Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— ¡Quédate donde estás! — chilló —. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas… a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!

— Espera… — El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso —. No soy ningún mutante, buen hombre — prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario —. ¿Comprende su significado?

Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.

Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.

— Ah… uno de ellos. — Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo —. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? — preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.

El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.

— ¿Qué haces aquí en las ruinas?

El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de cuaresma.

El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.

— ¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! — dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción.

Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.

Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.

Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.

A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.

El novicio se estremeció de nuevo.

— ¡Apage Satanas! — susurró, echándose hacia atrás y dejando caer la comida. Sin previo aviso, roció al viejo con agua bendita de un pequeño frasco que sacó de su escondite en la manga. Por un momento, el peregrino se había confundido con el demonio, en la mente ligeramente afiebrada del novicio.

El ataque por sorpresa a las Fuerzas de la Oscuridad y la Tentación no produjo resultados sobrenaturales inmediatos; pero el resultado natural pareció surgir ex opere operato. El peregrino — Belcebú no desapareció en una explosión de humo sulfuroso, pero emitió sonidos gorgoteantes, se volvió de un color rojo subido y se abalanzó hacia Francis con un grito aterrador. El novicio se alejó velozmente enredándose con su hábito mientras trataba de escapar de los golpes del báculo con punta de hierro que blandía el peregrino, y si logró escaparse fue porque el viejo había olvidado sus sandalias. La carga renqueante del anciano se convirtió en una serie de piruetas. De pronto sintió las piedras abrasadoras bajo sus plantas desnudas. Se detuvo preocupado. Cuando el hermano Francis miró por encima de su hombro, obtuvo la clara impresión de que la retirada del peregrino a su refugio de frescor iba acompañada de la proeza de avanzar saltando sobre la punta de un gran dedo gordo.

Avergonzado del olor a queso que impregnaba sus dedos y arrepintiéndose de su exorcismo irracional, el novicio se retiró cabizbajo para seguir con sus autoimpuestas ocupaciones entre las viejas ruinas, mientras el peregrino se refrescaba los pies y satisfacía su cólera lanzando alguna piedra ocasional contra el joven cada vez que éste aparecía a su vista, entre los montones de pedruscos. Cuando su brazo se hubo cansado, lanzó más amenazas que piedras, y tan pronto Francis dejó de escabullirse, se limitó a gruñir sobre su pan y queso.

El novicio iba de un lado para el otro por entre las ruinas, tambaleándose ocasionalmente hacia algún punto focal de su trabajo, con una piedra del tamaño de su propio pecho cerrada en un penoso abrazo. El peregrino le observaba seleccionar una piedra, estimar sus dimensiones en palmos, rechazarla y seleccionar cuidadosamente otra, liberarla con dificultad de entre el montón de rocas; levantarla y llevársela a trompicones.

Después de unos pasos, Francis dejó caer la piedra y, sentándose de pronto, apoyó la cabeza sobre las rodillas en un aparente esfuerzo para evitar desmayarse. Respiró profundamente durante un rato y se levantó de nuevo dispuesto a llevarse la piedra haciéndola rodar, lado sobre lado, hacia su destino. Continuó con esta actividad mientras el peregrino, ya sin el aspecto feroz, empezaba a bostezar.

El sol lanzó sus llameantes maldiciones del mediodía sobre la tierra calcinada, soltando su anatema contra todas las cosas húmedas. A pesar del calor, Francis siguió trabajando.

Cuando el viajero hubo terminado con su arenoso pan y queso rociándolos con algunos sorbos de su odre, se calzó las sandalias, se levantó con un gruñido y avanzó cojeando entre las ruinas hacia donde trabajaba el novicio. Al ver acercarse al viejo, el hermano Francis echó a correr hasta alejarse a una distancia prudencial. Burlonamente, el peregrino agitó, en su dirección, su garrote con punta de hierro; pero al parecer estaba más interesado en la obra de albañilería del muchacho que ansioso de venganza. Se detuvo para examinar la madriguera del novicio.

Allí, cerca del borde este de las ruinas, el hermano Francis había cavado una trinchera poco profunda, empleando un bastón como azadón y las manos como pala. El primer día de cuaresma la había cubierto con abrojos y la ocupaba durante la noche como refugio contra los lobos del desierto. Pero a medida que los días de su ayuno aumentaban en número, su presencia acrecentaba su rastro en la vecindad, de tal modo que los lobunos merodeadores nocturnos parecían sentirse excesivamente atraídos por el área de las ruinas e incluso se acercaban a su techo de abrojos cuando el fuego se había consumido.

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