Poul Anderson - Tau cero

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Tau cero: краткое содержание, описание и аннотация

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La época es el siglo XXI. Los personajes son cincuenta especialistas: hombres y mujeres elegidos tras un largo y cuidadoso proceso de selección destinado a incorporar sólo personal particularmente entrenado en el viaje espacial y excepcionalmente apto para desarrollar con éxito una nueva colonia. La nave es la
, la más reciente de su clase. Y todos los esfuerzos están puestos al servicio de una única misión: viajar a través del espacio interestelar hasta un lejano planeta donde debe establecerse una colonia terrestre.
Sin embargo dos años después de su partida, la
colisiona con una nube de desechos del espacio, se avería y la ruta se altera. Todos se ven irremediablemente sin fin hacia lo desconocido.

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—Relájate —dijo Fedoroff—. Maldita sea, lo primero que tienes que aprender es a relajarte.

Pasó cerca de ella y la agarró por la cintura. Unidos, los dos formaron un nuevo sistema que giró sobre un eje alocado mientras flotaba hacia el otro mamparo. Los procesos vestibulares registraron su enfado en forma de mareos y náusea. Él sabía cómo reprimir esa respuesta; y le había dado a ella una píldora contra el mareo antes de empezar la lección.

A pesar de eso, ella vomitó.

Él no podía hacer nada más que sostenerla durante el trayecto. La primera vez le cogió por sorpresa y le dio en la cara.

Después la sostuvo por la espalda. La mano libre nadaba en líquido amarillo y gotitas. Respirarlo bajo esas condiciones podía ahogar a una persona.

Cuando golpearon el metal, él agarró el apoyo más cercano, un estante vacío. Metió un hombro dentro del estante, para poder sostenerla y calmarla. Eventualmente se le pasó el mareo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Ella tembló y habló en murmullos.

—Quiero limpiarme.

—Sí, sí, encontraré un baño. Espera aquí. Aguanta, no te sueltes. Volveré en unos minutos. —Fedoroff se soltó de nuevo.

Debía cerrar los ventiladores antes de que el vómito entrase en el sistema general de aire de la nave. Después podría recogerlo con una aspiradora. Lo haría él mismo. Si se lo decía a otro hombre, el tipo podría sentirse algo más que resentido. Podría comenzar un rumor sobre…

Fedoroff apretó los dientes. Acabó su tarea y volvió con Jimenes.

Aunque todavía tenía la cara blanca, parecía haber recuperado el control.

—Lo siento muchísimo, Boris. —La voz era ronca como si la laringe estuviese quemada por los ácidos del estómago—. Nunca debí aceptar… alejarme tanto… de un aseo de succión.

Él se puso frente a ella y le preguntó con seriedad:

—¿Cuánto hace que tienes vómitos?

Ella se encogió de hombros. Fedoroff la agarró antes de que se soltase. Le hacía daño en las muñecas.

—¿Cuándo tuviste la última regla? —exigió.

—Tú viste…

—Vi lo que podía haberse simulado con facilidad. Especialmente si consideras lo mucho que he estado ocupado en mi trabajo. ¡Dime la verdad!

Él la zarandeó. Su cuerpo se retorció por los hombros.

Gritó. Fedoroff la soltó como si de pronto estuviese ardiendo.

—No pretendía hacerte daño —dijo. Ella se alejó de él. La agarró justo a tiempo, la acercó y la sostuvo contra el pecho.

—T-t-tres meses —dijo entre lágrimas.

La dejó llorar mientras le acariciaba el pelo negro. Cuando dejó de llorar, la llevó a un baño. Se limpiaron más o menos bien con unas esponjas. El líquido orgánico que empleaban tenía un olor penetrante que superaba al suyo propio, pero se volatilizaba con tal rapidez que Jimenes temblaba de frío. Fedoroff tiró las esponjas a la boca de un conducto que llevaba a la lavandería y encendió el secador, disfrutaron del calor durante unos minutos.

—¿Sabes?—dijo Fedoroff después de mucho silencio—, si hubiésemos resuelto el problema de la hidroponía en gravedad cero, podríamos diseñar algo que nos diese un baño de verdad. Incluso una ducha.

Ella no sonrió, simplemente se acercó a la salida de aire. Su pelo se echó hacia atrás.

Fedoroff se puso serio.

—Bien —le dijo—, ¿cómo pasó? ¿No se supone que el doctor debe seguir el programa anticonceptivo de cada mujer?

Ella asintió, sin mirarle. Su respuesta apenas era audible.

—Sí. Un pinchazo al año, pero para veinticinco de nosotras… y tiene muchas cosas en la cabeza además de la rutina…

—¿No os olvidasteis los dos?

—No. Fui a su consulta en la fecha indicada. Es vergonzoso cuando tiene que recordárselo a alguien. Él no estaba. Puede que estuviese fuera preocupándose de alguien con problemas. Nuestro programa se encontraba sobre la mesa. Lo miré. Vi que Jane había venido por la misma razón aquel mismo día, probablemente una hora o dos antes. De pronto cogí el bolígrafo y escribí «OK» al lado de mi nombre, en el espacio destinado a mi dosis. Lo escribí de la misma forma que lo hace él. Sucedió antes de saber lo que hacía. Salí corriendo.

—¿Por qué no se lo confesaste más tarde? Ha visto impulsos más tontos que ése desde que la nave sufrió el accidente.

—Él debía haberse acordado —dijo Jimenes en voz alta—. Si decidió que había olvidado que yo había ido, ¿por qué debería hacer su trabajo por él?

Fedoroff lanzó un insulto e intentó atraparla. Se detuvo cuando casi le había agarrado la muñeca.

—¡En nombre de la cordura! —protestó—. Latvala se mata trabajando para mantenernos en pie. ¿Y tú preguntas por qué deberías ayudarle?

Jimenes manifestó su desafío más abiertamente. Se enfrentó a él y habló:

—Prometiste que tendríamos hijos.

—Pero… bien, sí, es verdad, queremos tantos como podamos, una vez que lleguemos a un planeta…

—¿Y si no encontramos un planeta? ¿Entonces qué? ¿Puedes mejorar los biosistemas como has estado alardeando?

—Lo hemos dejado de lado en favor del proyecto de instrumentación. Puede llevarnos años.

—Unos pocos bebés no representarán una gran diferencia mientras tanto… para la nave, la maldita nave… pero serán importantes para nosotros…

Él se acercó a ella. Jimenes abrió los ojos aún más. Huyó de él, de agarre en agarre.

—¡No! —gritó—. ¡Sé lo que quieres! ¡No me quitarás mi bebé! ¡También es tuyo! Si… si me quitas a mi hijo… ¡te mataré! ¡Mataré a todos a bordo!

—¡Calma! —bramó él. Se echó un poco atrás.

Ella se quedó donde estaba, sollozando y enseñando los dientes.

—No voy a hacer nada —dijo—. Veremos al condestable. —Fue a la salida—. Quédate aquí. Tranquilízate. Piensa en cómo quieres defender tu caso. Traeré ropa.

En su camino, las únicas palabras que emitió fueron a través del intercomunicador. Pidió una entrevista privada con Reymont. No le habló a Jimenes, ni ella a él, de regreso al camarote.

Cuando estuvieron dentro, ella le agarró un brazo.

—Boris, es tu propio hijo, no puedes… y se acerca la Pascua…

Él la unió al cordón de seguridad.

—Cálmate —le dijo—. Toma. —Le dio una botella con algo de tequila—. Puede que te ayude. No bebas demasiado. Necesitarás toda tu inteligencia.

Llamaron a la puerta. Fedoroff dejó entrar a Reymont y la cerró de nuevo.

—¿Te gustaría una copa, Charles? —preguntó el ingeniero.

El rostro al que se enfrentó podía haber sido una máscara o un yelmo.

—Será mejor que hablemos primero de vuestro problema —dijo el condestable.

—Margarita está embarazada —le dijo Fedoroff.

Reymont flotó tranquilamente, agarrando ligeramente una barra.

—Por favor… —empezó a decir Jimenes. Reymont le hizo un gesto para que se callara.

—¿Cómo sucedió? —preguntó, con tanta suavidad como la respiración de la nave a través del sistema de ventilación.

Ella intentó explicárselo pero no pudo. Fedoroff lo resumió en unas pocas palabras.

—Entiendo —le dijo Reymont—. Quedan unos siete meses, ¿no? ¿Por qué me preguntáis a mí? Debíais haber ido directamente a la primer oficial. En cualquier caso ella será la encargada de tomar decisiones. No tengo más poder que el de arrestaros por violación grave del reglamento.

—Tú… Pensaba que éramos amigos, Charles —dijo Fedoroff.

—Mi deber es para con la nave —le contestó Reymont con la misma voz monótona de antes—. No puedo admitir las acciones egoístas que amenacen la vida del resto.

—¿Un niño pequeño? —gritó Jimenes.

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