Se hundió profundamente en un pastizal; su peso era enorme y yo era incapaz de saber lo que le habría podido transportar con tanta ligereza a través de los aires. Vi que era de una sola pieza, un casco pulido sin toldilla ni castillo de proa. No esperaba, realmente, ver remos, pero, con el corazón desbocado, me sorprendió que no tuviera tampoco velas. Vi unas torrecillas, en cambio, de las que emergía algo que parecía la boca de una bombarda.
Por la multitud se extendió un tembloroso silencio. Sir Roger dirigió su caballo hacia mí. Yo temblaba y sentía cómo me rechinaban los dientes.
—Hermano Parvus, vos sois un sabio clérigo —me dijo, muy tranquilo, aunque tenía blanca la nariz y el cabello empapado en sudor—. Según vos, ¿qué puede ser esto?
—A decir verdad, no lo sé, señor —respondí, haciendo una reverencia—. Los cuentos antiguos hablan de brujos y encantadores que, como Merlín, podían volar por el aire.
—¿Podría tratarse de una aparición divina?
—No puedo decirlo —miré tímidamente hacia el cielo—. No hay coro de ángeles.
Un apagado sonido metálico llegó a nosotros desde el navío, ahogado por el enorme gemido de miedo que provocó la apertura de una puerta circular. Pero nadie se movió una pulgada ni cedió terreno, pues todos eran ingleses… o tenían demasiado miedo como para huir.
Vi que la puerta era doble, con una recámara entre los dos paneles. Una rampa metálica se deslizó hacia el suelo como si fuera una lengua. Apenas tenía tres yardas de largo y se apoyó en el trigo. Alcé el crucifijo mientras salían de mis labios unas Aves temblorosas.
Salió uno de los miembros de la tripulación. ¡Dios Todopoderoso! ¿Cómo describir el horror de aquella primera aparición?
—¡Sí —aullé en mi interior—, es un demonio procedente de las más obscuras regiones del Infierno!
Medía casi cinco pies de alto; era grande y fuerte, vestido con una túnica que despedía reflejos plateados. Su piel sin pelo era de color azul obscuro y se le veía una cola corta y espesa. Las orejas eran largas y puntiagudas, muy visibles a ambos lados de su redonda cabeza; estrechos ojos de color ámbar brillaban en un rostro aplastado, pero la frente era alta.
Alguien empezó a aullar. John el Rojo blandió el arco.
—¡Calma! —rugió—. ¡Por los clavos de Cristo, mataré al primero que se mueva!
No me pareció un momento adecuado para proferir blasfemias. Alcé aún más la cruz y obligué a mis miembros vacilantes a que realizaran algunos pasos hacia adelante, mientras seguía balbuceando algunos exorcismos. Estaba seguro de que no serviría de nada, pues el fin del Mundo había llegado.
Si el demonio se hubiera quedado quieto, habríamos escapado a la carrera, en desbandada, sin duda alguna, huyendo. Pero blandió un tubo en la mano. Brotó una llama de un blanco cegador. La escuché crepitar en el aire inmóvil y un hombre a mi lado fue alcanzado por ella. Por encima de él estalló una llamarada y cayó muerto, con el pecho abrasado y abierto.
Otros tres demonios salieron del navío.
Los soldados estaban entrenados para reaccionar y no pensar en circunstancias como aquélla. El arco de John el Rojo restalló. El primer demonio que ocupaba la rampa se inclinó, con una flecha clavada en el pecho. Le vi escupir sangre y morir. Como si aquel primer golpe fuera una señal de aviso, el aire se convirtió en una masa grisácea producida por las silbantes flechas. Los otros tres demonios se derrumbaron, alcanzados por tantos dardos que parecían los blancos de un concurso de tiro.
—¡Se les puede matar! —bramó sir Roger—. ¡Adelante, por san Jorge y la Alegre Inglaterra! —espoleó al caballo y se lanzó hacia la rampa.
Se dice que del miedo nace un valor sobrenatural. Un enorme grito de alegría brotó de mil pechos y todo el ejército cargó tras él. He de confesar que también yo empecé a bramar y que corrí con ellos hacia el navío.
Conservo pocos recuerdos claros de aquel combate que destruyó y devastó todos los camarotes y pasillos. En algún momento, alguien me entregó un hacha. Sólo tengo confusas impresiones de golpes asestados a los abominables rostros azules que se alzaban ante mí para detenerme. Resbalé en la sangre, caí, me levanté y seguí golpeando. Sir Roger era totalmente incapaz de dirigir las operaciones. Sus hombres, sencillamente, carecían de control. Viendo que podían matar a los demonios, su único pensamiento fue matar y terminar con todo.
La tripulación del navío no constaba más que de unos cien demonios. Muy pocos de ellos iban armados. Descubrimos en las calas, a continuación, muchas máquinas extrañas, pero los invasores habían contado con sembrar el pánico con su mera presencia. Como no conocían a los ingleses, creyeron que todo les resultaría muy fácil. La artillería del navío estaba lista para ser utilizada, pero no tenía valor ni utilidad si nosotros ya estábamos en su interior.
En menos de una hora los exterminamos a todos.
Me abrí paso penosamente a través de la carnicería, llorando de alegría y dirigiéndome hacia la bendita luz del Sol. Sir Roger evaluaba nuestras pérdidas con sus capitanes. Sólo se habían producido quince bajas. De pie, junto al navío, temblando de agotamiento, vi emerger a John el Rojo con un demonio sobre los hombros.
Arrojó a la criatura a los pies de sir Roger.
—Le he derribado de un puñetazo —dijo, jadeante—. Me ha parecido que os gustaría tenerle vivo durante un tiempo para interrogarle. ¿O es demasiado arriesgado y preferís que le corte inmediatamente su inmunda cabeza?
Sir Roger reflexionó. Todo parecía muy tranquilo. Ninguno de nosotros había comprendido hasta el momento la enormidad del acontecimiento. Una feroz sonrisa entreabrió los labios del barón. Respondió con un inglés tan perfecto como el francés de la nobleza, que empleaba mucho más corrientemente.
—Si son demonios —dijo—, son de muy mal linaje, pues les hemos matado tan fácilmente como si fueran hombres. A decir verdad, aun más fácilmente. No sabían mucho más que mi hija pequeña acerca del combate cuerpo a cuerpo. Todavía menos, pues ella se dedica a pellizcar narices con bastante vigor. Creo que poniéndole unos grilletes a este demonio no hemos de temer nada, ¿no os parece así, padre Parvus?
—Sin duda, sire —aprobé—. Lo mejor sería poner a su lado alguna reliquia santa y una hostia.
—Bien; llevadle a la abadía y ved con el abad lo que podéis sacar de él. Os mandaré unos guardias. Venid a cenar esta noche.
—Sire —dije con tono reprobador—, deberíamos ofrecer una gran misa de acción de gracias antes de nada.
—Sí, sí… —respondió con impaciencia—. Decídselo al abad. Haced lo que mejor os parezca. Pero venid a cenar esta noche para contarme lo que hayáis descubierto.
Con aire pensativo, miró el enorme navío.
Acudí como me ordenase y con la aprobación de mi abad, que veía que en aquellas circunstancias el brazo secular y el espiritual debían ser uno. La ciudad estaba extrañamente en calma mientras atravesaba las calles en el crepúsculo. Los habitantes se encontraban en la iglesia o reunidos alrededor de las chimeneas. Desde el campamento de los soldados se oía otra misa de acción de gracias. El amenazante navío se alzaba como una montaña por encima de nuestras minúsculas moradas.
Creo que entonces me sentí reconfortado, incluso un poco ebrio de nuestro triunfo sobre los poderes de otro mundo. La inevitable conclusión, pensé con satisfacción, era que Dios estaba con nosotros.
Pasé ante el tribunal, con guardia triple, y me dirigí al salón del castillo. El castillo de Ansby era una antigua fortaleza normanda: de aspecto lúgubre y glacial como vivienda. El salón estaba sumido en la obscuridad e iluminado por velas y por un enorme fuego cuyas llamas saltaban y descubrían una masa en movimiento de armas y tapices. La nobleza y los miembros más importantes de la burguesía de la ciudad se encontraban sentados a la mesa, envueltos en un zumbido de conversaciones. Los sirvientes corrían de un lado para otro; los perros dormían en montones de paja y juncos. Era una escena familiar, reconfortante, por mucha tensión que ocultase. Sir Roger me hizo un gesto para que fuese a sentarme junto con él y su dama; era un honor insigne.
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