Iain Banks - Pensad en Flebas

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La guerra se recrudece a lo largo de la galaxia. Las lunas, los planetas y las mismas estrellas se enfrentaron a una destrucción a sangre fría, brutal y, lo que es peor, aleatoria. Los Iridanos luchan por su fe; la Cultura, por su derecho moral a existir. No hay lugar para la rendición. En medio del conflicto cósmico, en las profundidades de un Planeta de los Muertos, yace una Mente fugitiva. Los rumores dicen que Horza el Cambiante, y su horda de mercenarios impredecibles, humanos y máquinas, se embarcaron en su propia cruzada por encontrarla… solo para hallar su propia destrucción.

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Avanzó por el pasadizo dirigiéndose hacia la parte trasera del tren. El trayecto le haría pasar por debajo del reactor.

* * *

El idirano estaba hablando. Aviger podía oír su voz, pero no le prestaba atención. También podía ver al monstruo por el rabillo del ojo, pero no le estaba mirando. Estaba contemplando distraídamente su arma, canturreando y pensando en lo que haría si lograra apoderarse de la Mente. Era muy difícil, claro, casi imposible, pero… Supongamos que todos los demás morían, dejándole en posesión de aquel artefacto. Sabía que los idiranos probablemente estarían dispuestos a pagar muy bien por ella. Y la Cultura también, desde luego; tenían dinero, aunque se suponía que no lo usaban dentro de su civilización.

No eran más que sueños, pero la situación actual se había vuelto tan confusa que cualquier desenlace resultaba imaginable. Nunca se sabe cómo va a caer la moneda. Compraría un poco de tierra, una isla en algún planeta agradable alejado de la guerra… Se sometería a algún proceso de rejuvenecimiento y criaría alguna especie de animales de carreras supercaros, y sus relaciones comerciales le permitirían conocer a la crema de la crema. No, pensándolo mejor contrataría a alguien para que se encargara de todo el trabajo duro. Cuando tenías dinero podías permitírtelo. De hecho, cuando tenías dinero podías permitirte cualquier cosa…

El idirano seguía hablando.

Su mano ya casi estaba libre. Era lo único que podía liberar por ahora, pero con un poco más de tiempo quizá lograra soltarse el brazo. Aflojar los cables estaba volviéndose más fácil a cada momento que pasaba. Los humanos llevaban bastante rato dentro del tren. ¿Cuánto tiempo más pensaban quedarse allí? La pequeña máquina no había tardado tanto. La había visto justo a tiempo cuando emergía de la boca del túnel. Sabía que su sentido de la vista era bastante mejor que el suyo, y durante un momento temió que le hubiera visto mover el brazo que estaba intentando liberar, el que se encontraba más alejado del viejo humano. Pero la máquina había desaparecido en el interior del tren y no había ocurrido nada. Xoxarle no apartaba los ojos del viejo. El humano parecía absorto en sus fantasías. Xoxarle siguió hablando, narrando victorias idiranas al aire que le rodeaba.

Su mano estaba casi totalmente libre.

Un poco de polvo se desprendió de una viga situada a un metro por encima de su cabeza, y medio cayó medio flotó lentamente por aquella atmósfera casi inmóvil, siguiendo una trayectoria a la que le faltaba muy poco para ser perfectamente recta. El polvo fue alejándose poco a poco de él. Xoxarle volvió a observar al viejo y tiró de los cables que rodeaban su mano.

¡Libérate, maldita seas!

* * *

Unaha-Closp tuvo que eliminar la esquina de un ángulo recto y convertirlo en una curva para poder meterse por el pequeño pasadizo que tenía intención de utilizar. Ni tan siquiera era un pasadizo propiamente dicho. Era un conducto de cables, pero llevaba al compartimento del reactor. Examinó los datos que le ofrecían sus sentidos. El nivel de radiación de aquí era idéntico al del otro tren.

Se metió por el conducto de cables, adentrándose en las entrañas de metal y plástico del vagón sumido en el silencio.

* * *

Puedo oír algo. Algo se me acerca por debajo…

* * *

Las luces eran una hilera ininterrumpida que pasaba junto al tren tan deprisa que la mayoría de ojos no habrían podido distinguir una de otra. Las luces que había delante aparecían detrás de las curvas o al final de los tramos rectos, aumentaban de tamaño, se unían a la hilera y dejaban atrás las ventanillas como estrellas fugaces moviéndose en la oscuridad.

El tren había necesitado bastante tiempo para alcanzar su velocidad máxima. Durante minutos interminables tuvo que luchar contra la inercia de los miles de toneladas de su masa. La inercia ya había sido vencida, y ahora el tren se impulsaba a sí mismo y a la columna de aire que llevaba delante tan deprisa como le era posible, precipitándose por el túnel con un rugido muy superior al que ningún tren había creado jamás en aquellos conductos. Sus vagones deformados ofrecían una resistencia al aire no prevista por sus diseñadores o arañaban los bordes de las puertas de seguridad, lo que reducía un poco la velocidad pero aumentaba considerablemente el ruido de su avance.

El aullido de los motores y las ruedas del tren, el de su maltrecho cuerpo metálico hendiendo la atmósfera y el del aire que se arremolinaba en los agujeros de los vagones semidestrozados creaban ecos en las paredes y el techo, las consolas, el suelo y la curvatura del cristal blindado.

El ojo de Quayanorl seguía cerrado. Las membranas internas de sus oídos vibraban con cada ruido del exterior, pero no transmitían ningún mensaje a su cerebro. Su cabeza subía y bajaba como si aún estuviera vivo siguiendo el ritmo de las oscilaciones que hacían temblar la consola. Su mano temblaba sobre el circuito que desactivaba el freno de emergencia como si el guerrero estuviera algo nervioso o tuviera miedo.

Atrapado entre el asiento y la consola, pegado al respaldo por su propia sangre, Quayanorl era como una extraña parte averiada más del tren.

La sangre se había coagulado. La hemorragia había cesado, tanto dentro de su cuerpo como fuera de él.

* * *

—¿Qué tal va eso, Unaha-Closp? —preguntó Yalson.

—Me encuentro debajo del reactor y estoy muy ocupado. Si encuentro algo ya os avisaré. Gracias.

Unaha-Closp apagó su comunicador y contempló las entrañas recubiertas de plástico negro que tenía delante. Los cables y alambres desaparecían en el interior de un conducto. Su número era bastante superior al del otro tren. No sabía si abrirse paso por allí o buscar otra ruta.

Decisiones, decisiones.

* * *

Su mano estaba totalmente libre. Se quedó quieto. El viejo seguía sentado sobre la plancha del equipo jugueteando con su arma.

Xoxarle se permitió un leve suspiro de alivio y flexionó los músculos de su mano empezando por los dedos. Unas motitas de polvo se movieron lentamente junto a su mejilla. Dejó de flexionar la mano.

Sus ojos siguieron el movimiento de aquellas motas de polvo.

Un aliento casi imperceptible, algo que no llegaba a brisa, acarició sus brazos y sus piernas haciéndole cosquillas. «Qué extraño», pensó.

* * *

—Lo único que digo es que eso de que vuelvas aquí solo no me parece buena idea. —Yalson miró a Horza y movió levemente los pies que había apoyado en la consola—. Podría ocurrirte cualquier cosa.

—Me llevaré un comunicador y estaré en contacto con vosotros —dijo Horza.

Estaba sentado con los brazos cruzados y la espalda apoyada en el borde de un panel de control; el mismo panel sobre el que Wubslin había dejado su casco. El ingeniero estaba familiarizándose con los controles del tren, que eran bastante sencillos.

—Horza, es una regla básica —dijo Yalson—. Nunca vayas solo. ¿Qué te enseñaron en esa maldita Academia tuya?

—Si se me permite hablar… —dijo Balveda, cruzando las manos ante ella y mirando al Cambiante—. Me gustaría decir que creo que Yalson tiene razón, nada más.

Horza contempló a la mujer de la Cultura con una mezcla de asombro y preocupación.

—No, no se te permite hablar —dijo—. Oye, Perosteck, ¿de qué lado crees estar?

—Oh, Horza… —Balveda sonrió y se cruzó de brazos—. Llevamos tanto tiempo juntos que empiezo a tener la sensación de que soy una más del equipo.

* * *

Una lucecita empezó a encenderse y apagarse rápidamente en la consola a medio metro de la cabeza del Capitán-Subordinado Quayanorl Gidborux Stoghrle III, que seguía meciéndose suavemente y estaba cada vez más fría. El parpadeo de la lucecita precedió en una fracción de segundo a una estridente mezcla de zumbido y aullido que hizo vibrar la atmósfera de la sala de control y creó ecos en todo el vagón delantero. Varios centros de control esparcidos por el tren lanzado a toda velocidad se encargaron de transmitirlo al resto de los vagones. El cuerpo del idirano se movió lentamente hacia un lado cuando el tren tomó una larga curva, pero siguió firmemente encajado entre el asiento y la consola. Si hubiera estado vivo Quayanorl apenas habría podido oír el ruido de esa alarma. Muy pocos humanos podrían haberlo captado.

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