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China Miéville: La estación de la calle Perdido

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China Miéville La estación de la calle Perdido

La estación de la calle Perdido: краткое содержание, описание и аннотация

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La metrópolis de Nueva Crobuzon se extiende desde el centro del mundo. Humanos, mutantes y razas arcanas malviven en la penumbra bajo sus chimeneas, donde el río se trona viscoso por los afluentes artificiales, donde las fábricas y fundiciones amartillan la noche. Durante más de mil años, el Parlamento y su brutal milicia han gobernado una vasta economía de obreros y artistas, espías y soldados, magos, yonquis y prostitutas. Pero acaba de llegar un extraño con el bolsillo lleno y una demanda imposible. De forma torpe, inadvertida, algo imposible es liberado. Dotado de un especial talento para las ambientaciones exóticas, China Miéville convierte a Nueva Crobuzon en un vigoros escenario en el que se dan cita los ecos de un Londres victoriano, la distopía más agria, la poderosa imaginería de la literatura gótica y originales razas atropomórficas. Sirviéndose de los recursos clásicos de la literatura fantástica y de anticipación, inaugura una fórmula narrativa fresca y novedosa, capaz de fascinar por igual a público y crítica hasta convertir "La estación de la calle Perdido" en la gran revelación de 2000 en el Reino Unido, donde ha sido galardonada con los principales premios literarios.

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Lin era lampiña. Sus músculos se adivinaban claramente bajo su piel rojiza. Era como un atlas anatómico. Isaac la estudió con feliz lujuria.

Le picaba el culo y se rascó bajo la manta, desvergonzado como un perro. Algo explotó bajo su uña, y retiró la mano para examinarlo. En el extremo de su dedo había un gusano medio aplastado, agitándose indefenso. Era un reflic, un pequeño e inofensivo parásito khepri. Este bicho debe haberse sorprendido con mis jugos, pensó Isaac, limpiándose el dedo.

—Reflic, Lin. Hora de bañarse.

Lin protestó con un pisotón en el suelo.

Nueva Crobuzon era un enorme caldo de cultivo, una ciudad mórbida. Los parásitos, la infección y los rumores eran incontrolables. Las khepri necesitaban un baño químico mensual para protegerse, si querían evitar picores y heridas.

Lin depositó el contenido de la sartén en un plato que dejó sobre la mesa, frente a su propio desayuno. Se sentó e hizo un gesto a Isaac para que se le uniera. El se levantó de la cama y se acercó tambaleante hasta sentarse en su pequeña silla, cuidándose de no clavarse ninguna astilla.

Los dos estaban desnudos en lados opuestos de la desarropada mesa de madera. Isaac era consciente de su situación, imaginándose cómo los vería un observador ajeno. Será una imagen hermosa, extraña, pensó. Un ático, con el polvo en suspensión iluminado por la luz que atravesaba un ventanuco, libros, papel y cuadros cuidadosamente apilados junto al mobiliario de madera barata. Un hombre de piel oscura, grande, desnudo y adormilado, sosteniendo un tenedor y un cuchillo, antinaturalmente quieto, sentado frente a una khepri, con su cuerpo menudo envuelto en sombras, su cabeza quitinosa apenas una silueta.

Ignoraron la comida y se contemplaron un momento. Lin le hizo una señal, Buenos días, mi amor, y comenzó a comer, aún mirándolo.

Era cuando comía que Lin parecía más alienígena, y sus colaciones compartidas eran tanto un reto como una afirmación. Mientras la miraba, Isaac sintió las emociones habituales: un disgusto inmediatamente derrotado, orgullo por anularlo, deseo culpable.

La luz brillaba en los ojos compuestos de ella. Las antenas de la cabeza temblaron mientras tomaba medio tomate y lo apresaba con las mandíbulas. Bajó las manos mientras las piezas bucales internas aprehendían la comida sujeta en la boca externa.

Isaac observó al enorme escarabajo iridiscente que era la cabeza de su amante devorar el desayuno.

La contempló tragando, vio su garganta deglutir en el punto en que la pálida panza de insecto se unía suavemente al cuello humano… aunque ella no hubiera aceptado aquella descripción. Los humanos tienen cuerpo, piernas y manos de khepri, y la cabeza de un gibón afeitado, le había dicho una vez.

Sonrió mientras presentaba su cerdo frito frente a él, lo tomaba con la lengua y se limpiaba las manos grasientas en la mesa. Le sonrió. Ella agitó las antenas e hizo una señal: Monstruo mío.

Soy un pervertido, pensó Isaac. Igual que ella.

La conversación durante el desayuno solía ser un monólogo: Lin podía hacer señales con las manos mientras comía, pero los intentos de Isaac por hablar y deglutir al mismo tiempo resultaban en farfullos incomprensibles y comida en la mesa. Leían; Lin un periódico para artistas, Isaac lo que tuviera a mano. Entre bocados, rebuscó entre libros y papeles y se encontró leyendo la lista de la compra de Lin. La línea «lonchas de cerdo» estaba enmarcada en un círculo, y bajo su exquisita caligrafía había un comentario con letra mucho más tosca: «¿¿Tienes compañía?? ¡¡Un buen trozo de cerdo es todo un regalo!!».

Isaac le enseñó el papel a Lin.

— ¿Qué es esta estupidez? —gritó, escupiendo trozos de comida. Su enfado era divertido, pero auténtico.

Lin leyó y se encogió de hombros.

Sabe que no como carne. Sabe que tengo un invitado para desayunar. Juego de palabras con «cerdo».

—Muchas gracias, cariño, eso ya lo había cogido yo. ¿Cómo sabe que eres vegetariana? ¿Sueles darte a estas charlas ingeniosas?

Lin lo miró un instante, sin responder.

Lo sabe porque no compro carne. Sacudió la cabeza ante la estupidez de la pregunta. No te preocupes: solo charlamos escribiéndonos. No sabe que soy un bicho.

El uso deliberado de aquel insulto molestó a Isaac.

—Mierda, no insinuaba nada… —La mano de Lin se meneó en lo que era el equivalente de enarcar una ceja. Isaac saltó irritado—. ¡Mierda puta, Lin! ¡No todo lo que digo es sobre el miedo a que nos descubran!

Isaac y Lin eran amantes desde hacía casi dos años. Siempre habían tratado de no pensar demasiado en las reglas de su relación, pero cuanto más tiempo pasaban juntos, más imposible se tornaba aquella estrategia evasiva. Las preguntas sin respuesta exigían atención. Los comentarios inocentes y las miradas inquisitivas de los demás, un contacto demasiado largo en público, la nota de un tendero, todo les recordaba que, en algunos contextos, vivían un secreto. Todo lo hacía más difícil.

Nunca habían dicho «somos amantes», de modo que nunca habían tenido que decir «no revelaremos nuestra relación a todo el mundo, se la ocultaremos a algunos». Pero hacía meses que estaba claro que ese era el caso.

Lin había comenzado a señalar, con comentarios ácidos y sarcásticos, que la negativa de Isaac a declararse su amante era como mínimo cobarde, si no racista. Aquella insensibilidad molestaba a Isaac, que, después de todo, había dejado clara la naturaleza de su relación a los amigos íntimos de ambos. Y, además, para ella era muchísimo más sencillo.

Lin era artista, y su círculo lo formaban los libertinos, los mecenas y los parásitos, los bohemios, los poetas, los anarquistas y los adictos a la moda. Se deleitaban con el escándalo y la rareza. En las casas de té y los bares de los Campos Salacus, las escapadas de Lin (claramente insinuadas y nunca negadas, nunca explicitadas) serían pasto de discusiones, rumores y provocaciones. Su vida amorosa era una transgresión avant-garde, un happening artístico, como lo había sido la música concreta la pasada temporada, o el Arte Egoísta hacía dos años.

Y sí, Isaac podía jugar a lo mismo. También era conocido en ese mundo, y desde antes de sus días con Lin. Después de todo, era el científico proscrito, el pensador de mala fama que renunciaba a un lucrativo empleo de maestro para involucrarse en experimentos demasiado escandalosos y brillantes para las mentes diminutas que regían la universidad. ¿Qué le importaban las convenciones? ¡Dormiría con quien le diera la gana, con lo que le diera la gana!

Así se le conocía en los Campos Salacus, donde su relación con Lin era un secreto a voces, donde podía disfrutar y relajarse, donde podía pasarle el brazo por la cintura en un bar y susurrarle mientras ella chupaba café de azúcar de una esponja. Aquella era su historia, y al menos en parte era cierta.

Había abandonado la universidad hacía diez años, pero solo porque, para su desgracia, comprendió que era un pésimo profesor.

Había visto las expresiones confusas, había oído los frenéticos gimoteos de los estudiantes aterrados, y había comprendido que una mente que se lanzaba anárquica y sin control por los pasillos de la teoría podía aprender a empellones, pero no impartir la comprensión que tanto amaba. Había agachado la cabeza avergonzado y había huido.

En otro giro del mito, su director de departamento, el eterno y detestable Vermishank, no era un corderito empollón, sino un excepcional biotaumaturgo que había rechazado las investigaciones de Isaac no tanto por su heterodoxia, como porque no iban a ningún sitio. Isaac podía ser brillante, pero le faltaba disciplina. Vermishank había jugado con él como con un gatito, haciéndole suplicar trabajo como investigador independiente con un salario mísero, pero con acceso limitado a los laboratorios de la universidad.

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