– No me pinches. No soy de esos. Si queremos restaurar el edén, necesitaremos los conocimientos del pasado para conseguirlo. Antes de venir aquí, pasé un año inmerso en el estudio de los ecosistemas del sudeste asiático anteriores a la Contracción. -Estira el brazo y coge otra fruta-. Esto debe de mortificar a las fábricas de calorías.
Lucy alarga una mano temblorosa hacia otro ngaw .
– ¿Crees que podríamos llenar un clíper con estas bolitas y enviarlas al otro lado del charco? Ya sabes, como las fábricas de calorías pero al revés. Apuesto a que la gente pagaría una fortuna por ellas. Sabores nuevos y todo eso. Las venderíamos como artículos de lujo.
Otto niega con la cabeza.
– Tendrías que convencerles de que no están contaminadas de roya, la piel roja pondría nerviosa a la gente.
Hagg asiente.
– Mejor no seguir por ese camino.
– Pero las fábricas de calorías lo hacen -insiste Lucy-. Envían semillas y comida a donde les da la gana. Su ámbito es internacional. ¿Por qué no deberíamos intentar lo mismo?
– Porque contraviene las Enseñanzas del Nicho -le recuerda plácidamente Hagg-. Las fábricas de calorías ya tienen un lugar reservado en el infierno. No hay motivo para que quieras reunirte con ellas.
Anderson se carcajea.
– Venga ya, Hagg. Es imposible que estés tan en contra de la iniciativa empresarial. Lucy ha dado en el clavo. Incluso podríamos poner tu cara en los costados de las cajas. -Hace un signo de bendición grahamita-. Ya sabes, aprobado por la Santa Iglesia y todo eso. Tan seguro como SoyPRO. -Sonríe con malicia-. ¿Qué te parece?
– Jamás formaría parte de semejante blasfemia. -Hagg adopta una expresión iracunda-. La comida debería provenir de su lugar de origen y quedarse allí en vez de volar interminablemente de una punta a otra del planeta para conseguir un beneficio económico. Ya anduvimos por ese camino una vez, y nos llevó a la ruina.
– Más Enseñanzas del Nicho. -Anderson pela otro ngaw -. En alguna parte debe de haber un nicho para el dinero en la ortodoxia grahamita. A vuestros cardenales no se les marcan los huesos, precisamente.
– Aunque las ovejas se extravíen, las enseñanzas siguen siendo válidas. -Hagg se pone en pie de repente-. Gracias por la compañía. -Frunce el ceño en dirección a Anderson, pero estira el brazo por encima de la mesa y agarra otra fruta antes de irse.
En cuanto se pierde de vista, todo el mundo se relaja.
– Dios, Lucy, ¿por qué has hecho eso? -pregunta Otto-. Ese tipo me pone los pelos de punta. Dejé el Pacto para no tener que soportar a más sacerdotes grahamitas husmeando por encima del hombro. Y tú vas y le invitas a sentarse.
Quoile asiente, taciturno.
– He oído que hay otro sacerdote en la embajada común.
– Son una plaga. Como las lombrices. -Lucy le hace señas con una mano-. Pásame otra fruta.
Reanudan el festín. Anderson se fija en ellos, curioso por ver si a estos trotamundos se les ocurre cualquier otra idea sobre la posible procedencia del ngaw . La teoría del rambután es interesante, sin embargo. Pese a la mala noticia de los tanques de algas y los cultivos de nutrientes destruidos, el día está yendo mejor de lo esperado. Rambután. Una palabra que enviar a los investigadores de Des Moines. Una pista sobre el origen de este misterioso rompecabezas botánico. En alguna parte debe de haber un registro histórico. Tendrá que volver a consultar los libros y ver si puede encontrar…
– Mira quién aparece -murmura Quoile.
Todo el mundo se da la vuelta. Richard Carlyle, con un traje de lino impecablemente planchado, está subiendo las escaleras. Se quita el sombrero al llegar a la sombra, y se abanica con él.
– Cómo odio a ese cabrón -masculla Lucy. Enciende otra pipa y chupa con fuerza.
– ¿Por qué sonríe? -pregunta Otto.
– Que me aspen si lo sé. Perdió un dirigible, ¿no?
Desde la sombra, Carlyle pasea la mirada por los clientes de la sala y saluda a todos con la cabeza.
– Cómo aprieta el calor -resopla.
Otto se queda mirándolo fijamente, con las mejillas encendidas y los ojos entrecerrados.
– Si no fuera por sus putos politiqueos, hoy sería rico -sisea.
– No dramatices. -Anderson se mete otro ngaw en la boca-. Lucy, ofrécele una calada. No me apetece que sir Francis nos saque a la calle a patadas por armar bronca.
Lucy tiene la mirada nublada por el opio, pero agita la pipa en dirección a Otto. Anderson se estira, se la quita de entre los dedos y se la da a Otto, antes de levantarse y recoger el vaso vacío.
– ¿Alguien más quiere algo? -Todo el mundo niega apáticamente con la cabeza.
Carlyle sonríe cuando llega a la barra.
– ¿Poniendo a tono al bueno de Otto?
Anderson mira atrás de reojo.
– Lucy le da al opio con ganas. Dudo que Otto sea capaz de salir de aquí por su propio pie, y no digamos liarse a puñetazos con nadie.
– Droga del demonio.
Anderson brinda con él con el vaso vacío.
– Por eso, y por el alcohol. -Se asoma al otro lado del mostrador-. ¿Dónde diablos se ha metido sir Francis?
– Pensaba que venías a responder a esa pregunta.
– Me temo que no -dice Anderson-. ¿Perdiste mucho?
– Un poco.
– ¿En serio? No pareces muy afectado. -Anderson hace un gesto en dirección al resto de la Falange-. Todos los demás se rasgan las vestiduras porque no dejas de mezclarte en política, tratando de quedar bien con Akkarat y el Ministerio de Comercio. Pero aquí estás, sonriendo de oreja a oreja. Podrías ser tailandés.
Carlyle se encoge de hombros. Sir Francis, elegantemente vestido, peinado con esmero, sale de la trastienda. Carlyle pide whisky y Anderson levanta el vaso vacío.
– No hay hielo -informa sir Francis-. Los tipos de los bueyes quieren más dinero para accionar la bomba.
– Pues págales.
Sir Francis niega con la cabeza mientras coge el vaso de Anderson.
– Si uno cede cuando lo agarran por las pelotas, lo único que harán será apretar con más fuerza. Y yo no puedo sobornar al Ministerio de Medio Ambiente para que me dé acceso a la red de carbón como hacéis vosotros los farang .
Se da la vuelta, baja una botella de whisky jemer y sirve un trago inmaculado. Anderson se pregunta si serán ciertos los rumores que circulan sobre él.
Otto, que ahora está farfullando incoherencias sobre «puddos drigribles», asegura que sir Francis era un antiguo chaopraya, uno de los principales defensores de la Corona, expulsado del palacio como resultado de una maniobra política. Esta teoría tiene tanto peso como la de que en realidad se trata de un esbirro ya jubilado del Señor del Estiércol, o un príncipe jemer, desterrado y viviendo de incógnito desde que el reino de Tailandia creció hasta engullir el este. Todo el mundo coincide en que alguna vez debió de ocupar un puesto importante; es lo único que explica el desdén que profesa a todos sus clientes.
– Pagad ahora -dice mientras deja los chupitos encima de la barra.
Carlyle se ríe.
– Sabes que somos de fiar.
Sir Francis sacude la cabeza.
– Los dos habéis perdido un montón en los amarraderos. Todo el mundo lo sabe. Pagad ahora.
Carlyle y Anderson se desprenden de las monedas necesarias.
– Creía que nuestra relación era mejor -se lamenta Anderson.
– Esto es política. -Sir Francis sonríe-. Puede que volváis mañana. Puede que desaparezcáis como el plástico de la Expansión de la playa. En todas las esquinas hay circulares que proponen al capitán Jaidee como consejero chaopraya del palacio. Como ascienda, todos los farang -barre el aire con una mano- os esfumaréis. -Se encoge de hombros-. Las emisoras de radio del general Pracha llaman tigre y héroe a Jaidee, y las asociaciones de estudiantes reclaman desde hace tiempo que sean los camisas blancas quienes dirijan el Ministerio de Comercio. El ministerio ha perdido prestigio. Los farang y Comercio siempre van de la mano, como los farang y las pulgas.
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