Herbert se detuvo… apenas le quedaban fuerzas para hablar. John Cárter, Marte, su camino ha estado perfectamente dibujado, la senda del sueño de la Ayer's Rock, la visión de fuego de los Ohafa.
– Bueno, Herb, tenemos que seguir.
Herbert sonrió internamente.
– Tendréis que hacerlo vosotros dos solos. Yo creo que me voy a quedar por aquí un rato.
Susana escuchaba jadeos por la radio. No podía ver la cara de Herb y lo deseaba intensamente. Reprimió el deseo de acercarse a el, de tomarle el guante. Se mantuvo rígida, quieta frente a él.
– ¿Qué sucede?
– Me temo que mi reserva de aire se ha agotado. No puedo seguiros. Pero os juro que me gustaría hacerlo.
Una luz roja parpadeaba en el visor del casco. Era el icono del O, en rojo. Sabía que el oxígeno retenido en el traje aún le mantendría con vida un rato, pero ya estaba sintiendo el sopor de la intoxicación por dióxido de carbono.
– Herb… -musitó Susana.
– Bueno… sabíamos que este momento iba a llegar ¿no? Pequeños inconvenientes de ser tan grande… -forzó una sonrisa que se convirtió en tos ronca-…consumo mi aire mucho más aprisa que vosotros dos. Espero que logréis llegar hasta el final de esto, sea lo que sea lo que encontréis allí.
Al fin Susana no pudo contenerse más, se arrodilló y lo abrazó. Rodrigo los contempló paralizado.
– Eres una buena persona Susana… deberíamos habernos conocido mejor…
Susana apretó su casco contra el de Herbert, quería sentirle cerca, pero el plástico no le dejaba ver nada y ella apenas le sentía a través de la gruesas capas de tela y metal del traje espacial.
El hizo el ademán de indicarle que se fueran, que no malgastaran más tiempo junto a él, que siguieran descendiendo, pero no tenía fuerza para apartarla. Al fin buscó su mano y la aferró con desesperación a través del guante. Esa presión fue la que le dio aún un resto de consciencia. Todo oscilaba, el cuerpo apenas era un tejido informe, flotando muy lejos.
Crecía el silencio, que ya estaba dentro de sus pulmones -alquitrán denso y dulce-, y la luz roja que se convertía en un sol de fauces ardientes, el enemigo que nunca podía ser vencido. Lentamente, muy lentamente, el Sol abrió las fauces y le devoró, le integró en su calor primordial en el que ya no había silencio, ya no había camino, no había nada.
Al fin, Susana sintió como la presión en la mano de Herbert se aflojaba y el brazo cayó inerte.
Le costó un mundo obligar a sus músculos a levantarse de nuevo, pero lo hizo, se irguió y miró el cuerpo tendido de Herbert que se desenfocaba y perdía nitidez. Se rió en silencio. Ningún ingeniero había pensado en que un astronauta pudiera llorar y en el traje no había un sistema que impidiera que las lágrimas entorpeciesen la visión.
Al fin, como muy lejos, advirtió que Fidel estaba a su lado y que había colocado su mano enguantada sobre el hombro.
– Dicen que los únicos hombres felices son aquellos que han hecho realidad sus sueños de juventud -dijo el exobiólogo.
En la Belos , Jenny miraba fijamente una luz en el panel del control médico. Es un corazón que descendía sus pulsaciones lentamente.
Al fin se detuvo y Jenny pulsó la desconexión para evitar que sonase la alarma. Se volvió para descubrir que Luca estaba a su lado, mirando también. Ninguno dijo nada.
Luca se recostó contra un mamparo.
– Sería mejor que interrumpieses el monitorizado médico. No vas a lograr nada.
Jenny llevaba un rato mirando la pantalla en la que no se veía nada. Al fin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y respondió muy bajito, con rabia contenida.
– Soy su médico, no lo olvides, y estaré con ellos todo lo que pueda.
Jenny volvió la cabeza y vio como el indicador de señal se desvanecía. Las imágenes comenzaban a perder cuadros a medida que la conexión perdía ancho de banda. Los movimientos se interrumpían o iban a saltos.
Luca se acercó y se puso a ajustar controles.
– Fidel… Susana… Tenemos problemas con la recepción… hay interferencias… parece cosa de la distorsión magnética local.
Al fin las pantallas quedaron en azul. Había un aviso escrito encima de ellas que decía «enlace perdido».
Luca dio un golpe al tablero que resonó como un disparo.
– ¡Mierda…! algo está interfiriendo… y debe ser lo mismo que causó el fallo en nuestros sistemas.
De repente, la pantalla de ingeniería de Luca, unos metros más allá, se iluminó en rojo y una alarma estridente comenzó a sonar. Jenny dio un respingo y miró a derecha e izquierda.
– ¿Qué significa eso?
Luca se lanzó como un lobo sobre su panel y comenzó a manipularlo salvajemente.
Muy asustada, Jenny se acercó. «¿Qué estaba pasando?» Nunca había visto a Luca tan frenético.
– ¿Qué…?
Luca miraba hipnotizado un complejo esquema y Jenny sólo advirtió una barra de color verde, justo en el centro, que disminuía lentamente.
Al fin Luca se volvió hacia Jenny. Ella tampoco lo había visto nunca con esa expresión en el rostro Desorientación, terror… Pero duró poco, en seguida regresó la mueca irónica.
– Significa que estamos muertos -dijo, casi saboreando las palabras.
Susana había caminado durante un rato sin pensar en nada. Sólo percibía el silencio, la oscuridad delante de ella y los focos de Fidel iluminando a su espalda.
La voz de Luca, la sacó de su estupor. Apenas entendió nada entre ruido y el crepitar de la estática, pero el ingeniero pareció decir: «Estamos muertos». Sólo eso, y las interferencias lo ahogaron todo.
– ¿Luca…?
No recibió respuesta. Intentaba restablecer el enlace, pero el ordenador de abordo le indicó que había perdido la señal. Para ahorrar batería puso el sistema de comunicaciones remotas en pasivo y sólo dejó un enlace con Fidel.
Rodrigo no se había sentido tan cansado en su vida. Seguir los pasos de Susana se había convertido en una especie de obsesión. Veía el traje blanco, deslumbrante cuando le tocaban los focos. Oscilaba delante suyo, caminando entre rocas, resbalando por derrumbes, siempre hacia abajo y no tenía fuerzas para pensar en nada más.
Sólo se sorprendió y adquirió conciencia de donde se encontraba, al advertir que la oscuridad era menos densa. Al volverse, observó una claridad de amanecer en la cima del Valle.
Susana también se detuvo. Juntos observaron al Sol ascender por encima de las escarpaduras. En el cielo se diluía la negrura nocturna en un violeta pálido que poco a poco se volvía rojizo. La luz se arrastraba sobre los riscos devolviéndoles su brutal perspectiva.
De nuevo Fidel y Susana eran sólo dos motas blancas en un océano de estratos, cascadas y contrafuertes de roca rojiza.
Reanudaron la marcha y un poco más adelante descubrieron un tapiz blanco que les cortaba el paso.
– Parece yeso o algo así -dijo Susana.
– No soy geólogo, pero podría ser, sí.
Susana miró en derredor, pero no parecía haber otro camino, el paso estaba encajonado entre laderas pedregosas y difíciles de escalar.
– Pues habrá que intentarlo.
Susana le hizo una seña al exobiólogo de que esperase y comenzó a cruzar sin aparente dificultad hasta que se detuvo en el medio de aquella cosa blanca, extrañamente rígida. Cuando habló su voz era muy tensa:
– No des un paso Fidel.
– ¿Qué sucede?
– No estoy segura, pero… mis botas resbalan en este terreno… no noto ningún rozamiento bajo ellas.
Fidel se agachó y se fijó mejor en la sustancia blanca. Era como espuma. Bajo los pies de Susana se desprendía un fino vapor.
– ¿Qué es esto? -se preguntó Rodrigo.
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