—Necesito saber una cosa —le dije a Ben—. Tu teoría del caos de la mansa. ¿La ideaste poco a poco o se te ocurrió de sopetón?
Él frunció el ceño.
—Las dos cosas. Estaba pensando en Verhoest y su factor X, y en que tal vez tuviera razón, y empecé a pensar qué forma podía tomar otro factor.
—¿Y fue entonces cuando la manzana te golpeó en la cabeza?
Él lo negó.
—Alicia entró para decirme que su investigación demostraba que el siguiente receptor de la beca Niebnitz sería un radioastrónomo, y entonces Dirección convocó otra reunión y nos dimos el abrazo del ejercicio de sensibilidad y durante un par de días sólo pude pensar en ti y en que estabas prometida a ese vaquero.
—Criador de avestruces —corregí—. Durante un par de semanas, por lo menos. Así que las ideas se estaban filtrando, ¿pero recuerdas qué fue lo que lo unió todo?
—Fuiste tú. Las ovejas estaban dando vueltas por el salón ante Dirección, y tu dijiste: «Flip hizo esto, lo sé», y Shirl dijo que no estaba allí, y tú añadiste: «No me importa. De algún modo está detrás de todo esto.» Y yo pensé, no, no lo está. La oveja mansa sí. Y recordé a Flip apoyada en la verja del corral, jugueteando con el pestillo arriba y abajo, y pensé que la mansa debía de haber aprendido a abrirla gracias a ella, y conducido el resto del rebaño a aquel caos.
»Y se me ocurrió, así sin más. Las mansas causan caos. Son el factor invisible.
—Lo sabía —dije yo—. Tengo que averiguar una cosa. Justo lo que pensaba. Eres maravilloso. Ahora vuelvo.
Le besé para inspirarme, y fui a buscar a Flip.
Había olvidado su dimisión.
—Hace tres días —me dijo Elaine, de Personal. Llevaba un par de patines azul Cerenkhov—. Patinaje en línea —dijo, alzando la pierna para mostrármelo—. Con esto consigues una silueta mucho mejor que escalando paredes, y te ayuda a ir más rápido por la oficina. ¿Te enteraste de lo de Sara y su amigo?
—¿Han roto?
—No. ¡Se han casado!
Reflexioné sobre las implicaciones de aquello.
—¿Dejó Flip alguna dirección? ¿Dijo adonde iba?
Ella sacudió la cabeza.
—Dijo que le entregaran su cheque a Desiderata, de Suministros, y que ella se lo enviaría.
—¿Puedo ver su expediente?
—Los expedientes de Personal son confidenciales —dijo ella, súbitamente oficial.
—Llama a Dirección y pídeselo. Di que es para mí.
Lo hizo.
—Dirección ha dicho que te diera todo lo que quisieras —dijo ella asombrada, mientras colgaba—. ¿Quieres todo su expediente?
—Sólo lo referente a sus trabajos anteriores.
Patinó hasta el archivador, lo encontró, patinó de vuelta hasta mí y frenó limpiamente.
Era lo que esperaba. Flip había trabajado en una cafetería en Seattle, y antes que eso en un Burger King de Los Ángeles.
—Gracias —dije, tendiéndole el expediente, y entonces se me ocurrió otra cosa más—. Déjamelo un momento.
Lo abrí y miré a la línea superior, donde ponía «apellido, nombre de pila, inicial».
«Orliotti, Philippa J.», decía.
TATUAJES (1691)
Moda de automutilación que se hizo por primera vez popular en la Europa del siglo XVII cuando los exploradores importaron la práctica de los mares del sur. La moda se convirtió en una locura típica de las clases pudientes en la época eduardiana. Jennie Jerome, la madre de Winston Churchill, llevaba una serpiente tatuada en la muñeca. Los tatuajes volvieron a ponerse de moda durante la Segunda Guerra Mundial, esta vez entre los soldados y, especialmente, los marineros, y de nuevo en los sesenta con el movimiento hippie, y otra vez a finales de los ochenta. Los tatuajes tienen la desventaja de ser una moda pasajera con resultados permanentes.
Copié el apellido de Flip y me propuse buscar el nombre de soltera de su abuela y comprobar si vivía cerca de Marydale, Ohio, en 1921. Luego bajé a Suministros.
Desiderata no pudo encontrar la dirección de Flip.
—Dijo que se iba a algún lugar de Arizona—dijo Desiderata, buscando entre las gomas de borrar—. Albuquerque, creo.
—Albuquerque está en Nuevo México.
—Oh —dijo ella, frunciendo el ceño—. Entonces tal vez fuera Forth Worth. Donde él fuera.
—¿Quién?
Puso los ojos en blanco.
—El dentista.
Por supuesto. Había especificado que hubiera compatibilidad geográfica.
—Tal vez se lo dijo a Shirl —comentó Desiderata, rebuscando entre los lápices.
—Creía que habían despedido a Shirl por fumar en el corral.
—No. Dimitió. Dijo que sólo iba a quedarse hasta que contrataran una nueva directora de facilitación de mensajes de trabajo, y lo han hecho esta mañana, así que tal vez se haya ido ya.
No se había ido. Estaba en la sala de fotocopias, arreglando la máquina antes de marcharse; pero Flip tampoco le había dicho adonde se iba.
—Mencionó algo de que el tal Darrell trasladaba su consulta a Prescott —dijo Shirl, inclinada sobre la alimentadora de papel—. Me he enterado de que el doctor O'Reilly y usted han obtenido la beca Niebnitz. Eso es maravilloso.
—Lo es —dije mientras la miraba arrancar un papel atascado con los dedos. No había en ellos mancha alguna de nicotina—. Es una lástima que no sepa quién concede la beca. Había algo que quería decirles.
Shirl colocó el alimentador en posición y cerró la tapa.
—Seguro que el comité quiere permanecer en el anonimato.
—Si es un comité —dije—. Los comités son terribles a la hora de guardar secretos, y ni siquiera la doctora Turnbull pudo averiguar nada. Creo que es una sola persona.
—Una persona muy rica —dijo ella. Su voz había dejado de ser ronca.
—Cierto. Una persona «circunstancialmente predispuesta» a la riqueza, que piensa por sí misma y quiere que otras personas lo hagan también. ¿Cuándo dejó de fumar?
—Flip me convirtió. Es un mal hábito. Peligroso para la salud.
—Umm —dije—. Una persona extremadamente competente…
—Por cierto, ¿ha visto ya a la sustituía de Flip? Me alegro de no trabajar ya aquí. No creía que fuera posible contratar a alguien peor que Flip, pero Dirección lo ha conseguido.
—Una persona extremadamente competente —repetí, mirándola con firmeza—, que viaja por todo el país como Diógenes, buscando científicos «circunstancialmente predispuestos» a los descubrimientos. Una persona de la que nadie sospecharía.
—Interesante teoría —dijo Shirl, sin hacerme caso, centrando el papel en la placa de cristal—. ¿Qué es lo que quería decirle a esa persona? Si viaja de incógnito, probablemente no querrá que le den las gracias.
Pulsó un botón y empezó a bajar la tapa.
—Oh, no iba a darle las gracias —dije—. Iba a decirle que está haciendo las cosas mal.
La luz de la fotocopiadora destelló, cegadora. Shirl parpadeó.
—¿Está diciendo que la gente de la Niebnitz eligió a los ganadores equivocados?
—No se trata de a quién eligen. Es la beca en sí. Un millón de dólares significa que el científico agraciado puede dejar su trabajo, comprarse un laboratorio propio, continuar su obra en completa paz y tranquilidad.
—¿Y eso es malo?
—Tal vez. Mire a Einstein. Descubrió la relatividad mientras trabajaba en una apestosa oficina de patentes, llena de papeles e inventos. Cuando trataba de trabajar en casa, era aún peor. Ropa lavada colgando de todas partes, un bebé llorando sobre una rodilla, su primera esposa gritándole.
—¿Y ésas le parecen condiciones ideales de trabajo?
—Tal vez. ¿Y si en vez de ser molestias, el ruido y la ropa limpia y el apartamento abarrotado se combinaran para crear una situación en la que pudieran formarse nuevas ideas? —Alcé dos dedos—. Sólo dos de los ganadores de la beca Niebnitz han continuado haciendo descubrimientos significativos.¿Por qué?
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