funcionarios poco importantes, no le importaba. Aparentemente asociaban su representación de aquella noche con los pequeños detalles de amabilidad que habían observado en los carteros de su barrio cuando eran niños. Eso tampoco le importaba. ¡Podían pensar cualquier maldita cosa que quisieran, siempre que no interrumpieran su comida!

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