Más tarde, uno de los hermanos, Sal, empezó a hablar con los federales; y como se temía que se sirviera de aquel asesinato para librarse de problemas en otro asunto en que estaba metido, sin relación con aquel, desenterraron rápidamente el bidón y lo metieron en el maletero de un coche que pusieron, a su vez, en una máquina compresora gigante que lo redujo a un bloque de metal de un metro veinte por sesenta centímetros. Junto con otros centenares de coches comprimidos, se vendió a los japoneses como chatarra que se reciclaría para construir coches nuevos que harían la competencia a los producidos en Detroit.
Y así terminó, según Richard, el jefe del sindicato del transporte Jimmy Hoffa.
Ahora forma parte de un coche, en alguna parte de Japón, dijo en confianza Richard hace poco, con una leve sonrisa burlona en su cara de grandes pómulos.
El Grandullón
Los tipos de la Mafia, sus asociados, sus aliados, sus afiliados y sus amigos son, en su mayoría, gente rencorosa y vengativa. No son partidarios de echar pelillos a la mar. Por ello, el negocio de Richard como asesino florecía. Cuanto más trabajaba, cuanto mayores eran sus éxitos, más contratos recibía de todo el país, y más tarde, incluso del extranjero: Richard asesinó por dinero en Sudamérica y en Europa.
Lo más corriente era que el encargo requiriera un asesinato rápido, nada muy complicado. Pero Richard estaba matando a tanta gente que recibía, inevitablemente, «peticiones especiales», como las llama él.
Un «hombre hecho» de Nueva Jersey tenía una hija encantadora, inocente, de grandes ojos, una preciosidad. Tenía diecinueve años. Había empezado a verse con un hombre mayor, un sujeto muy bien parecido. El padre quiso impedir que su hija se viera con aquel hombre mayor, que era evidentemente un galán mujeriego, de grandes dientes blancos y ojos negros relucientes, con un pendiente en la oreja izquierda, demasiado guapo para su propio bien.
El padre, impotente, llevó aparte al amigo y le preguntó educadamente:
– ¿Qué intenciones tiene usted para con mi hija?
– ¿Intenciones? -repitió el galán, perplejo. No tenía la menor idea de que el padre era de la Mafia.
– Sí… su madre y yo quisiéramos saberlo.
– Pues, simplemente… pasarlo bien, ¿sabe?
– ¿Pasarlo bien? -repitió el padre.
– Sí; ya sabe, divertirnos. ¡Pasarlo bien! -explicó el galán, con su gran sonrisa seductora y luciendo los dientes.
El pudre, que era siciliano, se puso rojo como una remolacha, pero no dijo una palabra más.
Este siciliano se puso en contacto con Richard por mediación de unos amigos; le dijo que quería que aquel tipo desapareciera, pero que antes «¡tenía que sufrir!».
– Será un placer -dijo Richard con toda sinceridad.
A los dos días, Richard se apoderó del galán y lo llevó a las cuevas del condado de Bucks, donde sabía que vivían las ratas. Richard tenía preparadas unas tiras delgadas de piel sin curtir. Quería probar una cosa nueva. Desnudó al galán, mojó las tiras de piel, le envolvió con una los testículos y le puso otra alrededor de cada brazo y otra en la frente. Era un día templado de septiembre. Richard contempló los sufrimientos del galán cuando se fue tensando la piel, divertido, desapegado, explicando al hombre por qué le estaba pasando aquello. Hizo algunas fotos Polaroid de los sufrimientos del galán, de sus huevos, ahora rojos como tomates. Se quedó allí un rato con el galán, viéndolo sufrir, oyendo sus súplicas. Richard, impasible, estudiaba los sufrimientos del hombre como un científico que observara una bacteria infecciosa al microscopio. Para Richard era una experiencia didáctica ver cómo se le clavaba en la carne la piel sin curtir, cómo empezaban a acercarse las ratas a la víctima. Aparecieron tantas ratas que Richard tuvo que marcharse por fin, aunque tomó más fotos Polaroid del galán antes de irse.
Volvió dos días más tarde. Del hombre no quedaban más que algunos restos del esqueleto mordisqueado. Las ratas se habían comido hasta las tiras de piel sin curtir. El aire estaba cargado del olor apestoso de las ratas y de sus excrementos desagradables. Richard arrojó los pocos restos por el pozo de una mina.
Cuando Richard enseñó al padre siciliano las fotos, este se quedó encantado, tenía una sonrisa de oreja a oreja y, viendo al Grandullón con nuevo respeto, le dio diez mil dólares más de lo acordado. Otro cliente satisfecho.
Richard empezó a preguntarse por qué no le inquietaba en absoluto ver y hacer esas cosas, cometer tales actos de barbarie. Pensó mucho en esto. La cuestión lo inquietaba y, hasta cierto punto, lo desconcertaba.
Se preguntaba cómo podía ser tan frío, tan indiferente hacia los sufrimientos de la gente. Aquello le hizo creer durante cierto tiempo que no estaba bien de la cabeza. Según explicó: Desde que era niño, siempre me sentí como un extraño, como relegado, y ahora, por las cosas que hacía, volvía a sentirme de nuevo así. Pero desde otro punto de vista, en general aquello no me molestaba… me acostumbré. Pero ¿por qué?, ¿por qué era así?, me preguntaba. Quiero decir, por qué era tan frío, tan indiferente ante los sentimientos de las personas. Ante su dolor. ¿Había nacido así, o me habían hecho de esa manera? Hasta con mi propio familia… lo malo que podía ser con ellos, con las únicas personas que me habían importado en la vida. Esto no me gustaba; no quería ser así, quiero decir, ser así con mi familia.
Pensé ir a consultar a un psiquiatra, por si podía darme, ya sabe, ayuda, alguna medicación quizá; pero, claro, no podía hacer eso. ¿ Cómo iba a decir al psiquiatra: mire usted, mato y torturo a la gente por dinero, y me gusta mi trabajo? Imposible.
Este «Richard introspectivo» contrastaba mucho con el asesino frío como una piedra que se había labrado una reputación como superestrella del homicidio entre los círculos mafiosos de todo el país. Richard, al que llamaban el Grandullón, se estaba convirtiendo en un asesino muy solicitado. Era eficaz y discreto, y no tenía tratos personales con gente de la Mafia. Era un verdadero padre de familia que se daba la circunstancia de que trabajaba de asesino a sueldo. Gracias a esto, Richard pasó muchísimo tiempo sin que se fijara en él la Policía ni el FBI. Muy poca gente sabía siquiera su nombre verdadero. No hacía vida social con gente de la Mafia. No asistía a sus bodas, a sus funerales ni a sus fiestas familiares.
Hasta el propio Roy DeMeo solo tenía su número de «busca». Era la única manera de ponerse en contacto con él, y así lo prefería. Nunca llevaba a gente de la Mafia a su casa ni les decía dónde vivía. Mantenía a su familia apartada de todo aquello.
Una de las pocas personas con las que Richard mantenía un trato personal era con Phil Solimene, de Patterson. Richard tenía a Solimene por amigo suyo; no tenía intención de matarlo, cosa rara en él, y hacía muchos tratos con Solimene: le vendía pornografía, le compraba y le vendía artículos procedentes de asaltos, asesinaba a gente a la que Solimene atraía con ofertas de falsos tratos y negocios. Hasta salían juntos Barbara y Richard y Solimene y su mujer. Esta relación, esta única amistad, acabaría por convertirse en el único punto vulnerable de Richard. Era un resquicio en aquella armadura que se había forjado con tanto cuidado.
Era el talón de Aquiles de su pie de la talla 48.
Mientras tanto, Roy DeMeo estaba descontrolado, era como un tren sin frenos que se dirigía al desastre. Había llegado a considerarse invencible, por encima de la ley, con derucho a hacer lo que le diera la gana, donde y cuando le diera la gana. DeMeo había convertido la pequeña trastienda del Gemini Lounge en un verdadero matadero. Con su cuadrilla de asesinos en serie mataban, descuartizaban y despedazaban a docenas de personas. Varias por semana. A veces, dos en un día. Todos aquellos asesinatos se le estaban subiendo a la cabeza a Roy. Empezó a considerarse intocable, un dios entre los mortales. Tenía a sueldo a varios detectives del Departamento de Policía de Nueva York, y así llegaba a sus manos regularmente la información que le servía para librarse de problemas, para evitar que lo detuvieran. Uno de estos policías corruptos era un detective de ojos saltones de la unidad de vehículos robados de Brooklyn. Tenía el pelo oscuro con entradas, ojos negros y velados y labios carnosos; tenía unos treinta y cinco años, por lo que era bastante joven para ser detective.
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