René Barjavel - La noche de los tiempos

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En un gran paisaje polar de tonos pastel, se mueven unas manchas de colores vivos: son los miembros de una misión de las Expediciones Polares de Francia que deben efectuar un trabajo bajo un glaciar. Allí, el espesor del hilo alcanza mas de mil metros y sus profundas grietas datan de 900.000 años. Sin embargo, se produce un extraño fenómeno: los aparatos registran una señal proveniente del suelo Ya no cabe duda alguna: ¡hay una emisora bajo el hielo! La noticia estalla como una bomba. Títulos de la prensa internacional: el misterio bajo el hielo, La UNESCO quiere derretir el Polo Sur, etc. La noche de los tiempos es a la vez un reportaje, una epopeya y un apasionado canto al amor. El presente y el pasado se entremezclan, afrontan sus esperanzas y sus temores y arriesgan el destino del mundo. Atravesando el drama universal como un trazo de fuego, el destino de Elea y Paikan los lleva directamente hacia la leyenda de los amantes dichosos y malditos.

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— Siete u ocho, pongamos diez.

— Bueno, es factible. Se organiza un convoy, los snowdogs van a depositar sus pasajeros y vuelven a buscar otros…

— ¿Adónde van a depositar a sus pasajeros?

— ¿Como dónde?

— El refugio más cercano es la base Scott. A seiscientos kilómetros. Si no tienen dificultades, necesitarán dos semanas para llegar. Y si los depositan fuera del refugio, se congelarán en tres minutos. A menos que el viento se calme…

— Entonces?

— Entonces…

— ¡Esperar! ¡Esperar! cuando puede estallar…

— ¿Qué se sabe?.

— ¿Cómo qué se sabe?

— ¿Quién ha dicho que las minas iban a explotar, aun si no se las tocaba? Es Lukos. ¿Quién nos prueba que ha dicho la verdad? No explotarán quizá si no se las zarandea. ¡No las maltratemos! Y aun si revientan ¿quién nos asegura que la Pila sufrirá deterioros? Maxwell, ¿puede usted afirmarlo?

— Ciertamente que no. Afirmo solamente lo que temo. Y pienso que hay que evacuar.

— ¡Puede ser que no se mueva nada, su Pila! ¿Usted no puede hacer algo? ¿Protegerla más? ¿Quitar el uranio? ¿Vaciar los circuitos? ¿Hacer algo, pues?

Maxwell miró a Rochefoux, que le hacía esa pregunta, como si le hubiese pedido si podía, levantando las narices, sin moverse de su silla, escupir sobre la luna.

— Buenos… bueno… no puede, ya me lo imaginaba, una Pila es una Pila… Y bien, esperemos… La tregua… Los levanta minas… Los levanta minas van a llegar seguramente. Pero la calma…

— ¿Dónde están esos malditos levanta minas?

— El más cercano está a tres horas. Pero se posará ¿cómo?

— ¿Qué dice la oficina meteorológica?

— La meteorológica, somos nosotros quienes le suministramos las informaciones para sus previsiones. Si le anunciamos que el viento se calma, ella nos dirá que hay una mejoría en el tiempo.

A lo largo del hombre envuelto, acostada contra él, Eléa esperaba, tranquila, lo! ojos cerrados. Su brazo izquierdo estaba desnudo, y el brazo del hombre tenía destapado algunos centímetros a la altura del pliegue del codo. Los cuatro centímetros al descubierto estaban marcados por placas rojas de quemaduras en vía de cicatrización.

Estaban todos ahí los seis reanimadores, sus asistentes, los enfermeros, los técnicos, y Simon. Nadie tuvo ni por un instante la idea de ir a ponerse a salvo en la montaña de hielo. Si las minas y la Pila estallaban, ¿qué le pasaría a la entrada del Pozo? ¿Podrían alguna vez volver a salir? Ni pensar en esto. Habían venido de todos los horizontes de la tierra para volver a la vida a este hombre y a esta mujer, habían tenido éxito con la mujer, tentaban con el hombre la operación de la última posibilidad dentro de los límites de un tiempo desconocido. Disponían quizá de algunas horas, quizá de algunos minutos, no lo sabían, no había que perder un segundo, y no comprometer nada apresurándose. Estaban todos ligados a Coban por los lazos del tiempo, para el éxito o para el fracaso, quizá la muerte.

— Cuidado, Eléa — dijo Forster—, relájese. La voy a pinchar un poco, no le va a doler.

Pasó sobre el pliegue del codo un algodón impregnado de éter, y hundió la aguja hueca en la vena hinchada por el torniquete. Eléa no se había estremecido. Forster quitó el torniquete. Moissov puso el transfusor en marcha. La sangre de Eléa, bermeja, casi dorada, apareció en el tubo de plástico. Simon tuvo un estremecimiento, y sintió su piel erizarse. Sus piernas se aflojaron, sus oídos zumbaron y todo lo que veía se volvió blanco. Hizo un enorme esfuerzo sobre al mismo, para quedarse de pie, y no desplomarse. Los colores retornaron a su vista, su corazón latió violentamente y recobró su ritmo.

El difusor anunció en francés:

— Acá Rochefoux. Una buena noticia: el viento disminuye. La velocidad de la última racha: doscientos ocho kilómetros por hora. ¿En qué están?

— Empezamos — dijo Labeau—. Coban va a recibir las primeras gotas de sangre en algunos segundos.

Al mismo tiempo que contestaba, despejaba las sienes del hombre momia, limpiaba con delicadeza la piel quemada, y le ceñía la cabeza con un círculo de oro. Le tendió el otro a Simon. Las quemaduras profundas del cuero cabelludo y de la nuca hacían difícil la aplicación de los electrodos del encefalograma, y aleatorias sus indicaciones. Los círculos de oro, con un médico en la recepción, podían reemplazarlo ventajosamente.

— En cuanto el cerebro vuelva a funcionar, usted lo sabrá — dijo Labeau—. El subconsciente se despertará antes que la conciencia, y bajo su forma más elemental, la más inmóvil: la memoria. El sueño predespertar no vendrá sino después. En seguida que usted tenga una imagen, dígalo.

Simon se sentó sobre la silla de hierro. Antes de bajar la placa frontal sobre sus párpados, miró a Eléa.

Ella había abierto los ojos y lo miraba. Y había en su mirada como un mensaje, un calor, una comunicación que él no había visto nunca. Con… no lástima, sino compasión. Sí, era eso. La lástima puede ser indiferente, o aun acompañar al odio. La compasión reclama una especie de amor. Ella parecía querer reconfortarlo, decirle que no era grave, y que él se curaría de ello. ¿Por qué una mirada así en un momento semejante?

— ¿Entonces? — preguntó Labeau, bruscamente.

La última imagen que había recibido fue la de la mano de Eléa, bella como una flor, ligera como un pájaro, que se abría y se posaba sobre la comida — máquina puesta a su alcance, a fin de que ella pudiera extraer lo necesario para sostener sus fuerzas.

Y luego no hubo más nada que esa tiniebla interior de la visión anulada, que no es oscuridad, sino una luz eclipsada.

— ¿Entonces? — repitió Labeau.

— Nada — dijo Simon.

— El viento está a 190 — dijo el difusor—. Si calma un poco más aún, se va a comenzar la evacuación. ¿En qué están ustedes?

— Le agradeceríamos que no nos molestara más — dijo Moissov.

— Nada — dijo Simon

— ¿Corazón?

— Treinta y uno.

— ¿Temperatura?

— 34º 7.

— Nada — dijo Simon.

Un primer helicóptero levantó vuelo, cargado de mujeres. El viento no sobrepasaba los 150 km por hora y a veces bajaba a 120. Un helicóptero despegó de la base Scott para venir a buscar las pasajeras a medio camino. Los dos aparatos se dieron cita sobre un ventisquero, que se deslizaba en un valle bastante resguardado, perpendicular al viento. Pero la base Scott no podía servir sino de enlace. No estaba hecha para cobijar a una aglomeración. Todas las unidades de la Fuerza Internacional susceptibles de acercarse a las costas sin demasiado riesgo, se lanzaban hada el continente. Los portaaviones Americanos y el Neptuno soltaron verticalmente sus aviones que arremetieron hacia el EPI. Tres submarinos de carga rusos, porta— helicópteros, subieron a la superficie a lo largo de la base Scott. Un cuarto, en el momento que emergía, fue cortado en dos por la proa sumergida de un témpano. Su motor atómico revestido de cemento bajó lentamente hasta el limo tranquilo de las grandes profundidades. Algunos ahogados subieron a la superficie entre los desechos flotantes, fueron vapuleados por las olas, y volvieron a hundirse, repletos de agua.

— Corazón cuarenta y uno.

— Temperatura 35º 0.

— Nada — dijo Simon.

El primer equipo, de levanta minas se había posado en Sydney y vuelto a despegar. Eran los mejores, eran ingleses.

— Ya está — gritó Simon—. ¡Imágenes!

Oyó la voz furiosa de Moissov y en el otro oído la Traductora que le traducía de no gritar.. Ola al mismo tiempo, en el interior de su cabeza, nacido directamente en su cerebro sin intervención de los nervios acústicos, un tronar sordo, golpes, explosiones, voces apagadas, como envueltas en nieblas algodonosas.

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