David Brin - El cartero

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El cartero: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia de una gran mentira que llega a convertirse en una importante verdad. La historia de un hombre que llega a ser una leyenda. Todo empieza en una época futura, próxima a la que estamos viviendo, en los oscuros días siguientes a una limitada pero devastadora guerra en los que un puñado de hombres y mujeres sólo cuentan con enfermedad y hambre, miedo y brutalidad en su lucha para sobrevivir. Gordon Krantz es uno de esos hombres, un narrador itinerante, una especie de juglar, que vive de relatar las obras de los clásicos en los pueblos del noroeste. Una noche, Gordon se apropia de la chaqueta y la bolsa de un cartero, fallecido tiempo atrás, para protegerse del frío. Cuando, tras esto, llega a un pueblo, se da cuenta de que el viejo uniforme es como un símbolo de esperanza en la vuelta de una época que se fue…
Este libro es un fix-up compuesto por dos novelas cortas que se publicaron originalmente en 1982 y 1984 y que constituyen sus dos primeras partes. Las otras dos fueron expresamente escritas para formar la novela completa publicada por Bantam en 1985.

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Casi habían alcanzado la volcada canoa, cuando Johnny gritó:

—¡El correo!

Casi en los límites del remolino se veía un brillante paquete de hule que era impulsado hacia afuera, hacia el veloz centro de la corriente.

—¡No! —gritó Gordon—. ¡Déjalo!

Pero Johnny ya se había tirado de cabeza en las impetuosas aguas. Nadó con energía hacia el paquete que se alejaba, a pesar de los gritos de Gordon.

—¡Vuelve aquí. Johnny, estás loco. Es inútil!

«¡Johnny!»

Observó desesperado cómo el bulto y el muchacho que lo seguía eran arrastrados hasta doblar la siguiente curva del río. Exactamente de allí les llegaba el fuerte y despiadado rugir de los rápidos.

Maldiciendo, Gordon se dirigió hacia la helada corriente y nadó con todas sus fuerzas para alcanzarlo. Su pulso palpitaba e inhalaba agua helada en cada ejercicio de respiración. Estuvo a punto de seguir a Johnny alrededor de la curva, pero en el último instante se asió a una rama que sobresalía y le sostuvo… en el momento preciso.

A través de la cortina de espuma vio a su joven amigo caer detrás del paquete negro en una cascada aún peor, un horrible revoltijo de dientes de ébano y salpicaduras.

—No —murmuró Gordon roncamente. Observó cómo Johnny y el paquete pasaban rápidamente sobre un saliente y desaparecían en una depresión.

Siguió mirando, a través del pelo que se le pegaba a los ojos y las cegadoras y atormentadoras gotas, pero pasaron unos minutos sin que nada emergiera de aquel terrible torbellino.

Por último, Gordon resbaló de su asidero y tuvo que retroceder. Se izó anteponiendo una mano a la otra por la inestable rama hasta que llegó a la lenta y poco profunda agua de la orilla del río. Después, mecánicamente, hizo que sus pies lo llevasen corriente arriba y se dirigió con paso cansado ante las atónitas mujeres, a la destrozada canoa de cortezas de árbol.

Usó la rama en forma de gancho para arrastrarla hasta un saliente del muro del cañón, y allí golpeó el bote hasta hacerlo pedazos, hasta convertirlo en astillas irreconocibles.

Sollozando, siguió golpeando y acuchillando el agua hasta mucho después de que los trozos se hubiesen hundido o hubieran sido arrastrados lejos.

16

Pasaron el día entre zarzas y maleza bajo un derruido bunker de hormigón. Antes de la guerra Fatal debía de haber sido el preciado refugio de algún supervivencialista, pero ahora era una ruma. Estaba destrozado, lleno de agujeros de bala y saqueado.

En una ocasión, antes de la guerra, Gordon leyó que en el campo había zonas plagadas de escondrijos como éste, habitados por hombres cuyo pasatiempo consistía en pensar en la caída de la sociedad y fantasear sobre lo que harían después de que se produjese. Habían existido clases, talleres, revistas especializadas… toda una industria para abastecer «necesidades» que iban más allá de las del leñador o el campesino medio.

A algunos les gustaba simplemente soñar despiertos, o disfrutaban con una pasión relativamente inofensiva por los rifles. Pocos eran partidarios de Nathan Holn, y la mayoría probablemente se horrorizaron cuando sus fantasías al fin se convirtieron en realidad.

Al llegar ese momento, gran parte de aquellos solitarios «supervivencialistas» murieron en sus búnkers, muy solos.

La batalla y las lluvias del bosque habían erosionado los escasos restos dejados por las oleadas de saqueadores. La fría lluvia repiqueteaba en los bloques de hormigón mientras los tres fugitivos hacían turnos para montar guardia y dormir.

En una ocasión oyeron gritos y el resonar de cascos de caballo en el barro. Gordon se esforzó por aparentar confianza ante las mujeres. Había tenido cuidado en dejar el menor rastro posible, pero ellas ni siquiera tenían la experiencia de las exploradoras en el Ejército de Willamette. No estaba en absoluto seguro de poder despistar a los mejores rastreadores del bosque habidos desde Cochise.

Los jinetes se alejaron, y al cabo de un rato los fugitivos consiguieron relajarse un poco. Gordon dormitó.

Esta vez no soñó. Estaba demasiado exhausto para gastar energías en obsesiones.

Esa noche tuvieron que esperar a que saliese la luna para ponerse en camino. Había varios senderos, que se entrecruzaban con frecuencia, pero Gordon consiguió seguir la dirección correcta, sirviéndose del semipermanente hielo en el lado norte de los árboles como guía.

Tres horas después del crepúsculo llegaron a las ruinas de una pequeña aldea.

—Illahee. —Heather identificó el lugar.

—Está abandonada —observó él. Aquel pueblo fantasmal iluminado por la luna resultaba inquietante. Desde la antigua propiedad del Barón a la más inmunda choza parecía haber sido evacuado.

—Todos los soldados y sus siervos fueron enviados al norte —explicó Marcia—. En las últimas semanas se han desalojado muchas aldeas de ese modo.

Gordon asintió.

—Están luchando en tres frentes. Macklin no bromeaba cuando dijo que estaría en Corvallis para mayo. Tienen que tomar Willamette o morir.

La campiña parecía un paisaje lunar. Había arbolitos por todas partes, pero pocos árboles altos. Gordon pensó que aquél debía de ser uno de los lugares donde los holnistas había intentado la agricultura de rozas y quema. Pero aquella región no era tan fértil como el valle de Willamette. El experimento debía de haber sido un fracaso.

Heather y Marcia andaban cogidas de la mano, con el miedo pintado en la mirada. Gordon no pudo por menos de compararlas con Dena y sus valientes y orgullosas amazonas, o con Abby, feliz y optimista en Pine View. La verdadera edad oscura no sería una época dichosa para las mujeres, decidió. Dena tenía razón en eso.

—Vamos a echar un vistazo alrededor de la casa grande —dijo—. Quizá haya comida.

Eso consiguió interesarlas. Corrieron delante de él hacia la hacienda abandonada con su valla de madera y espinos circundando una sólida casa de antes de la guerra.

Cuando las alcanzó estaban acuclilladas sobre un par de oscuras formas que se hallaban junto a la puerta. Gordon vaciló al ver que estaban desollando a dos grandes pastores alemanes. Su dueño no habría podido llevarlos en un viaje por mar, pensó con cierta tristeza. Sin duda el Barón holnista de Illahee se dolió más por sus preciados animales que por los esclavos que morirían durante el masivo éxodo a la tierra prometida del norte.

La comida olía un poco a podrido. Gordon decidió que aguardaría un rato, con la esperanza de encontrar algo mejor. Las mujeres, sin embargo, no fueran tan melindrosas.

Hasta aquel momento habían tenido suerte. Al menos, la búsqueda parecía haberse dirigido hacia el oeste, lejos de la dirección que seguían los fugitivos. Tal vez los hombres del General Macklin habían encontrado ya el cuerpo de Johnny, confirmándoles engañosamente que habían seguido el camino hacia el mar.

Sólo el tiempo diría cuánto iba a durarles la suerte.

Cerca de la abandonada Illahee discurría hacia el norte un arroyo angosto y veloz. Gordon dedujo que sólo podía ser el afluente sur del Coquille. Por supuesto, por allí no había ninguna canoa. La corriente no parecía navegable, de todas formas. Tendrían que andar.

Una vieja carretera discurría junto a la orilla este, en la dirección en que deseaban ir. No había más remedio que seguirla, a pesar de los evidentes peligros. Las montañas se alzaban justo enfrente, recortándose sobre las nubes iluminadas por la luna y bloqueando cualquier otro sendero concebible.

Al menos la marcha sería más rápida que por los fangosos caminos. O al menos, eso esperaba Gordon. Instó a las estoicas mujeres a que mantuvieran un paso lento y regular. Ni una sola vez se quejaron o se pararon Marcia y Heather, ni hubo reproche en sus ojos. Gordon Kranz no pudo decidir si era coraje o resignación lo que les permitió seguir avanzando, kilómetro tras kilómetro.

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