Robert Silverberg - El poder oculto

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Lo cual significaba que Davison tenía que reprimir su poder. Sólo que… no podía reprimirlo. Cinco días de un autocontrol estricto y se sentía medio loco por la tensión. ¿Y si se veía en la situación de elegir entre recurrir a la telecinesis o morir? Supongamos qué ese árbol fuera a caer directamente sobre él. Podía enderezarlo de nuevo a voluntad, pero, ¿de qué le serviría si alguien estaba observando? Alguien que gritaría de inmediato: ¡Brujo!

Sin embargo, otros habían venido a Mondarrán IV y habían sobrevivido. Y habían regresado. Lo cual significaba que hallaron el modo conveniente. Davison se introdujo más aún en el bosque, tratando de ordenar coherentemente sus pensamientos.

Miró a lo lejos. Un río lleno de meandros corría pausadamente entre los árboles. Creyó ver allá delante una nube de humo azul que se alzaba de los arbustos. Alguien había encendido fuego.

Avanzó con cautela y de puntillas, maldiciéndose cada vez que sus pies rompían una ramita. Tras unos momentos de tensión, dio la vuelta a una curva del sendero y descubrió de dónde procedía él humo.

Sentado en el borde del río, con una sartén en la mano, estaba Joe el Tonto, el mendigo con quien se cruzaron al venir del puerto espacial. Seguía vestido de harapos, con la vieja cazadora de cuero. Por lo visto, estaba asando un par de peces en una pequeña hoguera.

Sonriendo de alivio, Davison se aproximó más. De pronto, se desvaneció su sonrisa y se quedó con la boca abierta de asombro.

Joe el Tonto asaba los peces, desde luego. Pero no había fuego…, a no ser la radiación que surgía de las puntas de sus dedos.

Joe el Tonto era un pirético.

Davison se quedó con un pie en el aire, helado de asombro. Joe el Tonto, un ignorante medio imbécil, un mendigo, tranquilamente sentado en el refugio del bosque, cocinaba piréticamente un par de peces para el desayuno. Un poco más arriba, junto a la orilla, vio una cabaña de tosca construcción, evidentemente el hogar de Joe.

La respuesta al enigma se le hizo obvia de pronto. Tenía lógica.

Era imposible vivir en la sociedad de Mondarrán IV con un poder metapsíquico y sobrevivir durante cinco años, demasiado duro reprimir la utilización casual del poder. Y la tensión que implicaba esa empresa, demasiado difícil de soportar para la mayoría de los hombres.

Pero uno podía vivir fuera de la sociedad, como un vagabundo que prepara sus comidas en el bosque… Nadie lo advertiría, no habría nadie cerca que observara las prácticas ocasionales del poder. Nadie sospecharía que un vagabundo comido por las pulgas fuera un brujo. ¡Claro que no!

Davison adelantó un paso más y empezó a decir algo a Joe el Tonto. Éste alzó la vista al oírle. Descubrió a Davison a unos siete metros de distancia, le miró furioso y dejó la sartén en el suelo. Llevándose la mano a la cadera, sacó un cuchillo de caza y, sin la menor vacilación, lo lanzó silbando contra él.

En el brevísimo instante en que el cuchillo salió disparado de la mano de Joe, una idea penetró en la mente de Davison. Joe el Tonto tenía que ser un terrestre como él que cumplía su estancia de cinco años en Mondarrán. Por lo tanto, no necesitaba ocultarle su propio poder metapsíquico, no era preciso dejar que la hoja le atravesara…

Davison desvió el cuchillo, haciéndolo caer limpiamente hasta que quedó clavado en la tierra blanda a sus pies. Se inclinó, lo recogió y miró a Joe el Tonto.

—Lo… lo hiciste volar —exclamó el mendigo con aire incrédulo—. ¡No eres un espía!

—No, soy un telecinésico —sonrió Davison—. Y tú, un pirético.

Una lenta sonrisa cubrió a su vez el rostro barbudo de Joe el Tonto. Cruzó el terreno hasta donde Davison permanecía en pie y le tendió la mano.

—Eres un terrestre. ¡Un auténtico terrestre! —dijo gozoso, hablando en un susurro.

Asintió Davison.

—¿Tú también?

—Sí. Llevó aquí tres años y eres el primero con el que he hablado. Todos los que he visto fueron quemados en la hoguera.

—¿Todos? —preguntó Davison.

—Bueno, no he querido decir eso —respondió Joe—. En realidad, sólo algunos murieron en la hoguera. El Gremio no pierde tantos hombres. Pero todos los que yo he conocido fueron quemados. Y nunca me atreví a hablar con ellos. Tú eres el primero…, y eso porque me viste. No debería haber sido tan descuidado, pero nadie viene por aquí excepto yo.

—U otro loco terrestre —añadió Davison.

No se atrevió a pasar mucho tiempo con Joe el Tonto, cuyo verdadero nombre, según averiguó, era Joseph Flanagan, de la Tierra.

En una conversación apresurada, allá en el bosque, Flanagan le explicó todo el asunto. Una solución perfectamente lógica. Al parecer, la mayoría de los terrestres enviados a tales planetas adoptaban el aspecto de un vagabundo e iban de un pueblo a otro, con, gestos extraños y ojos de loco, sin permanecer demasiado tiempo en ninguna parte, sin entregarse libremente al poder que poseían.

Les quedaba el recurso de internarse en un bosque y desahogarse en privado, para aliviar la tensión de la abstinencia. No importaba. Nadie les observaba, nadie iba a pensar que fueran brujos. El camuflaje perfecto.

—Será mejor que nos vayamos —dijo al fin Flanagan—. Ni siquiera aquí estamos seguros. Y quiero vivir los dos años que me quedan. ¡Señor, qué bueno será bañarme con regularidad otra vez!

—La verdad es que estás bien organizado —sonrió Davison.

—Es lo más sencillo. No puedes andar siempre dándote de cabezazos contra un muro. Yo intenté vivir en el pueblo, como tú. Casi me volví loco en un mes, tal vez menos. No puedes ponerte a su nivel y confiar en sobrevivir; tienes que estar por debajo de su nivel, donde ellos no esperan encontrar brujos. Entonces te dejan en paz.

Davison asintió de nuevo, completamente de acuerdo.

—Tiene lógica.

—Ahora he de irme.

Flanagan dejó que sus músculos se relajaran, adoptó otra vez el aire encogido y el gesto de Joe el Tonto y, sin decir adiós, echó a andar con paso vacilante por el bosque. Davison se quedó algún tiempo observándole. Después, se volvió y retrocedió por donde había venido.

Ahora tenía la respuesta, pensó.

No obstante, cuando salió del bosque y recibió plenamente el azote del sol de mediodía, ya no estaba tan seguro. Kechnie le había dicho en una ocasión: No huyas, pero no le había explicado sus palabras… Davison comprendía ahora lo que pretendía decirle. Joe Flanagan, el Tonto, pasaría cinco años con un mínimo de esfuerzos y, cuando volviera, obtendría su permiso y se convertiría en miembro del Gremio. Ahora bien, ¿habría cumplido realmente su meta hasta el fin? En verdad, no. No le sería posible ocultarse siempre bajo el disfraz de mendigo. En algún momento, en alguna parte, le sería preciso actuar como miembro de la sociedad. Entonces, los cinco años de andar vacilante y sus gestos de loco no le servirían de nada.

Tenía que haber otro modo, pensó Davison con rabia. Algún modo de pasar los cinco años sin enterrar la cabeza como el avestruz. Un sistema que le mantuviera en forma hasta volver a la sociedad y le capacitara para vivir en una sociedad carente de metapsíquica conservando sus poderes bien controlados.

Cruzó los campos ardientes bajo el sol. A lo lejos, vio a la familia Rinehart que ahora llegaba al otro extremo. Era mediodía y se aproximaba la hora del descanso. Mientras les miraba, Dirk Rinehart terminó un surco y vació las vainas en el camión allí dispuesto. Antes de haberse acercado lo suficiente para oírles, los demás habían terminado también y se habían incorporado, relajándose tras una ruda mañana de trabajo.

—Bien, bien… Mirad quién ha vuelto —exclamó Janey al acercarse Davison—. ¿Has descansado bien esta mañana?

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