Los arqueros y el resto de los soldados salieron en tromba del navío, aullando. Su propio terror les convertía en seres salvajes. Rodearon a los wersgorix antes de que nuestro enemigo pudiera lanzar sus rayos en masa. No tardó en entablarse el combate cuerpo a cuerpo, una lucha sin jefe ni dirección, en la que el hacha, la daga, la porra, eran más útiles que los rayos de fuego y los fusiles de bala.
Cuando hubo despejado cierto espacio a su alrededor, sir Roger hizo que el negro semental que montaba se alzase sobre las patas traseras. Levantó la chirriante visera del yelmo y se llevó el cuerno a los labios. El aullido se alzó por encima de la barahúnda, llamando a las fuerzas montadas. Más disciplinadas que las de los hombres a pie, abandonaron inmediatamente el combate cuerpo a cuerpo y acudieron a reunirse con el barón. A sus espaldas se formó un cuadro de inmensos caballos, de hombres parecidos a torres de acerco, con escudos blasonados, plumas agitadas por el viento y lanzas en ristre.
Con una mano cubierta por un guantelete, señaló los edificios que se alzaban al norte del bosque, en los que las bombardas orientadas hacia el cielo habían abandonado su inútil ataque.
—¡Tenemos que conquistarlos antes de que se reagrupen! —gritó—. ¡Seguidme, hombres de Inglaterra, por Dios y por san Jorge!
Tomó de su escudero una nueva lanza, espoleó al caballo y se puso al galope. Tras él, se alzó una tormenta de cascos martilleando en el suelo.
Los defensores wersgorix del fuertecillo se lanzaron hacia adelante para detener el asalto. Llevaban cañones y fusiles de todas clases, y pequeños proyectiles explosivos que lanzaban con la mano. Alcanzaron a dos jinetes. Pero la distancia era demasiado corta entre las dos masas de combatientes y no tenían tiempo para calcular tiros de más alcance. De todos modos, iban desmontados. No hay nada más terrible que una carga de caballería pesada.
Lo que más lastraba a los wersgorix era que habían ido demasiado lejos. Estaban desentrenados para combatir en el suelo y llevaban equipo inadecuado. Poseían, es cierto, rayos de fuego, así como pantallas de fuerza capaces de detener las del enemigo. Pero nunca habían pensado en montar defensas terrestres.
Fuera como fuese, la terrible carga de los caballeros alcanzó sus líneas fatalmente y fueron arrastrados, pisoteados en el lodo; los caballeros siguieron cargando sin aminorar la marcha.
Uno de los edificios que se alzaban ante sir Roger estaba totalmente abierto. Un pequeño navío del espacio —tan grande, sin embargo, como el más grande de nuestra tierra— salió de él. Se mantenía erguido sobre la popa, con los motores rugiendo, dispuesto a alzarse por los aires para desde allí bañarnos en llamas. Sir Roger dirigió hacia él a su caballería. Los lanceros atacaron en masa. Las lanzas se rompieron, los caballeros fueron desarzonados. Pero, no obstante, piénsenlo durante un momento: un jinete a la carga transporta con él el peso de su armadura y bajo él mil quinientas libras de caballo. Todo ello se mueve a varias millas por hora. El impacto es terrible.
El navío fue derribado. Cayó de lado, inutilizable.
Sir Roger y sus jinetes no tardaron en invadir el fortín. Pisotearon, desgarraron con las espadas, golpearon con las hachas, machacaron con los cascos de los caballos. Los wersgorix morían como moscas. Digamos antes que las moscas eran pequeños navíos patrulleros que zumbaban por encima de nuestras cabezas y que no podían disparar a la multitud sin matar a los suyos. Sir Roger siguió encargándose de la matanza y, cuando los wersgorix se dieron cuenta de la situación, ya era demasiado tarde.
En el lugar en que yacía El Cruzado, el combate no fue más que una matanza: se abatió a los rostros azules, se hicieron algunos prisioneros y se persiguió a los demás hasta el cercano bosque. Todo era confusión y John Hameward el Rojo sintió que malgastaba la habilidad de sus ballesteros. Les formó en destacamento y avanzó rápidamente por terreno descubierto para acudir en ayuda de sir Roger.
Los navíos descendieron un poco más, girando como pájaros hambrientos: aquella presa sí podían devorarla. Sus delgados rayos no tenían mucho alcance. Con la primera descarga, murieron dos arqueros. John el Rojo aulló una orden.
El cielo se volvió negro a causa de las flechas. Una buena flecha lanzada por un arco de seis pies puede atravesar a un hombre con armadura y al caballo que le transporta. Los navíos se lanzaban a la perdición atravesando aquella tormenta de grises plumas de oca. Ninguno escapó. Atravesados, con los pilotos transformados en acericos, se estrellaron contra el suelo. Los arqueros rugieron de alegría y se abalanzaron hacia la turbamulta que rodeaba a sir Roger.
El navío del espacio derribado por las lanzas aún contaba con su tripulación, la cual pareció recuperar el sentido. Los cañones de las tórrelas lanzaron llamas súbitamente; sólo eran armas de mano, pero la tempestad se estrelló contra las murallas. Un caballero y su montura, rodeados por las llamas, desaparecieron en un instante. Los rayos vengadores barrían la tierra.
John el Rojo empuñó una enorme viga de acero, caída de la cúpula abatida por las bombardas. Cincuenta hombres corrieron en su ayuda. Se precipitaron hacia el panel de entrada de la nave. ¡Una vez, dos veces… y cedió! La puerta se rajó y los hombres libres de Inglaterra se lanzaron al interior de la nave.
La batalla de Ganturath duró algunas horas, pero la mayor parte de aquel tiempo fue dedicado a descubrir los restos ocultos de la guarnición. Cuando el extraño sol se hundió lentamente por el oeste, rojizo, quizá habían muerto veinte ingleses. No había ninguno gravemente herido, pues los fusiles de llamas mataban limpiamente cuando alcanzaban su blanco. Los wersgorix quizá habían perdido trescientos hombres y habíamos capturado a otros tantos; a estos últimos solía faltarles un miembro, o una oreja. Creo que no serían más de un centenar los que consiguieron escapar a pie. Irían a dar las noticias a los parajes más próximos… que, a Dios gracias, estaban bastante lejos. La rapidez de nuestro primer ataque había dejado fuera de servicio, a todas luces, los altavoces de distancia de Ganturath antes de que pudieran dar la alarma.
Pero el desastre que nos esperaba no se descubrió hasta más tarde. No nos preocupó la pérdida del navío en que llegamos, pues teníamos a nuestra disposición otros muchos que, en conjunto, nos albergarían a todos. Sus tripulantes sólo podían emplearlos con una condición. No obstante, con aquel terrible aterrizaje, la torreta de navegación de El Cruzado estalló y con ello perdimos todas las notas de navegación wersgorix.
Pero, de momento, todo era disfrutar el triunfo. Cubierto de sangre, sin aliento, con la armadura abollada, sir Roger de Tourneville volvió a lomos de su agotado caballo hasta la fortaleza principal. A sus espaldas avanzaban los lanceros, los arqueros, los hombres libres, vestidos con harapos, doloridos, con los hombros cargados, agotados. Pero entonaban un Te Deum que se alzaba hacia las desconocidas constelaciones que brillaban en el cielo obscuro, mientras sus banderas ondeaban al viento gallardamente.
¡Oh, qué maravilloso era ser inglés!
Restablecimos nuestro campamento cerca del fuerte secundario, casi intacto. Nuestra gente se dirigió a por leña al bosque y las hogueras se encendieron en cuanto aparecieron las dos lunas. Los hombres se sentaron en grupo esperando a que terminara de hacerse el estofado y la familiar luz de las brasas, agitada por la brisa, mostró sus rostros en la obscuridad. Los caballos ramoneaban entre la maleza sin que diera la impresión de que les gustase mucho. Los wersgorix cautivos se apretujaban entre sí, bajo la guardia de hombres armados con porras. Estaban desconcertados. Lo que les había pasado les parecía imposible. Me sentí desolado por ello, por impío y cruel que fuese su dominio.
Читать дальше