Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Un fragmento de metal procedente de la explosión de un mortero alcanzó la bomba de mostaza de Jack Turner cuando se disponía a lanzarla. Sus amigos y su cuñada corrieron hacia él, pero Jack Turner perdió el equilibrio, cayó dentro de la nube amarillenta y se ahogó.

Pudgy Galadriel, del Shire, hizo girar su honda, dio un paso adelante y lanzó una botella de gas nervioso colina abajo. El movimiento complementario después del lanzamiento fue demasiado largo, y Galadriel quedó de pie como la Victoria Alada, sin cabeza. Maureen vio manchas negras ante sus ojos. Se apoyó en una roca y logró mantenerse firme.

Una cosa era permanecer en lo alto de un risco y jugar a su placer con la idea de arrojarse al vacío (¿Pero habría tenido el valor de hacerlo o no era más que una comedia? Ahora nunca lo sabría). Otra cosa muy distinta era contemplar a la pobre y afable Galadriel desplomarse arrojando sangre por el cuello cercenado, y luego, sin pararse a mirar si alguien la observaba, recoger su honda y la botella de gas nervioso y hacer girar aquella cosa mortífera por encima de su cabeza, recordando en el último segundo que debía volar en dirección tangente y no en la dirección que señalaba la honda cuando la soltara, arrojándola contra la horda de caníbales que seguía avanzando hacia ellos. De repente, Maureen Jellison encontró muchas razones por las que vivir. Los cielos grises, los vientos fríos, las ráfagas de nieve, la perspectiva de un invierno de hambre... Todo aquello se había desvanecido. Maureen se percató de algo muy simple: si uno puede sentir terror, es que quiere vivir. Era extraño que nunca lo hubiera comprendido antes.

Se vistió rápidamente y salió al exterior. El brillante sol había desaparecido. Maureen no podía ver el astro, pero el cielo brillaba, y las nubes parecían mucho más delgadas que de costumbre. ¿Habría sido al final un sueño la luz del sol? No importaba. El aire era cálido y no llovía. El arroyuelo que pasaba cerca de la casa estaba muy crecido, y el agua gorgoteaba alegremente. Era agua fría, apropiada para las truchas. Los pájaros se lanzaban contra el arroyo, piando intensamente. Maureen bajó por el camino que llevaba hasta la carretera.

No había tráfico. Antes lo había habido, cuando se llevaron a los heridos de la fortaleza al antiguo centro de convalecencia que servía como hospital del valle, y más tarde el tráfico se reanudaría, cuando los heridos menos graves fueran transportados en carros tirados por caballos, pero de momento la carretera estaba libre. Maureen caminó por ella a buen paso, atenta a cada imagen y sonido: los golpes de un hacha en la colina, la ráfaga rojiza producida por un mirlo alirrojo que se ocultó entre unos arbustos, los gritos de los niños que cuidaban de los cerdos de la fortaleza que pastaban en los bosques.

Los niños se habían adaptado rápidamente a la nueva situación. Un adulto de edad avanzada hacía de maestro. Los niños eran una docena o más, y cuidaban de la piara de cerdos con dos perros pastores: escuela y trabajo a la vez. Un tipo de escuela distinto, con lecciones diferentes. Lectura y aritmética, desde luego, pero también otros conocimientos: conducir a los cerdos hasta las deposiciones de los perros (éstos, a su vez, comían parte de los desperdicios humanos), y llevar siempre un cubo para recoger el estiércol de los cerdos, que debían entregar por la noche. Otras lecciones versaban sobre la manera de atrapar ratas y ardillas. Las ratas eran importantes en la nueva ecología. Había que mantenerlas alejadas de los graneros de la fortaleza, trabajo que corría principalmente a cargo de los gatos, pero las ratas eran útiles, porque encontraban su propio alimento, eran comestibles, con sus pieles se confeccionaban ropas y zapatos, y con sus huesos pequeños se hacían agujas. Había premios para los niños que capturasen más ratas.

Cerca del pueblo estaban los depósitos de aguas fecales, donde los excrementos animales y humanos se echaban en unas calderas con virutas de madera y serrín. El calor de la fermentación lo esterilizaba todo, y los gases calientes se enviaban por tuberías que pasaban por debajo del ayuntamiento y el hospital para formar parte del sistema de calefacción, y luego se condensaban. El metanol resultante, alcohol de madera, servía como combustible para los camiones que recogían los desperdicios, y aún sobraba algo para otros trabajos. El sistema no estaba completo, pues necesitaban más tuberías y condensadores, y el trabajo absorbía a demasiados obreros cualificados, pero Hardy podía sentirse merecidamente orgulloso de sus primeras realizaciones. Para la primavera tendrían una gran cantidad de fertilizante altamente nitrogenado procedente de los residuos de las calderas, con una absoluta esterilización y listo para los cultivos que plantarían, y habría suficiente metanol con que alimentar los tractores para el pesado trabajo inicial de arar la tierra.

Maureen pensó que lo habían hecho bien. Pero era mucho más lo que quedaba por hacer. Tenían que construir molinos de viento y de agua, plantar cultivos, construir una forja. Hardy había encontrado un viejo libro sobre el trabajo del bronce y los métodos para fundirlo con arena, pero aún no habían tenido tiempo para ponerlo en práctica. Ahora tendrían tiempo, cuando ya no pesaba sobre ellos una amenaza de guerra. No habría más guerras, como había dicho Harvey Randall cuando volvió al rancho después de la batalla.

No sería fácil. Maureen miró las nubes, que se estaban oscureciendo. Deseaba que la luz del sol se abriera paso, no porque quisiera ver el sol de nuevo, aunque sí lo quería, sino porque sería muy apropiado, un símbolo de su éxito final. Sin embargo, no había más que las nubes gradualmente oscuras, pero ella se negó a dejar que la deprimieran. Sería muy fácil caer de nuevo en su negro talante desesperado.

Harvey Randall había tenido razón: evitar a la gente aquel sentimiento de impotencia y fatalidad valía todos los esfuerzos. Pero primero era preciso evitárselo uno mismo. Había que mirar de manera realista este nuevo y terrible mundo, saber qué podía reservarle y desafiarlo. Entonces uno podría ponerse manos a la obra.

Al pensar en Harvey recordó a Johnny Baker, y se preguntó qué le habría ocurrido a la expedición que fue a la central nuclear. Ahora todos deberían estar a salvo. Con la Nueva Hermandad derrotada, la central nuclear no sufriría ningún daño, ahora que habían repelido aquel primer intento de ataque, pero...

Su último mensaje había llegado tres días atrás.

Tal vez se había producido un segundo ataque. Desde luego, la radio callaba. Maureen se estremeció. Tal vez se les había estropeado y no podían comunicarse, o quizás estaban muertos. No había manera de saberlo. Johnny habría estado en primera línea... y destacaba demasiado...

Maureen se dijo que el silencio se debería sin duda a una avería de la radio. Debía rechazar el pesimismo y mantenerse ocupada. Bajó por la ladera, en dirección al hospital.

Alim Nassor no podía recobrar el aliento. Estaba sentado, apoyado en la pared de la caja del camión. No podía tenderse, porque se ahogaría. De todos modos tenía los pulmones llenos de gas. Habían fallado. La Hermandad había sido derrotada, y Alim Nassor era hombre muerto.

Swan y Jackie ya no existían, y también había muerto la mayor parte de la banda, a causa de las nubes de gas amarillo asfixiante que quemaba como fuego. Sintió las manos de Erika que movían un paño sobre su rostro, pero no pudo centrar la mirada en ella. Era una buena mujer, una mujer blanca, pero que se había quedado con Alim, le había ayudado a salir de aquel infierno cuando los demás huyeron. Si pudiera hablar...

Notó que el camión reducía la marcha, y oyó que alguien gritaba un santo y seña. Habían llegado al nuevo campamento, y alguien había organizado centinelas. ¿Sería Hooker? Alim creía que el Gancho estaba vivo. No había cruzado el río. Estaba al frente de los morteros, y en aquella posición debió hallarse a salvo, a menos que le capturasen durante la persecución. Alim se preguntó si quería que Hooker estuviera vivo. Ya nada importaba. El Martillo había matado a Alim Nassor.

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