Robert Silverberg - El poder oculto

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Davison asintió.

—Recién llegado de Dariak III. He pensado en probar suerte en este mundo.

—Me alegro de tenerle entre nosotros, amigo —dijo Domarke amablemente—. Lástima que se perdiera el espectáculo. Probablemente vería el fuego desde el puerto espacial.

—También yo siento habérmelo perdido —se vio obligado a decir—. ¿Tienen muchos problemas con los brujos por aquí?

—Algunos —El rostro de Domarke se había oscurecido—. Aunque no demasiados. De vez en cuando, hay un tipo que nos viene con trucos de ese estilo. En cuanto lo descubrimos, le enviamos a reunirse con su Maestro. No queremos que esas gentes ronden por aquí, hermano.

—No me extraña —corroboró Davison—. Se supone que los hombres no han de hacer cosas extrañas.

—No, señor —dijo con énfasis el alcalde—. Pero si las hacen, acabamos con ellos. El año pasado, vino un tipo de Lanargón VII y se estableció aquí como apicultor. Un chico agradable. Joven, con una hermosa cabeza sobre los hombros. Salía mucho con mi hija. Todos le apreciábamos. Jamás sospechamos que fuera un malvado.

—Brujo, ¿eh?

—Ya lo creo-asintió Domarke—. Un día se le escaparon las abejas. Estaban furiosas. Se lanzaron contra él y comenzaron a picarle. Y lo primero que vimos fue que él las miraba muy divertido y empezaba a lanzar fuego por las puntas de los dedos —Agitó la cabeza ante el recuerdo—. Acabó quemando todas las abejas. Ni siquiera trató de luchar cuando le ahorcamos.

—¿Le ahorcaron? ¿Y por qué no le quemaron? —preguntó Davison con una curiosidad morbosa.

—Hubiera sido inútil —repuso el alcalde, encogiéndose de hombros—. Estos tipos están en connivencia con el fuego y resulta inútil tratar de quemarles. Le colgamos inmediatamente.

«Uno de los muchachos de Kechnie, probablemente —se dijo Davison—. Un pirético al que enviaron aquí para que aprendiera a controlar su poder. Sólo que no aprendió con la rapidez suficiente.»

Se mordió el labio inferior por un segundo y dijo:

—Supongo que ya es hora de que me ocupe de mis cosas. ¿A quién debo acudir para buscar una habitación en esta ciudad?

Le ayudaron a encontrar hospedaje en casa de una familia llamada Rinehart, que poseía una granja apenas a unos diez minutos de camino a pie desde el centro del pueblo. Habían puesto un aviso solicitando un obrero.

Se trasladó allí aquella misma tarde, deshizo la maleta, guardó sus escasas pertenencias y colgó la chaqueta en el armarito que le habían destinado. Al acabar bajó a conocer a sus anfitriones.

La familia se componía de cinco miembros. Rinehart era un hombre calvo, de unos cincuenta y cinco años, con el rostro muy curtido por las horas de trabajo al sol ardiente, rasgos firmes y aire jovial. Su esposa —Mamá— una mujer formidable, se cubría con un delantal sorprendentemente arcaico. Tenía voz melodiosa, de resonancias masculinas, e irradiaba un ambiente de sencillez campesina y tradicional. Davison pensó que mentalidades como la suya habían desaparecido hacía ya mucho tiempo de un planeta tan sofisticado como la Tierra.

Tenían tres hijos: Janey, una chica muy bien formada y de piernas largas, de unos dieciocho años; Bo, un muchacho de diecisiete, musculoso y sombrío, y Buster, un crío de once años. «Parecen la clásica familia feliz», se dijo Davison.

Salió de su habitación —abriendo y cerrando laboriosamente la puerta a mano— y empezó a bajar las escaleras. Al llegar al cuarto escalón, notó que resbalaba y, de manera automática, se transportó telequinésicamente de regreso al rellano, para afirmarse bien sobre los pies. Una vez recuperado el equilibrio, se enderezó. De pronto, al comprender lo que había hecho, quedó paralizado, sintiendo que gotas de sudor frío brotaban de su frente.

Nadie lo había visto. Nadie, por esta vez.

¿Cuántas veces cometería el mismo error?

Dejó que sus nervios se recuperaran de la impresión, aguardando a que la sangre volviera a sus mejillas, acabó de bajar la escalera y entró en la sala. Los Rinehart le aguardaban ya reunidos.

Janey apareció en la puerta y le miró con aire indolente.

—La cena está lista —anunció.

Davison se sentó en la mesa. Rinehart, en la cabecera de la misma, pronunció una bendición, breve pero devota, y terminó con una plegaria por el obrero recién contratado que se hallaba entre ellos. Al fin, apareció Janey desde la cocina, en la parte trasera de la casa, con una bandeja llena de cuencos de sopa, humeante.

—Está muy caliente-anunció.

Bo y Buster se apartaron para permitirle servir. Dejó la bandeja y… entonces sucedió. Davison vio lo que se le venía encima y se mordió el labio, angustiado.

Uno de los cuencos de sopa ardiente resbalaba hacia el extremo de la bandeja. Lo miró mientras, como en cámara lenta, el cuenco caía por el borde de la bandeja, salpicaba parte del contenido y dejaba caer todo el resto sobre su brazo derecho y desnudo.

Lágrimas de dolor acudieron a sus ojos…, aunque no sabía qué le dolía más, si la quemadura de la sopa en el brazo o la auténtica conmoción sufrida al contenerse para que aquel cuenco no volara hasta el otro extremo del comedor.

Se mordió de nuevo el labio y siguió sentado, temblando por el esfuerzo mental que le había costado dominarse.

Janey dejó la bandeja y acudió muy apurada a su lado.

—¡Caray, Ry, no lo hice a propósito! ¡Señor! ¿Te he quemado?

—Sobreviviré —respondió—. No te preocupes.

Ayudó a recoger la sopa caída sobre la mesa, sintiendo que el dolor menguaba lentamente.

«¡Kechnie, Kechnie, no me enviaste precisamente a un viaje de placer!»

Rinehart le empleó como trabajador en el campo. La cosecha más importante de Mondarrán IV consistía en un producto que denominaban judías largas, una leguminosa que todo el mundo comía en grandes cantidades, que se mezclaba con el trigo y se utilizaba para muchas cosas más. Era una planta resistente, casi indestructible, que daba tres cosechas al año bajo el calor constante de Mondarrán IV.

Rinehart tenía una granja pequeña, de unas cuarenta y cinco áreas, que se extendía sobre una colina cerca de un lago fangoso. Había llegado el tiempo de la segunda cosecha del año, lo cual implicaba el laborioso proceso de arrancar de los tallos las vainas retorcidas que encerraban los granos.

—Te inclinas así y las arrancas —explicó Rinehart a Davison, demostrándole cómo debía hacerlo—. Luego, te vuelves un poco y echas las vainas en el cesto que llevas a la espalda.

Le ayudó a colocarse el arnés en los hombros, se colocó el suyo propio y juntos partieron hacia el campo. El sol estaba muy alto. Siempre parecía mediodía en este planeta, pensó Davison, que empezó a sudar de inmediato.

Moscas de alas púrpura zumbaban ruidosamente en torno a los tallos gruesos de las plantas. Cargado con el cesto, Davison avanzaba por el campo, luchando para mantenerse al paso de Rinehart. Éste, aunque más viejo, ya estaba tres metros por delante de él, en el surco inmediato, inclinándose, agarrando la vaina, dando un tirón y dejándola caer en el cesto mediante una sucesión de movimientos precisos.

Era un trabajo arduo. Las manos de Davison comenzaban a enrojecer el contacto con la superficie, tan rugosa como el papel de lija, de las hojas de la planta, y la espalda le dolía por la repetición constante de un esquema de movimientos absolutamente inhabitual para él. Abajo, arriba, la mano atrás. Abajo, arriba, la mano atrás.

Apretó los dientes y se esforzó a seguir adelante. El brazo le ardía por el uso excesivo de unos músculos que no había utilizado en años. El sudor le caía por la frente, se le metía por el cuello, le goteaba de las cejas. Las ropas estaban ya empapadas.

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