»En el peor de los casos, podríamos retirarnos. Tenemos bastantes naves aéreas y podremos escapar de ellos en las desiertas profundidades del espacio. Pero preferiría quedarme aquí, negociar hábilmente, combatir cuando fuese necesario y confiar en Dios. Si detuvo el sol para Josué, podrá aplastar sin muchos problemas a un millón de wersgorix, si tal es Su voluntad, pues Su gracia es eterna. Cuando hayamos obligado al enemigo a ceder, les obligaremos a encontrar por nosotros el camino de nuestra patria y llenaremos nuestras naves de oro. ¡Insisto, amigos míos, hay que resistir! ¡Por la gloria de Dios, por el honor de Inglaterra y por nuestra fortuna!
Levantó a todos los presentes en la oleada de su valor y entusiasmo, llevándolos a donde quería y, al fin, todos le aplaudieron. Se reunieron a su alrededor, apoyaron sus manos en las suyas, que sostenían aún la grande y brillante espada, y juraron seguir fieles hasta que pasase el peligro. Luego dedicaron una hora a trazar planes febrilmente… la mayor parte de los cuales no servirían de nada, pues Dios envía muy raramente aquello que se espera. Al fin, todos fueron a acostarse.
Vi a nuestro barón tomar a su esposa por el brazo y conducirla hasta su tienda. Ella le hablaba con voz sofocada y dura, sin querer atender a sus protestas, mirándole fijamente y colmándole de reproches en la noche enemiga. Las grandes lunas, declinando, les bañaron con su fría luz.
Los hombros de sir Roger se curvaron. Se dio media vuelta y se alejó lentamente de su dama; cubriéndose con una manta de montar, durmió al raso. Era raro que un valiente entre los hombres se viera sin fuerza ante una mujer. Mostraba cierta humillación, algo lastimoso, tendido en el suelo. Pensé que todo aquello no presagiaba nada bueno para nosotros.
Al comienzo estuvimos demasiado excitados como para prestar atención y dormimos durante mucho tiempo. Pero, cuando me desperté, todavía era de noche. Observé el movimiento de estrellas con relación a los árboles. ¡Ah, qué lento era! La noche era allí mucho más larga que en la Tierra.
Aquel hecho turbó mucho a nuestra gente. El que no huyéramos (imposible seguir ocultando que era la traición más que el deseo lo que nos había llevado hasta allí) intrigó a los nuestros. Pero, por lo menos, contaban con tener algunas semanas para ejecutar lo que el barón hubiera podido decidir.
La impresión fue mucho mayor cuando los navíos enemigos aparecieron antes del alba.
—Valor —le aconsejé a John el Rojo, que temblaba en la bruma gris, rodeado por sus arqueros—. No tienen poderes mágicos. Ya os lo advertí en el consejo de capitanes. Pueden hablarse a través de centenares de millas y recorrer tales distancias en pocos minutos de vuelo. Los fugitivos habrán prevenido a los otros reinos, eso es todo.
—Pues, bien —replicó John el Rojo bastante sabiamente—, si decís que eso no es magia, ¿qué es?
—Si es magia, no hay que tener miedo —respondí—, pues las artes infernales no pueden nada contra los buenos cristianos. Pero dejad que os repita que no es más que habilidad mecánica y conocimiento de las artes de la guerra.
—Eso sí puede con los buenos cristianos —murmuró un arquero; John le hizo callar de un pescozón, mientras yo maldecía a mi suelta lengua.
En la débil y engañosa luz pudimos ver numerosos navíos girando por encima de nuestras cabezas. Algunos eran tan grandes como nuestro inútil El Cruzado. Me temblaban las rodillas bajo la sotana. Todos nos encontrábamos, naturalmente, dentro del escudo de fuerza del fortín, que no había podido ser cerrado. Nuestros cañoneros ya habían descubierto que las bombardas de fuego que habíamos tomado la víspera podían manejarse tan fácilmente como las de los navíos del espacio. Estaban listos para disparar. Sin embargo, yo también sabía que no podíamos plantar defensa de un modo eficaz. Podían lanzar contra nosotros uno de aquellos poderosos proyectiles explosivos de los que había oído hablar; o los wersgorix podían atacarnos en tierra firme y reducirnos con su número.
Sin embargo, los navíos se contentaban con planear en completo silencio bajo las desconocidas estrellas. Cuando la primera luz del pálido amanecer iluminó sus cascos, dejé a los arqueros y me fui junto a la caballería, que se mantenía en la hierba cubierta de rocío. Sir Roger estaba ya montado, con los ojos alzados hacia el cielo. Iba armado de pies a cabeza, con el yelmo en el brazo y, al verle, nadie habría podido imaginar lo mal que había dormido.
—Buenos días, padre Parvus —me dijo—. Qué noche más larga.
Sir Owain, a caballo junto a él, se pasó la lengua por los labios. Se le veía pálido, con los grandes ojos de largas pestañas enmarcados por obscuras ojeras.
—Ninguna noche de solsticio de invierno en Inglaterra resultó nunca tan larga —dijo, persignándose.
—Los días serán también más largos —dijo sir Roger; parecía de buen humor, una vez veía que contaba con enemigos ordinarios y no con mujeres altaneras y rebeldes.
La voz de sir Owain se dejó oír, seca como una rama rota.
—¿Por qué no atacan? —aulló—. ¿Por qué no hacen otra cosa que esperar revoloteando sobre nuestras cabezas?
—Me parece que resulta evidente. No habría ni que mencionarlo. ¿No tienen buenas razones para temernos? —replicó sir Roger.
—¿Qué? —dije—. Naturalmente, sire, somos ingleses, pero… —miré a nuestras espaldas, hacia las miserables tiendecillas plantadas alrededor de la fortaleza, a los soldados ennegrecidos por el humo, vestidos con harapos, a las mujeres y a los viejos reunidos atemorizados, a los lloriqueantes niños; vi el ganado, los cerdos, las ovejas, las gallinas, atendidos por los siervos con un juramento en los labios; vi las perolas en las que hervía la papilla de centeno del desayuno—… Pero, señor —continué—, por el momento, más parecemos franceses.
El barón sonrió.
—¿Qué saben ellos de franceses e ingleses? Además, mi madre estuvo en Bannockburn, donde un puñado de miserables escoceses armados con picas derrotó a la caballería de Eduardo II. Todo lo que los wersgorix saben de nosotros es que hemos llegado de ninguna parte y —si las bravatas de Branithar son ciertas— que hemos conseguido lo que nadie había logrado antes: conquistar una de sus fortalezas. ¿No avanzarías con prudencia si fueras su condestable?
Groseras risotadas se alzaron de entre los caballeros y no tardaron en alcanzar a los infantes, hasta que todo el campamento acabó por reír. Vi temblar a los prisioneros enemigos, acercándose los unos a los otros, cuando aquellos crueles sonidos llegaron hasta ellos.
Cuando el sol se alzó en el cielo, algunos navíos de Wersgor aterrizaron muy lentamente, con muchas precauciones, a una milla de nosotros. No les disparamos. Se animaron e hicieron salir a sus tropas, que empezaron a montar su campamento sobre el terreno.
—¿Vais a dejarles construir un castillo ante nuestros ojos? —gritó Thomas Bullard.
—Hay menos oportunidades de que nos ataquen si se creen seguros —respondió el barón—. Quiero que comprendan claramente que deseamos parlamentar —su sonrisa se hizo algo amarga—. Recordad, amigos míos, que nuestra mejor arma es nuestra lengua.
Los wersgorix no tardaron en hacer aterrizar numerosos navíos en formación circular, como los grandes menhires que habían erigido los gigantes en Inglaterra antes del Diluvio. Formaron un campo amurallado con la extraña vibración casi invisible de la pantalla de fuerza. Vigilado por bombardas móviles, estaba cubierto por navíos de guerra que no dejaban de sobrevolarlo. Cuando terminaron, enviaron un heraldo.
La forma delgada avanzó con bastante audacia a través de los pastos, aunque sabía perfectamente que podíamos abatirle. Sus ropas metálicas brillaban bajo el sol de la mañana, pero vimos que nos presentaba las manos vacías. Sir Roger acudió ante él en persona; le acompañé sobre un palafrén, murmurando Padre Nuestros.
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