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Orson Card: Nacidos en la Tierra

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Orson Card Nacidos en la Tierra

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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Oh, Guardián de la Tierra, clamó en su soledad. Te ruego que tengas piedad de mí. Me he envenenado con amargura, estoy atado por cadenas de muerte que yo mismo forjé y no puedo hallar la salida sin tu ayuda.

En cuanto formuló esta súplica, este reconocimiento de su desesperada impotencia, sintió que el observador regresaba. Era algo simple, fácil, un acto minúsculo, como si el Guardián hubiera estado a un paso de su corazón, dispuesto a tocarlo en cuanto él se lo pidiera. Y ante este contacto, el vasto y omnipresente recuerdo de sus crímenes se esfumó de pronto. Sabía que los había cometido, pero ya no estaban por doquier. Era como deshacerse de un peso agobiante; nunca se había sentido tan ligero, tan libre. Y aunque todavía no había recobrado el uso del cuerpo, su soledad había terminado. Tenía nombre, reconocimiento, formaba parte de algo mayor que él mismo, y en vez de sentir resentimiento y ansias de destruir todo lo que no podía controlar, se encontró lleno de alegría, pues ahora su existencia tenía sentido. Tenía futuro, porque formaba parte de un mundo que tenía futuro, y se contentaba con su pequeña parte en vez de empeñarse en determinar el futuro de todos. Casarse y dar felicidad a su esposa. Tener un hijo y darle el mismo amor que le habían dado sus padres. Tener un amigo y aliviar sus penas de cuando en cuando. Tener una aptitud o un secreto y enseñarlo a un estudiante cuya vida modificaría un poco con sus conocimientos. ¿Por qué había soñado con conducir ejércitos que no lograrían nada cuando podía realizar aquellos pequeños milagros y cambiar el mundo?

Cuando Akma lo comprendió, se sintió inundado por una clara comprensión de todos los vínculos de amor que lo rodeaban. Todos los que lo amaban y deseaban su felicidad; todos los que él había amado o ayudado. Ahora estaban tan presentes y claros en su mente como hacía un momento lo estaban sus crímenes. Padre. Madre. Luet. Edhadeya. Cada uno de ellos unido a él por mil recuerdos. Mon. Bego. Aronha. Ominer. Khimin. Si sus crímenes contra ellos habían atormentado su alma, ahora el amor de ellos y su amor por ellos lo colmaban de alegría. Didul, Pabul y sus hermanos, que antes se enfrentaban a él con dolor porque él les negaba el perdón, ahora moraban en su mente por el amor de sus padres y su hermana, por el reino, los Guardados y el mundo del Guardián, y sobre todo lo amaban, y ansiaban su felicidad, ansiaban hacer todo lo que estuviera en su poder para curarlo. ¿Cómo había podido rechazarlos tanto tiempo? Éstos no eran aquellos niños que lo habían odiado. Eran hijos del Guardián, sus hermanos.

Y otros, y otros. Muchos a quienes él había causado dolor ahora le causaban alegría por sólo desear esa alegría. Y detrás de ellos, dentro de ellos, brillando como luz en sus ojos, en sus cuerpos, estaba el Guardián, usando todos sus rostros, tocándolo con todas sus manos. Os conozco, les dijo a todos. Estuvisteis en mi corazón desde el primer momento de mi infancia. Vuestro amor me acompañó siempre.

Sintió en la boca el sabor de un fruto blanco y perfecto, y su cuerpo se llenó de aquel sabor, resplandeció con él. También él resplandecía como ellos. El amargo y exquisito dolor que había sentido hacía poco se trocó en una dulce y exquisita alegría.

En aquel momento, la abrumadora conciencia del amor de los demás se disipó. Fue reemplazada por la sensación casi olvidada de su propio cuerpo, rígido y dolorido. Pero la vibración de los sentidos recobrados era dulce y bienvenida. La luz le daba en los párpados. Algo se movió; una sombra pasó sobre él, y de nuevo luz. No estaba solo. Y estaba vivo.

Chebeya lanzó una exclamación de felicidad. Los demás, que estaban adormilados, y Akmaro, que estaba hablando con Didul y Luet, se acercaron de inmediato.

—Ha movido los ojos bajo los párpados —dijo ella. Ambos se arrodillaron, le tocaron la mano.

—Akma —dijo Akmaro—, Akma, regresa a nosotros, hijo mío.

Akma abrió los ojos. Parpadeó. Movió la cabeza, los miró.

—Padre —susurró—. Madre. Perdonadme.

—Ya estás perdonado —dijo Chebeya.

—Antes de pedirlo —dijo Akmaro.

—¡Tengo tanto que hacer!

Akma cerró los ojos y durmió; esta vez su sueño era natural, un sueño curativo. Sus padres se arrodillaron junto a él, le cogieron las manos, le acariciaron el rostro, lloraron de alegría. El Guardián había demostrado misericordia, y ahora les devolvía a su hijo.

13. PERDÓN

Shedemei estaba fuera de sí. El comerciante que le proveía de alimentos frescos del campo había subido los precios otra vez. Claro que ella podía costearlos, pues el Alma Suprema le informaba de dónde se hallaban los depósitos minerales del Gornaya. No le costaba demasiado esfuerzo volar hasta un pico alto, ponerse el equipo de respiración, derretir el hielo, horadar la roca, arrancar una buena cantidad de mineral de oro de la montaña, refinarlo en un lugar alejado de Darakemba y regresar con una fortuna suficiente para mantener la escuela un par de años.

Pero sus objetivos habían cambiado. La escuela ya no era sólo un pretexto para permitirle estar cerca del centro de la acción de Darakemba. La acción había terminado —o había entrado en una pausa— pero ella seguía allí y no sentía interés en reanudar su vida de encierro en una cámara de animación suspendida del Basílica para regresar de cuando en cuando a cuidar las plantas. La escuela era importante para ella, y quería darle solidez económica para que cualquiera pudiera continuar cuando ella se fuera. Pero cada vez que estaba a punto de que los ingresos superaran los gastos, alguien subía los precios o surgía una nueva necesidad, y de nuevo tenía que recurrir a sus reservas de oro.

Le costaba recordar a la mujer que había sido. En la ciudad de Basílica se había cerrado al resto del mundo, rechazando el contacto humano y reduciendo sus relaciones al mínimo que requería la práctica. En esa época pensaba que era por amor a la ciencia. De hecho, amaba su trabajo, así que no era del todo mentira. Pero en realidad cerraba con llave su puerta por miedo. No por miedo a un peligro físico, sino al desorden, a esas marañas que nunca se terminaban de desmadejar. El Alma Suprema —no, en última instancia era el Guardián de la Tierra— la había obligado a abandonar su laboratorio para internarse en el caos de la vida humana. Pero ella y Zdorab habían logrado crear una isla de orden mientras satisfacían las expectativas de los demás.

Ahora la rodeaba un caos perpetuo, niños que iban y venían, maestras cuyas vidas comenzaban en otra parte y ella nunca podía conocer del todo, preguntas sin respuesta, necesidades insatisfechas. Era lo que más había temido, y ahora que vivía en medio de ello no entendía por qué. Esto era la vida. De esto se rodeaba el Guardián. La perpetua falta de resolución. Un cuadro sin marco, una serie de acordes que nunca regresaban a la tónica más que un instante fugaz. Shedemei no se imaginaba otra manera de vivir.

Sin embargo ahora estaba fuera de sí, dispuesta a rugirle a cualquiera que se cruzara en su camino. Sabía que las alumnas corrían la voz cuando ella estaba de aquel humor. «Tormenta», decían, como si Shedemei fuera tan inevitable como el tiempo. Las maestras también corrían la voz, y esperaban para presentarle a Shedemei sus últimos problemas y requerimientos. Primero que despeje. Y a Shedemei le parecía bien. Que las maestras decidieran si los asuntos tenían suficiente importancia como para enfrentarse al león en su cubil.

Así que le sorprendió —y le irritó— que alguien llamara a la puerta de su pequeño despacho.

—Adelante —dijo.

La visitante tenía problemas con el pestillo. Una de las chiquillas, pues. Sin duda una maestra podría haber resuelto el problema sin enviarla al despacho de la directora.

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