– ¡Uy! No seas ingenua, mujer-dice Amparo-. Todos dicen lo mismo: siempre quejándose de lo mucho que trabajan, y de lo terrible que es su jornada… y si les quitaras el trabajo no sabrían qué hacer. ¡Si en realidad se lo pasan bien trabajando! Tienen sus amigotes, y sus secretarias, no todos, ya lo sé, pero… yo sé lo que me digo: en el trabajo son algo, son alguien, y hasta te diría que tienen más libertad…
– ¡Hombre, Amparo!-dice Ibáñez-, como paradoja no está mal esa afirmación… pero ¿no crees que te has pasado dos o tres pueblos? Por mi parte, mi libertad consiste en ir primero a Gráficas Carrasco que a Rovirosa Laboral, en vez de hacerlo al revés.
– Bien sabes tú que es verdad lo que digo. Seguro que cuando haces el reparto pasas por más de un puticlub.
– Afortunadamente mi recorrido, esencialmente urbano, evita esas sirtes de la carretera, esos Escila y Caribdis de la ruta. No es prudente exponer la débil carne humana a los cantos de las sirenas y sus potentes mafias de explotación.
– ¿Es verdad eso, Ginés?-pregunta María-, ¿tú también te diviertes tanto en el trabajo?
– Digamos que… no podría vivir sin él. Al menos con el tren de vida que llevo.
– Que llevamos, cariño, que llevamos-puntualiza María, con una sonrisa de complicidad.
– Resulta frustrante estar junto a estos dos tortolitos -dice Ibáñez-, salta a la vista que todavía están de luna de miel, aunque no se hayan casado. Tanta felicidad empalaga…
– Bien que te gustaría a ti-dice Amparo-tener una novia joven y guapa, que te quisiera…
– No tengo ningún problema en admitir que tengo envidia, y no del todo sana, pero… de todas formas, la felicidad es un estado en cierto modo idiotizante, o al menos adormecedor. Intelectualmente hablando, es mucho más productivo el deseo, y sobre todo la pérdida.
– Entonces vas a producir más que una fábrica, tú-dice Amparo-, porque de pérdida, y de ganas, tienes en cantidades industriales.
– Yo no he dicho «ganas», he dicho «deseo». Y en cuanto a la pérdida, evidentemente no es mi problema.
– Sí que lo es, sí-insiste Amparo mirando a Ibáñez directamente a los ojos-. Bien sé yo que lo es.
– ¡Tú no sabes nada!-responde él, con una energía y una acritud que sorprende a todos los presentes.
Nadie sabe qué decir en el engorroso silencio que se ha producido, que pesa sobre las cinco personas durante unos segundos. Ibáñez se queda un rato mirando a Amparo con expresión iracunda, con la respiración agitada, y después echa un trago de su vaso con evidente voluntad de controlarse. Amparo, por su parte, desvía la mirada, más tensa y alterada de lo que su altiva indiferencia pretende aparentar. Pero nadie se atreve a pronunciar palabra.
– ¿Qué furgoneta tienes?-dice de pronto María, rompiendo el silencio.
– ¿Cómo?-dice Ibáñez atónito, tan sorprendido como los demás.
– Sí, qué modelo es, de qué marca…
Ibáñez abre la boca; parece que va a contestar, pero al final estalla en una sonrisa divertida, espontánea.
– ¿Qué pasa ahora?-pregunta María sonriendo a su vez.
Ibáñez ha recuperado su habitual actitud irónica y desenvuelta. Se diría que ha olvidado por completo el incidente de hace unos instantes, aunque un observador atento vería que evita cuidadosamente mirar a Amparo.
– No… estaba pensando…-dice en respuesta a la curiosidad de María-, esa pregunta es más propia de Rafa… Con él sería peligroso contestar, pero no creo que tú me recites el catálogo completo. Es una Fiat Ducato, Capitoné, la más grande, pero… ¿de verdad es eso lo que más te atrae de mi personalidad? Es bien triste no tener nada más relevante que tu vehículo.
– A mí me gustaría saber cómo te llamas, pero de nombre-dice Cova, atrayendo de golpe todas las miradas-. Todo el mundo te llama Ibáñez, pero… no creo que «Ibáñez» esté en el santoral.
– José Manuel Ibáñez. De todas formas lo olvidarás al poco rato; mi apellido tiene demasiado carácter, acaba siempre comiéndose al nombre.
– Eso es lo que me molesta de las reuniones de ex compañeros-dice Cova-, que todo el mundo habla con claves y con motes, como si fuera lo más normal, como si todos tuviéramos que saberlo… Es como ese otro chico, el que no ha venido: aún no he conseguido que Hugo me diga cómo se llama, siempre que se refiere a eso dice…
– Se llama Andrés, ¿no?-dice María, e inmediatamente se queda muda, sorprendida por la evidente impresión que han causado sus palabras-. Ginés le llamó así cuando me habló de él-insiste María como disculpándose, como si el silencio que la rodea fuera una negación implícita-. Bueno… también me dijo que tenía un mote, ¿verdad, Ginés? «El Apóstol» o algo así…
Ginés no contesta a María. Es Cova quien lo hace:
– El Profeta. Hugo siempre dice el Profeta… ¡Qué raro! Erais amigos íntimos, siempre juntos-añade dirigiéndose a Ginés-, y en cambio en eso… ¿Qué piensas tú de eso? ¿Qué opinión te merece esa persona… el que no ha venido? Hugo siempre se pone muy negativo cuando habla de él.
– Es… es un asunto un poco complicado…
Ginés vacila antes de continuar, observado atenta, expectantemente, por Ibáñez y Amparo.
– Es un asunto-dice por fin Ginés con una sonrisa un tanto forzada-que requiere una copa más de las que ahora llevo. Luego… cuando estemos mirando las estrellas, te lo explico todo.
– Muy listo-dice María-. Con el cielo cubierto de nubes…
– Nieves dice que vendrá-dice Amparo de pronto, con aire ensimismado-. Todavía cree que vendrá…
– ¿Quién? ¿Ése… el que no ha venido?-dice María.
– Sí, me lo ha dicho hace un momento; está preocupada, dice que si hubiera decidido no venir se lo habría dicho a ella… teme que le haya pasado algo por el camino, viniendo para aquí.
– A lo mejor se decidió a llamar un poco tarde-sugiere Cova-, cuando ya estabais aquí, y como aquí no funcionan los teléfonos…
– Pues explícaselo tú a ella-dice Amparo-, a ver si la convences… No sé por qué se preocupa tanto por…
– Es por lo del tiempo, por las nubes-dice Ginés-y por todo a la vez… Las cosas no están saliendo como ella quería.
– Es verdad-dice Amparo-, sigue nublado; yo he saI i tío hace poco y no parece que vaya a despejar.
– A propósito de Nieves-dice Ibáñez, mirando hacia el otro extremo de la mesa-, me parece que se está acalorando un poco con Rafa. Estaban hablando, hace rato que me fijo, pero ahora más bien discuten…
Todos se vuelven a mirar en la dirección que señala Ibáñez. Con gestos enérgicos, Nieves está cerrando una botella de la que se acaba de servir; mientras habla con Rafa, al que no mira en este momento. Rafa está a su lado, escuchando con una desagradable expresión de rechazo, mientras que Maribel y Hugo, que conversaban a unos pocos pasos, se han acercado a los dos que discuten, aunque de momento no se atreven a intervenir. En el silencio de curiosidad que se ha producido, la voz de Nieves, un tanto elevada, se escucha con la suficiente nitidez como para que todos entiendan sus palabras.
– ¡Es lo mismo!-dice Nieves-, ¡exactamente lo mismo! ¿Cómo te crees tú que veían en Alemania, o en Suiza, a los españolitos que llegaban allí buscando trabajo? Yo te diré cómo los veían: los veían como unos tipos pequeñajos y renegridos que sólo servían para trabajar de peones, que no sabían hablar su lengua y se pasaban la vida metidos en la casa de España, en sus guetos particulares, sin integrarse para nada en… en la vida…
– Al menos iban todos a trabajar, no a robar y a vender droga. Los españoles iban todos con un contrato de trabajo…
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