China Miéville - La estación de la calle Perdido

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La estación de la calle Perdido: краткое содержание, описание и аннотация

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La metrópolis de Nueva Crobuzon se extiende desde el centro del mundo. Humanos, mutantes y razas arcanas malviven en la penumbra bajo sus chimeneas, donde el río se trona viscoso por los afluentes artificiales, donde las fábricas y fundiciones amartillan la noche. Durante más de mil años, el Parlamento y su brutal milicia han gobernado una vasta economía de obreros y artistas, espías y soldados, magos, yonquis y prostitutas. Pero acaba de llegar un extraño con el bolsillo lleno y una demanda imposible. De forma torpe, inadvertida, algo imposible es liberado.
Dotado de un especial talento para las ambientaciones exóticas, China Miéville convierte a Nueva Crobuzon en un vigoros escenario en el que se dan cita los ecos de un Londres victoriano, la distopía más agria, la poderosa imaginería de la literatura gótica y originales razas atropomórficas. Sirviéndose de los recursos clásicos de la literatura fantástica y de anticipación, inaugura una fórmula narrativa fresca y novedosa, capaz de fascinar por igual a público y crítica hasta convertir "La estación de la calle Perdido" en la gran revelación de 2000 en el Reino Unido, donde ha sido galardonada con los principales premios literarios.

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La hierba sucia estaba moteada aquí y allá por puestos destartalados, mesas plegables situadas al azar para vender pasteles baratos, o cuadros viejos, o los restos del ático de alguien. Los malabaristas callejeros lanzaban objetos al aire en muestras deslustradas. Había algunos tenderos inapetentes, y gente de todas las razas se sentaba en las piedras desperdigadas para leer, comer, limpiarse la mugre o contemplar los huesos sobre ellos.

Las Costillas se alzaban desde la tierra en los límites del espacio vacío.

Titánicos fragmentos de marfil amarilleado, más gruesos que el más viejo de los árboles, explotaban desde el suelo y se alejaban los unos de los otros, trazando un reviro ascendente hasta que, a más de treinta metros sobre el suelo, ya por encima de las cubiertas de las casas cercanas, se curvaban abruptos para volver a encontrarse. Entonces volvían a ascender hasta que sus puntas casi se tocaban, como vastos dedos retorcidos, como una jaula marfileña de tamaño divino.

Había planes para llenar aquella plaza, para construir oficinas y viviendas en la vieja cavidad pectoral, pero nunca se habían concretado.

Las máquinas empleadas en el lugar se rompían con facilidad y se perdían. El cemento no fraguaba. Algo impío en aquellos huesos exhumados liberaba a la gravera de cualquier molestia permanente.

A más de quince metros bajo los pies de Lin, los arqueólogos habían encontrado vértebras del tamaño de casas, una columna que fue silenciosamente enterrada de nuevo después del enésimo accidente en el lugar. No se hallaron ni miembros, ni caderas ni cráneos gargantuescos. Nadie podía decir qué suerte de criatura había caído allí y perecido hacía milenios. Los mugrientos artistas que trabajaban sobre las Costillas se especializaban en diversas interpretaciones horripilantes del Gigantes Crobuzon: bípedo y cuadrúpedo, humanoide, con colmillos, con cuernos, alado, pugnaz o pornográfico.

El mapa de Lin la dirigía hacia una callejuela anónima en el lado sur de las Costillas. Se abrió paso hasta una calle silenciosa donde encontró los edificios negros que le habían indicado; era una hilera de casas oscuras y desiertas, todas salvo una con umbrales tapiados y ventanas selladas y pintadas con alquitrán.

No había viandantes, ni taxis, ni tráfico. Lin estaba sola.

Sobre la única puerta restante en la colonia se había pintado con tiza lo que parecía un tablero de juego, un cuadrado dividido en otros nueve. No había cruces y círculos, no obstante, ni otras marcas.

Aguardó en la calle y jugueteó con su falda y su blusa hasta que, exasperada con ella misma, se acercó a la puerta y llamó con golpes rápidos.

Ya es bastante malo que llegue tarde, pensó, como para seguir fastidiándolo.

Sobre ella oyó bisagras y palancas deslizándose, y detectó un leve reflejo de luz: se estaba desplegando algún sistema de lentes y espejos para poder juzgar si el visitante era digno de atención.

La puerta se abrió.

Frente a Lin estaba una enorme rehecha. Su rostro seguía siendo el de la mujer lúgubre y bonita de siempre, con piel oscura y el cabello largo y trenzado, pero se encontraba sobre un esqueleto de hierro negro y peltre, de más de dos metros. Se alzaba sobre un trípode de rígido metal telescópico. Su cuerpo había sido adaptado al trabajo pesado, con pistones y poleas que le daban lo que parecía una fuerza imbatible. Su brazo derecho se extendía hacia la cabeza de Lin, y en el centro de la mano de bronce se alojaba un peligroso arpón.

Lin retrocedió, aterrada y atónita.

Una voz fuerte surgió detrás de aquel ser de aspecto triste.

— ¿Señorita Lin? ¿La artista? Llega tarde. El señor Motley lo está esperando. Por favor, sígame.

La rehecha dio un paso hacia atrás, equilibrándose sobre su pierna central y girando las otras, dejando así espacio a Lin para rodearla. El arpón no vaciló.

¿Hasta dónde eres capaz de llegar?, pensó Lin, entrando en las tinieblas.

Al otro extremo del pasillo, totalmente negro, había un varón cacto. Lin podía saborear su savia en el aire, aunque muy débil. Medía dos metros diez, con miembros gruesos y pesados. La cabeza rompía la curva de los hombros como un peñasco, y la silueta quedaba marcada por nudos de duras excrecencias. La piel verdosa era una masa de cicatrices, espinas de ocho centímetros y diminutas florecillas rojas.

Le hizo un gesto con dedos retorcidos.

—El señor Motley puede permitirse el ser paciente —dijo mientras se giraba y subía por unas escaleras—, pero nunca le ha hecho gracia esperar.

Miró hacia atrás y enarcó una significativa ceja a Lin.

Vete a la mierda, lacayo, pensó esta con impaciencia. Llévame ante el pez gordo.

El hombre pisoteaba los escalones con pies informes que parecían pequeños tocones.

A su espalda, podía oír las descargas explosivas de vapor y el ruido sordo de la rehecha subiendo las escaleras. Lin siguió al cacto por un túnel ciego y retorcido.

Este sitio es enorme, pensó mientras avanzaban sin parar. Comprendió que el lugar consistía en toda la hilera de casas, sus medianeras destruidas y reconstruidas a medida, renovadas para crear un vasto y enrevesado espacio. Pasaron por una puerta de la que de repente emergió un sonido enervante, como la angustia apagada de las máquinas. Las antenas de Lin vibraban. Al dejar atrás aquel estertor, pudo oír una andanada de golpes, como una rociada de virotes de ballesta disparados contra una madera blanda.

Por el nido, pensó Lin quejumbrosa. Gazid, ¿en qué coño te he dejado meterme?

Había sido Lucky Gazid, el empresario fallido, el que había comenzado el proceso que llevara a Lin a aquel lugar terrorífico.

Había tirado una serie de heliotipos de la obra más reciente de ella, y los había mostrado por la ciudad. Era un proceso regular con el que trataba de establecer una reputación entre los artistas y mecenas de Nueva Crobuzon. Gazid era una figura patética que no dejaba de recordar a quienes le escuchaban la triunfal exposición que había preparado, hacía treinta años, para una escultora etérea ya muerta. Lin y la mayoría de sus amigos lo veían con lástima y desprecio. Que ella supiera, todos le dejaban tirar sus heliotipos y le daban alguna moneda, incluso un noble, «como adelanto de su comisión». Después desaparecía durante algunas semanas, para aparecer con vómito en los pantalones o sangre en los zapatos, zumbado por alguna droga nueva, empezando el proceso una vez más.

Salvo aquella vez.

Gazid le había encontrado un comprador.

Cuando se sentó junto a ella en el Reloj y el Gallito, había protestado. Aún no le tocaba el turno de aguantarlo, le escribió en la libreta, pues le había «adelantado» toda una guinea hacía una semana; pero Gazid la interrumpió, insistiendo en que se fuera con él. Mientras los amigos de Lin, la élite artística de los Campos Salacus, se reían y le animaban a obedecer, Gazid le entregó una tarjeta blanca impresa con un sencillo símbolo: un tablero de ajedrez de tres por tres. En ella había escrita una breve nota:

Señorita Lin: mi jefe quedó más que impresionado con las muestras de su obra que nos enseñó su agente. Se pregunta si estaría interesada en reunirse con él para discutir un posible encargo. Esperamos sus noticias.

La firma era ilegible.

Gazid era una miasma y un adicto a casi todas las sustancias, y hacía todo lo posible por asegurarse dinero para drogas; pero aquello no tenía el aspecto de un timo. No parecía haber doblez: había alguien rico en Nueva Crobuzon dispuesto a pagar por su obra, y a darle a él una comisión.

Lo había arrastrado fuera del bar, entre gemidos y quejas consternadas, exigiéndole que le dijera qué sucedía. Al principio, Gazid se mostró circunspecto y pareció estar pensando en qué mentiras escupirle. No tardó en darse cuenta de que tenía que decirle la verdad.

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