Iain Banks - Pensad en Flebas

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La guerra se recrudece a lo largo de la galaxia. Las lunas, los planetas y las mismas estrellas se enfrentaron a una destrucción a sangre fría, brutal y, lo que es peor, aleatoria. Los Iridanos luchan por su fe; la Cultura, por su derecho moral a existir. No hay lugar para la rendición. En medio del conflicto cósmico, en las profundidades de un Planeta de los Muertos, yace una Mente fugitiva. Los rumores dicen que Horza el Cambiante, y su horda de mercenarios impredecibles, humanos y máquinas, se embarcaron en su propia cruzada por encontrarla… solo para hallar su propia destrucción.

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Aun así, lo cierto es que CE intentaba pensar en todo, y sus Mentes tenían la reputación de ser todavía más cínicas, amorales y escurridizas que las Mentes de Contacto. Eran máquinas sin ilusiones que se enorgullecían de pensar todo lo pensable llevándolo a sus máximos extremos y, como tales, habían emitido la predicción de que eso sería justamente lo que acabaría ocurriendo. CE se convertiría en un paria, un chivo expiatorio, y su reputación como tal sería una especie de glándula que serviría para absorber los venenos creados por la conciencia de la Cultura. Pero Horza suponía que saber todo eso no hacía que una persona como Balveda pudiera encontrarlo más fácil de soportar. La gente de la Cultura no podía aguantar el ser odiada, sobre todo por sus conciudadanos, y la tarea que había recaído sobre los hombros de aquella mujer ya era lo bastante difícil de por sí sin el peso añadido de saber que para la mayoría de personas de su propio bando su existencia era un anatema todavía mayor que para el enemigo.

—Bueno, Balveda, tanto da —dijo Horza estirándose. Flexionó sus rígidos hombros dentro del traje y se pasó los dedos por su rala cabellera amarillenta—. Supongo que el tiempo nos revelará quién tenía razón, ¿no te parece?

Balveda dejó escapar una risa carente de alegría.

—Nunca he oído palabras más ciertas…

Meneó la cabeza.

—De todas formas, gracias —dijo Horza.

—¿Por qué?

—Creo que acabas de reforzar mi fe en cuál será el desenlace de esta guerra.

—Oh, Horza… Vete.

Balveda suspiró y clavó los ojos en el suelo.

Horza quería tocarla, pasar la mano por sus cortos cabellos negros o pellizcar una de sus pálidas mejillas, pero supuso que eso sólo serviría para hacer que se sintiera más incómoda. Conocía demasiado bien la amargura de la derrota, y no quería agravar todavía más la experiencia de quien, en última instancia, era una adversaria justa y con sentido del honor. Fue hacia la puerta, habló con el centinela y éste le dejó salir de la celda.

* * *

—Ah, Bora Horza… —dijo Xoralundra cuando el humano cruzó el umbral de la celda. El Querl fue hacia él por el pasillo. El centinela que montaba guardia ante la celda irguió visiblemente el cuerpo y quitó unas motas de polvo imaginarias de su carabina láser—. ¿Cómo está nuestra invitada?

—No parece muy feliz. Intercambiamos unas cuantas justificaciones y creo que acabé ganando por puntos.

Horza sonrió. Xoralundra se detuvo ante él y miró hacia abajo.

—Hmmm… Bueno, a menos que prefieras gozar de tus victorias en el vacío, te sugiero que cuando vuelvas a salir de mi camarote mientras nos encontramos en situación de combate cojas tu…

Horza no oyó la siguiente palabra. La alarma de la nave acababa de ponerse en funcionamiento.

La señal de alarma idirana —tanto en un navío de combate como en cualquier otro sitio—, consiste en lo que parece una serie de explosiones muy secas. Es la versión amplificada del retumbar pectoral idirano, una señal evolucionada a lo largo del tiempo que los idiranos usaron durante varios centenares de miles de años para avisar a otros miembros de su rebaño o clan antes de convertirse en seres civilizados, y era producida mediante un pliegue del pecho, el único vestigio del tercer brazo idirano que no ha sido eliminado por la evolución.

Horza se llevó las manos a los oídos en un intento de amortiguar aquel sonido horrible. Podía sentir las ondas de choque en su pecho y por el cuello abierto de su traje. Algo le cogió y le aplastó contra el mamparo. Sólo entonces se dio cuenta de que había cerrado los ojos. Durante un segundo pensó que el rescate no había existido, que nunca se había apartado de la pared de la celda alcantarilla, que éste era el momento de su muerte y que todo lo demás había sido un sueño extraño e increíblemente vivido. Abrió los ojos y se encontró contemplando el hocico queratinoso del Querl Xoralundra, quien estaba sacudiéndole furiosamente. La alarma de la nave dejó de sonar, fue sustituida por un zumbido cuya intensidad era meramente dolorosa y el hocico se movió ante el rostro de Horza.

—¡EL CASCO! —gritó.

—¡Oh, mierda! —dijo Horza.

Xoralundra le dejó caer sobre la cubierta, giró rápidamente sobre sí mismo y alzó en vilo a un medjel que intentaba pasar corriendo junto a él.

—¡Tú! —gritó Xoralundra—. Soy el padre-espía Querl de la flota —le gritó a la cara mientras agarraba a la criatura de seis piernas por la pechera del traje y la hacía bailar en el aire—. Irás a mi camarote inmediatamente, cogerás el pequeño casco espacial que hay allí y lo llevarás a la escotilla de emergencia de babor lo más deprisa posible. Esta orden anula a todas las otras y no puede ser revocada por nadie. ¡Ve!

Arrojó al medjel en la dirección adecuada. La criatura cayó sobre sus cuatro patas y echó a correr.

Xoralundra hizo girar los goznes de su casco y accionó el visor. Parecía disponerse a decirle algo al Cambiante, pero el altavoz del casco emitió un crujido al que siguió una voz y la expresión del Querl cambió. La voz calló enseguida. Ahora sólo podía oírse el gemido del sistema de alarma del crucero.

—La nave de la Cultura se había ocultado en las capas superficiales del sol del sistema —dijo Xoralundra con amargura, más hablando consigo mismo que con Horza.

—¿En el sol? —Horza no podía creerlo. Se volvió hacia la puerta de la celda, como si todo aquello fuera culpa de Balveda—. Esos bastardos se vuelven más listos a cada momento que pasa.

—Sí —dijo secamente el Querl, y giró a toda velocidad sobre uno de sus pies—. Sígueme, humano.

Horza obedeció y echó a correr detrás del viejo idirano, pero tropezó con él cuando la inmensa silueta se detuvo de golpe. Horza observó aquel inmenso y oscuro rostro alienígena que se volvió para lanzar una mirada por encima de su cabeza al soldado idirano que seguía montando guardia sin mover un músculo ante la puerta de la celda. Una expresión que Horza no pudo interpretar pasó velozmente por el rostro de Xoralundra.

—Centinela —dijo el Querl en voz baja. El soldado de la carabina láser se volvió hacia él—. Mata a la mujer.

Xoralundra se alejó por el pasillo. Horza se quedó inmóvil durante un momento. Sus ojos fueron hacia la ya distante silueta del Querl y acabaron posándose en el centinela. Vio como comprobaba su carabina, daba la orden que abriría la puerta de la celda y entraba en ella. Después el hombre echó a correr por el pasillo en pos del viejo idirano.

* * *

—¡Querl! —jadeó el medjel mientras resbalaba por el suelo hasta detenerse delante de la escotilla sosteniendo el casco del traje junto a su pecho.

Xoralundra le quitó el casco de las manos y lo colocó sobre la cabeza de Horza.

—En la escotilla hay un equipo de distorsión —le dijo el idirano—. Aléjate todo lo que puedas. La flota estará aquí dentro de nueve horas estándar. No deberías tener que hacer nada: el traje pedirá ayuda emitiendo una señal codificada. Yo también…

El crucero tembló interrumpiendo a Xoralundra. Hubo una fuerte explosión y la onda expansiva derribó a Horza. El trípode formado por las piernas del idirano hizo que apenas se moviera. El medjel que había ido a buscar el casco salió disparado contra las piernas de Xoralundra y lanzó un chillido. El idirano dejó escapar una maldición y le dio una patada; el medjel huyó a toda velocidad. El crucero volvió a oscilar y las alarmas hicieron vibrar la atmósfera. Horza podía oler algo quemándose. Una confusión de ruidos que podían haber sido voces idiranas o explosiones ahogadas le llegaba desde algún punto situado sobre su cabeza.

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