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Robert Sawyer: Vuelta atrás

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Vuelta atrás» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2008, ISBN: 978-84-666-3781-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah… Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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El chofer robot llevó a Sarah y a Don al restaurante. Don se apeó primero del coche, lo rodeó cuidadosamente hasta la puerta de Sarah para ayudarla a bajar y la tomó del brazo mientras cruzaban la acera y entraban.

—Hola —dijo la joven blanca que esperaba ante un pequeño atril de la entrada—. Ustedes deben de ser el señor y la señora Halifax, ¿no? Bienvenidos a Pauli's.

Los ayudó a quitarse las parkas. La piel volvía a estar de moda (pieles cultivadas en laboratorio, sin tener que criar el animal entero), pero Sarah y Don pertenecían a una generación que veía con mala cara las pieles y ninguno de los dos era capaz de llevarlas. Sus abrigos forrados de nailon de Mark's Work Wearhouse, el de él azul marino y el de ella beige, desentonaban bastante en las perchas del guardarropa.

La mujer tomó a Don por el codo y Don hizo lo propio con Sarah, en una conga de perfil que avanzó lentamente hasta un reservado amplio situado junto a una chisporroteante chimenea.

Pauli's resultó ser un restaurante especializado en marisco y, aunque a Don le encantaba la poesía de John Masefield, odiaba el marisco. Bueno; seguramente en el menú habría pollo o filete.

La decoración era la habitual en este tipo de sitios: un acuario de langostas, redes de pesca colgando de las paredes, un casco de buzo de latón sobre un viejo barril de madera. Pero el efecto resultante era mucho más espectacular que en el Red Lobster: todo aquello parecían antigüedades caras, no baratijas compradas en un mercadillo casero.

Cuando consiguieron sentarse y la joven hubo tomado nota de las bebidas (dos descafeinados), Don se acomodó en la tapicería de suave cuero.

—Bien —dijo, mirando a su esposa, las arrugas de su rostro resaltadas por el baile de las llamas—, ¿qué te parece?

—Es una oferta increíble.

—Sí que lo es —respondió él, frunciendo el ceño—. Pero…

Se calló cuando apareció el camarero, un negro alto de unos cincuenta años vestido de esmoquin. Le entregó a Sarah un menú impreso en papel pergamino con tapas de cuero, y luego le dio otro a Don, que se lo quedó mirando. Aunque aquel restaurante tenía sin duda un montón de clientes mayores (habían visto a varios cuando iban hacia a la mesa), cualquiera que cenara allí probablemente podía permitirse unos ojos nuevos y…

—Eh —dijo, alzando la cabeza—. No vienen los precios.

—Naturalmente que no, señor —respondió el camarero. Tenía acento haitiano—. Son ustedes invitados del señor McGavin. Por favor, pidan lo que deseen.

—Concédanos un momento —dijo Don.

—Por supuesto, señor —contestó el camarero, y desapareció.

—Lo que McGavin nos está ofreciendo es… —empezó a decir Don, y guardó silencio—. Es… no lo sé. Una locura.

—Una locura —repitió Sarah, devolviéndole las palabras.

—Lo que quiero decir es que, cuando era joven, creía que iba a vivir para siempre, pero…

—Pero te has reconciliado con la idea de que…

—¿De que voy a morir pronto? —dijo él, alzando las cejas—. No le tengo miedo a la gran M. Y, sí, supongo que lo he aceptado, como todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando Ivan Krehmer estuvo en la ciudad el otoño pasado? Mi viejo amigo de juergas. Tomamos café y, bueno, ambos sabíamos que era la última vez que nos veríamos o hablaríamos. Charlamos de nuestra vida, de nuestra carrera, de nuestros hijos y nietos. Fue un… —Buscó una expresión y la encontró—. Un balance final.

Ella asintió.

—Muchas veces, en estos últimos años, he pensado: «Bueno, es la última vez que visitaré este lugar». —Miró a los otros comensales—. Ni siquiera es triste. En muchas ocasiones he pensado: «Gracias a Dios no tendré que volver a hacer esto». Renovarme el pasaporte o esas pruebas médicas a las que te sometes tú cada cinco años. Ese tipo de cosas.

Él estaba a punto de responder cuando regresó el camarero.

—¿Hemos decidido ya?

«Ni mucho menos», pensó Don.

—Necesitamos más tiempo —dijo Sarah. El camarero asintió respetuosamente y desapareció de nuevo.

«Más tiempo», pensó Don. De eso se trataba, de tener de pronto más tiempo.

—Exactamente de qué está hablando, ¿de rejuvenecerte treinta y ocho años para que todavía estés por aquí cuando se reciba la próxima respuesta?

—De rejuvenecernos a los dos —dijo Sarah con rotundidad, o al menos con lo que él sabía que consideraba firmeza; el temblor ya nunca abandonaba su voz—. Y en realidad no tenemos por qué conformarnos con eso, que nos llevaría a tener de nuevo cincuenta años o así. —Hizo una pausa para ordenar sus ideas—. Recuerdo haber leído algo sobre esto. Dicen que pueden devolverte a cualquier momento posterior al cese de tu crecimiento. No se puede volver a la pubertad y probablemente no se debería regresar a mucho antes de los veinticinco años, antes de que hayan salido las muelas del juicio y los huesos del cráneo se hayan soldado completamente.

—Veinticinco —se pronunció Don saboreándolo, imaginándolo—. Y ¿luego se vuelve a envejecer a ritmo normal?

Ella asintió.

—Con lo cual nos daría tiempo suficiente para recibir dos respuestas más de… —Bajó la voz, quizá sorprendida de adoptar el término de McGavin—: De mi amigo por correspondencia.

El estaba a punto de objetar que Sarah tendría más de ciento sesenta años cuando se hubieran recibido otras dos respuestas, pero, claro, ésa sólo sería su edad biológica: físicamente sólo tendría cien. Sacudió la cabeza, mareado, desorientado. ¡Sólo cien!

—Parece que sabes mucho sobre este tema —dijo.

Ella ladeó la cabeza.

—Leí unos cuantos artículos cuando se anunció el tratamiento. Por simple curiosidad.

Don entornó los ojos.

—¿Sólo por eso?

—Claro. Desde luego.

—Yo nunca he pensado en vivir más de cien años.

—Pues claro que no. ¿Por qué ibas a hacerlo? La idea de ser una anciana arrugada, sin fuerzas, enferma, años y años… ¿quién fantasearía con eso? Pero esto es distinto.

El la miró, estudiando su rostro de una manera que no había hecho desde hacía tiempo. Era el rostro de una anciana, igual que el suyo, lo sabía, era el de un anciano, con arrugas, grietas y pliegues.

Se le ocurrió, de pronto, que su primera cita, hacía tantísimos años, había terminado en un restaurante con chimenea, después de que él la llevara al estreno de Star Trek IV. Misión: salvar la Tierra. Recordó lo hermosos que le parecían sus suaves rasgos, cómo brillaba su pelo castaño a la luz danzante, cómo hubiese querido quedarse mirándola para siempre. También la edad había salido aquella vez a colación, cuando Sarah le preguntó cuántos años tenía. Él le dijo que veintiséis.

—¡Eh, yo también! —dijo, complacida—. ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El quince de octubre.

—El mío fue en mayo.

—Ah —había respondido él, malicioso—, una mujer mayor.

Eso había ocurrido hacía muchísimo tiempo. ¡Y volver a esa edad! Era una locura.

—Pero… ¿qué harías… qué haríamos con todo ese tiempo? —le preguntó.

—Viajar —respondió Sarah de inmediato—. Dedicarnos a la jardinería. Leer grandes libros. Seguir cursos.

Uf —dijo Don.

Sarah asintió, reconociendo al parecer que no había logrado entusiasmarlo. Pero entonces rebuscó en su bolso y sacó su datacom, pulsó un par de teclas y le entregó el fino aparato. En la pantalla había una imagen de Cassie con un vestido azul y el pelo rubio recogido en dos coletas.

—Ver crecer a nuestros nietos —dijo ella—. Poder jugar con nuestros bisnietos, cuando vengan.

El resopló. Asistir a la graduación universitaria de sus nietos, estar en su boda. Eso sí que era tentador. Y hacer todo eso con buena salud, pero…

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