Iain Banks - Pensad en Flebas

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La guerra se recrudece a lo largo de la galaxia. Las lunas, los planetas y las mismas estrellas se enfrentaron a una destrucción a sangre fría, brutal y, lo que es peor, aleatoria. Los Iridanos luchan por su fe; la Cultura, por su derecho moral a existir. No hay lugar para la rendición. En medio del conflicto cósmico, en las profundidades de un Planeta de los Muertos, yace una Mente fugitiva. Los rumores dicen que Horza el Cambiante, y su horda de mercenarios impredecibles, humanos y máquinas, se embarcaron en su propia cruzada por encontrarla… solo para hallar su propia destrucción.

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El golpe resultó todavía más doloroso y desmoralizador porque era totalmente inesperado. Horza cayó y rodó sobre sí mismo intentando librarse de Zallin, pero el joven se desplomó sobre él, aprisionándole contra la cubierta. Horza se retorció, pero no ocurrió nada. Estaba atrapado.

Zallin se irguió apoyándose en una palma y tensó la otra mano convirtiéndola en un puño mientras contemplaba con una sonrisa burlona el rostro del hombre que tenía debajo. Horza comprendió que no podía hacer nada. Vio como aquel puño inmenso subía lentamente y empezaba a bajar. Tenía el cuerpo pegado a la cubierta y los brazos atrapados, y supo que ése era el final. Había perdido. Se preparó para mover la cabeza lo más deprisa posible apartándola del puñetazo destructor de huesos que estaba claro llegaría en cualquier momento y volvió a hacer un intento de mover las piernas, pero sabía que era inútil. Quería cerrar los ojos, pero sabía que debía mantenerlos abiertos. «Puede que el Hombre se apiade de mí. Debe haberse dado cuenta de que he luchado bien. Quizá decida detenerle…»

El puño de Zallin se inmovilizó durante una fracción de segundo, como si fuera la hoja de una guillotina en el punto más alto de su trayectoria antes de ser liberada.

El golpe nunca llegó a caer. Zallin tensó el cuerpo y la mano con que sostenía el peso de su torso resbaló sobre la cubierta; los dedos se deslizaron sobre su propia sangre y dejaron de soportar su masa. Zallin lanzó un gruñido de sorpresa. Cayó hacia Horza y retorció el cuerpo. El Cambiante pudo sentir como el peso que le aprisionaba disminuía bruscamente, y logró apartarse de la trayectoria seguida por el joven mientras éste intentaba rodar sobre sí mismo. Horza rodó en dirección opuesta, y casi chocó con las piernas de los mercenarios que observaban la pelea. La cabeza de Zallin se estrelló contra la cubierta. El golpe no fue demasiado fuerte, pero antes de que el joven pudiera reaccionar, Horza ya estaba sobre su espalda rodeándole el cuello con las manos y tirando de su cabeza hacia atrás. Dejó resbalar sus piernas por los flancos de Zallin, montando a horcajadas sobre él, y lo inmovilizó.

Zallin se quedó muy quieto. Su garganta dejó escapar una especie de gorgoteo. Le sobraban fuerzas para librarse del Cambiante o rodar sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y aplastarle, pero antes de que pudiera hacer cualquiera de esas dos cosas un leve gesto de las manos de Horza le habría roto el cuello.

Zallin alzó los ojos hacia Kraiklyn, quien estaba prácticamente enfrente de él. Horza, cubierto de sudor y tragando aire con un jadeo espasmódico, también alzó la cabeza hacia los oscuros ojos del Hombre. Zallin intentó moverse. Horza tensó los antebrazos y el joven volvió a quedarse muy quieto.

Todos estaban mirándole… Todos los mercenarios, piratas, bucaneros o como quisieran llamarse. Permanecían inmóviles ante las dos paredes del hangar que habían ocupado durante la pelea y miraban a Horza. Pero el único que le miraba a los ojos era Kraiklyn.

—No tiene por qué ser a muerte —jadeó Horza. Bajó la vista durante una fracción de segundo hacia los cabellos plateados que tenía delante, algunos de ellos pegados al cuero cabelludo del chico por el sudor, y alzó nuevamente los ojos hacia Kraiklyn—. He ganado. Puedes desembarcar al chico en vuestra próxima parada. O dejarme allí. No quiero matarle.

Algo cálido y pegajoso estaba deslizándose sobre la cubierta junto a su pierna derecha. Horza comprendió que era la sangre que brotaba de la herida de Zallin. Kraiklyn estaba contemplándole con una expresión extrañamente distante. La pistola láser que había enfundado emergió de su pistolera, y su mano izquierda la alzó apuntando el cañón hacia el centro de la frente de Horza. El silencio del hangar le permitió oír con toda claridad el chasquido y el zumbido a un metro escaso de su cráneo: el Hombre había accionado el control de encendido de la pistola.

—Entonces morirás —dijo Kraiklyn con voz átona y tranquila—. En esta nave no hay sitio para alguien a quien no le gusta matar de vez en cuando.

Horza fue siguiendo con la vista el cañón de la pistola láser y siguió levantando la cabeza hasta que su mirada llegó a los ojos de Kraiklyn. El arma no se movió ni una fracción de milímetro. Zallin dejó escapar un gemido.

El crujido resonó en el hangar metálico como si fuera un disparo. Horza abrió los brazos sin apartar los ojos del rostro del jefe de los mercenarios. El fláccido cuerpo de Zallin cayó como un fardo sobre la cubierta, igual que si se desmoronara bajo su propio peso. Kraiklyn sonrió y enfundó el arma. El chasquido de la desconexión se convirtió en un leve zumbido que no tardó en morir.

—Bienvenido a la Turbulencia en cielo despejado.

Kraiklyn suspiró y pasó por encima del cadáver de Zallin. Fue hacia el punto central de un mamparo, abrió una puerta y cruzó el umbral.

Sus botas resonaron sobre un tramo de escalones. Casi todos los mercenarios le siguieron.

—Bien hecho.

Horza seguía arrodillado y se volvió al oír las palabras. Era la mujer de la voz hermosa, Yalson. Volvió a ofrecerle su mano, esta vez para ayudarle a levantarse. Horza la aceptó con gratitud y se puso en pie.

—No ha sido ningún placer —le dijo. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y la miró a los ojos—. Dijiste que te llamabas Yalson, ¿no?

La mujer asintió.

—Y tú eres Horza.

—Hola, Yalson.

—Hola, Horza.

Le obsequió con una leve sonrisa. Horza descubrió que le gustaba su sonrisa. Contempló el cadáver que yacía sobre la cubierta. La herida de la pierna ya no sangraba.

—¿Qué hacemos con ese pobre bastardo? —preguntó.

—Lo mejor será tirarle por la escotilla —dijo Yalson.

Miró a las únicas personas que quedaban en el hangar aparte de ellos, tres machos muy corpulentos cubiertos por una espesa capa de vello que vestían pantalones cortos. Los tres se habían quedado junto a la puerta por la que se habían marchado los demás y estaban contemplándole con expresiones de curiosidad. Los tres calzaban botas bastante gruesas, como si hubieran empezado a ponerse el traje espacial y les hubieran interrumpido en el mismo momento. Horza sintió deseos de reír, pero lo que hizo fue sonreír y saludarles con la mano.

—Hola.

—Ah, ésos son los Bratsilakin —dijo Yalson mientras los tres cuerpos peludos le devolvían el saludo de forma no muy sincronizada agitando tres manos de un gris oscuro—. Uno, Dos y Tres —siguió diciendo Yalson señalando con la cabeza a cada uno por turno—. Debemos ser la única Compañía Libre con un grupo clónico que sufre de psicosis paranoica.

Horza la miró para ver si hablaba en serio y los tres humanos peludos fueron hacia ellos.

—No creas ni una sola palabra de lo que dice —le aconsejó uno de ellos. Tenía una voz muy suave que Horza encontró más bien sorprendente—. Nunca le hemos gustado. Bueno, esperamos que estés de nuestro lado…

Seis ojos contemplaron a Horza con expresiones de preocupación. Horza hizo cuanto pudo por sonreír.

—Podéis contar con ello —dijo.

Los tres le devolvieron la sonrisa, se miraron e intercambiaron asentimientos de cabeza.

—Metamos a Zallin en un vactubo. Supongo que nos libraremos de él más tarde —dijo Yalson volviéndose hacia el trío velludo.

Fue hacia el cadáver y dos Bratsilakin la siguieron. Entre los tres llevaron el fláccido cuerpo de Zallin hasta una zona de la cubierta del hangar de la que quitaron algunas planchas metálicas revelando una escotilla curva. Después metieron el cuerpo en un espacio bastante angosto, cerraron la escotilla y volvieron a poner las planchas en su sitio. El tercer Bratsilakin cogió un paño de un panel mural y limpió la sangre que había caído sobre la cubierta. Después, el velludo grupo de clones fue hacia la puerta y se alejó por las escaleras. Yalson miró a Horza y movió la cabeza señalando a un lado.

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