Iain Banks - Pensad en Flebas

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La guerra se recrudece a lo largo de la galaxia. Las lunas, los planetas y las mismas estrellas se enfrentaron a una destrucción a sangre fría, brutal y, lo que es peor, aleatoria. Los Iridanos luchan por su fe; la Cultura, por su derecho moral a existir. No hay lugar para la rendición. En medio del conflicto cósmico, en las profundidades de un Planeta de los Muertos, yace una Mente fugitiva. Los rumores dicen que Horza el Cambiante, y su horda de mercenarios impredecibles, humanos y máquinas, se embarcaron en su propia cruzada por encontrarla… solo para hallar su propia destrucción.

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Una voz masculina.

—Bueno, mierda… Esperaba encontrar un trozo de alguna.

La voz femenina de nuevo. Risas.

—Es un buen traje. Hecho en Riarch, a juzgar por su aspecto… Creo que me lo quedaré.

Otra voz masculina, con el tono inconfundible de quien está al mando.

Imposible. Demasiado bajo.

—Se adaptan, idiota.

El Hombre de nuevo.

—…habrá fragmentos de naves idiranas y de la Cultura flotando por toda la zona y podríamos…, ese láser de proa…, sigue jodido.

Otra voz de mujer.

—Nuestro proyector no lo habrá dañado, ¿verdad?

Otra voz masculina; joven, aparentemente, hablando al mismo tiempo que la mujer.

—Estaba preparado para chupar, no para destrozar —dijo el capitán, o lo que fuese.

¿Quiénes eran estas personas?

—… mucho menos que ese abuelo de ahí —dijo uno de los hombres.

¡Estaban hablando de él! Intentó no dar ninguna señal de vida. Acababa de comprender que estaba fuera del traje, naturalmente, yaciendo a unos metros de distancia de unas personas que debían de encontrarse de pie alrededor del traje. Suponía que algunos estarían dándole la espalda. Yacía con un brazo debajo del cuerpo, de lado, desnudo y de cara a ellos. La cabeza seguía doliéndole, y podía sentir el gotear de la saliva que brotaba de su boca entreabierta.

—…un arma de alguna clase. Pero no la encuentro —dijo el Hombre, y el tono de su voz se alteró como si estuviera cambiando de posición mientras hablaba.

Daba la impresión de que habían perdido la pistola de plasma. Eran mercenarios. Tenían que serlo. Bucaneros…

—Kraiklyn, ¿puedo quedarme con tu traje viejo?

El hombre joven.

—Bueno, eso es todo —dijo el Hombre. A juzgar por su voz se había levantado del sitio donde estaba acuclillado o se acababa de dar la vuelta. Parecía haber ignorado al que había hablado antes—. Quizá no sea gran cosa, pero por lo menos tenemos el traje. Más vale que nos larguemos de aquí antes de que aparezcan los pesos pesados.

—Y ahora ¿qué?

Una mujer de nuevo. Tenía la voz bonita. Ojalá pudiera abrir los ojos…

—Ese templo debería de ser carne fácil incluso sin el láser de proa. Sólo está a diez días de aquí. Echaremos mano a unos cuantos tesoros de sus altares y luego compraremos algún armamento pesado en Vavatch. Podemos gastarnos todas nuestras ganancias ilegales allí. —El Hombre, Krakeline o como se llamara, hizo una pausa. Se rió—. Doro, no pongas esa cara de susto. Será muy sencillo. Cuando seamos ricos me agradecerás el que oyera hablar de ese sitio. Pero si los malditos sacerdotes ni tan siquiera llevan armas… Será sencillísimo.

—Sí, ya lo sabemos.

Una voz de mujer; la más agradable. Horza empezaba a ser consciente de la luz: una claridad rosada delante de sus ojos. Seguía doliéndole la cabeza, pero ya se encontraba algo mejor. Hizo un examen de su cuerpo, y su mente pidió una respuesta a los nervios de retroalimentación para calibrar su estado físico. Descubrió que se encontraba bastante por debajo de lo normal, y no llegaría al máximo hasta que los últimos efectos de su apariencia geriátrica se hubieran desvanecido, cosa que requeriría unos cuantos días…, suponiendo que viviera tanto tiempo. Tenía la sospecha de que aquellas personas le creían muerto.

—Zallin, tira esa basura —dijo el Hombre.

Horza abrió los ojos sobresaltado al oír el eco de unos pasos aproximándose. ¡El Hombre había estado hablando de él!

—¡Ahh! —gritó una voz cerca de él—. No está muerto. ¡Ha abierto los ojos!

Los pasos se detuvieron de repente. Horza logró sentarse y entrecerró los párpados para proteger sus ojos de toda aquella luz. Le costaba respirar, y el esfuerzo de incorporarse hizo que le diera vueltas la cabeza, pero ya podía ver con claridad.

Estaba en un hangar pequeño, pero brillantemente iluminado. Una vieja lanzadera ocupaba la mitad del espacio disponible. Su espalda casi rozaba un mamparo; el grupo de personas a las que había oído hablar estaba de pie junto a otro mamparo. A medio camino entre él y el grupo había un joven corpulento y desgarbado de cabellos plateados y brazos muy largos. Tal y como había supuesto, el traje estaba en el suelo rodeado por el grupo de humanos. Horza tragó saliva y parpadeó. El joven de los cabellos plateados le miró y se rascó nerviosamente una oreja. Vestía pantalones cortos y una camiseta bastante maltrecha. La voz de uno de los hombres más altos del grupo —el que Horza había decidido debía ser el capitán—, hizo que el joven diera un salto.

—Wubslin, ¿qué le pasa a ese proyector? —Se volvió hacia otro hombre—. ¿Es que tampoco funciona?

«¡No permitas que hablen de ti como si no estuvieras aquí!» Horza carraspeó para aclararse la garganta y habló en el tono de voz más potente y decidido de que fue capaz.

—Vuestro proyector funciona perfectamente.

—En tal caso deberías estar muerto —dijo el hombre alto, sonriendo y enarcando una ceja.

Todos estaban mirándole, la mayoría con expresiones de suspicacia. El joven seguía rascándose la oreja; daba la impresión de estar perplejo, incluso asustado, pero el resto parecía querer librarse de Horza lo más pronto posible. Todos eran humanos, o estaban muy cerca de serlo; tanto los varones como las hembras; la mayoría vestían trajes, partes de trajes o pantalones cortos y camiseta. El capitán se abrió paso por entre el grupo y fue hacia Horza. Era alto y musculoso. Tenía una frondosa cabellera oscura que llevaba peinada hacia atrás, lejos de la frente; la tez, cetrina, y había algo de fiera en la expresión de los ojos y la boca. La voz le sentaba a la perfección. Cuando estuvo más cerca, Horza vio que empuñaba una pistola láser. Vestía un traje negro, y sus pesadas botas crearon ecos sobre el metal desnudo de la cubierta. Avanzó hasta quedar a la altura del joven de los cabellos plateados, quien estaba jugueteando con su camiseta mientras se mordisqueaba el labio.

—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó el Hombre en voz baja y suave mirándole fijamente.

—Porque soy mucho más duro de lo que parezco —replicó Horza.

El Hombre asintió y sonrió.

—Debes serlo. —Se dio la vuelta para lanzarle una rápida mirada al traje—. ¿Qué estabas haciendo en pleno espacio metido dentro de ese trasto?

—Trabajo para los idiranos. No querían que la nave de la Cultura me capturase, y creyeron que podrían rescatarme más tarde, así que me echaron por una escotilla para que esperase a la flota. Por cierto, estarán aquí dentro de ocho o nueve horas, así que yo no me quedaría mucho tiempo.

—¿De veras? —preguntó el capitán volviendo a enarcar la ceja—. Pareces estar muy bien informado, viejo.

—No soy tan viejo. Esto es un disfraz para mi último trabajo…, una droga agática. Los efectos ya están empezando a desvanecerse. Un par de días y volveré a ser útil.

El Hombre meneó la cabeza con tristeza.

—No, no lo serás. —Se dio la vuelta y fue hacia los demás—. Échale fuera —le dijo al joven de la camiseta.

El joven dio un paso hacia adelante.

—¡Eh, maldita sea, espera un momento! —gritó Horza poniéndose en pie.

Retrocedió con las manos extendidas hasta pegar la espalda al mamparo, pero el joven ya venía en línea recta hacia él. Los otros le miraban o miraban a su capitán. Horza movió la pierna en un gesto demasiado rápido para el joven de los cabellos plateados. Su pie le acertó en la ingle. El joven jadeó y cayó sobre la cubierta, rodeándose el cuerpo con los brazos. El Hombre se había dado la vuelta. Bajó los ojos hacia el joven y miró a Horza.

—¿Sí? —preguntó.

Horza tenía la impresión de que estaba pasándoselo en grande.

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