– ¿Qué ha ocurrido con los ocupantes del vehículo?
– Los detalles son innecesarios, pero puedo asegurarle que no secuestrarán a nadie nunca más.
Lo primero que hizo Manuel Rojas cuando escuchó el tintineo del despertador fue mirar el reloj y soltar un juramento. Eran las tres de la madrugada. ¡Sólo él podía ser tan imbécil como para confundirse al poner en marcha el despertador! Después de casi una semana sin poder dormir cinco horas seguidas, el único día que había decidido olvidarse de todo y dedicarlo íntegramente a la almohada le ocurría eso. Apagó violentamente el reloj y se dio media vuelta, dispuesto a hacerse uno con Morfeo. Entonces se percató de que no era el injustamente denostado reloj el que le había despertado, sino otro aparato infernal denominado teléfono.
La llamada procedía de Jefatura y al otro lado del teléfono se encontraba el inspector Merino, uno de los favoritos de Manrique. Según su interlocutor -Rojas se lo imaginaba sonriéndose despectivamente-, un chaval se había escapado de casa y había preguntado por él. Cualquier número de la Policía Nacional podía haberse ocupado de la vuelta a casa del crío, pero Merino disfrutaba jodiéndole y qué mejor cosa para ello que despertarle a esas horas. Totalmente desvelado, accedió a presentarse en las dependencias de la calle Gordóniz.
El crío se encontraba sentado en una silla del Grupo Operativo. No se hallaba trasteando ni jugueteando, como había esperado encontrarlo Rojas, sino muy formalito y erecto en su silla.
– Éste es -le dijo Merino con el tonillo de quien acaba de descubrir el mar Mediterráneo-. No nos ha dicho cómo se llama ni dónde vive; parece ser que sólo confía en ti.
– Bueno, vale, así que quieres hablar conmigo, ¿no?
– Sí, pero a solas -respondió el niño.
– No sé si dejaros solos, podría ser peligroso. ¿Estás seguro de que podrás manejarlo? -comentó Merino partiéndose de risa.
Rojas pensó seriamente en mandarle a tomar por el culo, si bien se reprimió a duras penas en atención al chaval. No obstante, le indicó con la cabeza que se alejara y esperó a que se hubiera ido para retomar la conversación.
– Creo que has preguntado por mí, pero no recuerdo quién eres. ¿Nos conocemos de algo?
– No, usted a mí no me conoce y yo a usted sólo de oídas. Soy el hijo de Andoni Ferrer. Hace unos días un detective estuvo hablando con mi madre y le dijo que aita había sido asesinado.
Rojas no pudo evitar un gesto de sorpresa al oír las palabras del niño. Su entereza y frialdad eran inhabituales en un crío de su edad, aunque posiblemente la extraña muerte de su padre le había hecho madurar antes de tiempo. Artetxe le había dicho que había estado hablando a solas con Nekane Larrondo, pero seguramente el chico había estado escuchándolo todo detrás de la puerta.
– El detective le dijo que si sabía alguna cosa más viniera a ver al inspector Rojas para contárselo y por eso estoy aquí.
– Te agradezco tu visita, pero ¿sabe tu madre lo que estás haciendo? No son unas horas muy normales para venir hasta aquí.
– Mi madre no sabe nada, me he escapado. He esperado a que estuviera totalmente dormida y he salido de casa para venir hasta aquí.
– Tendremos que llamarla. Si se levanta y ve que no estás se va a llevar un susto de muerte.
– Lo sé y no quiero que lo pase mal. Desde que vino a casa el detective no para de llorar durante todo el día. Tiene mucho miedo, está segura de que alguien asesinó a mi padre pero no quiere decir nada por miedo a que nos pase algo, pero yo creo que se equivoca. No podemos dejar que todo quede así, con los asesinos sueltos, ¿no tengo razón?
– Sí, tienes razón, pero antes que nada vamos a llamar a tu madre.
Media hora más tarde, una mujer demacrada se sentaba en otra silla libre que Rojas había habilitado en la oficina. Su hijo no había exagerado nada. Los surcos que habían aparecido bajo sus ojos delataban que Nekane Larrondo pasaba gran parte de su tiempo llorando. Discretamente se alejó de la oficina y permitió que madre e hijo hablaran a solas. Al poco rato la mujer salió y le pidió que entrara.
– Mi hijo me ha contado todo lo que le ha dicho. También me ha asegurado que usted no ha intentado, en ningún momento, hacerle hablar. Se lo agradezco.
– No hay de qué. No me parecía oportuno ni… ético -vaciló al añadir esto último.
– Gracias de todos modos. Mi hijo me ha contado que ha venido aquí para informarle de que sabía que su padre había sido asesinado.
– Así es, y quiero decirle que no es una novedad para mí. Pese al archivo de las actuaciones siempre he pensado que no había sido un accidente.
– Y tiene usted razón, pero tenía miedo, mucho miedo, no sólo por mí sino, sobre todo, por mi hijo, pero él con su acción me ha abierto los ojos y enseñado el camino a seguir. No se puede vivir con esta angustia eternamente. Quizá sea mejor contar todo lo que sabemos y esperar a que se haga justicia.
– No quiero forzada, pero pienso que ésa es la postura correcta y se lo digo no sólo como policía, que por supuesto lo soy y con todas las consecuencias, sino como hombre. Me sería de gran ayuda, para reabrir el caso, todo lo que usted pudiera contarme.
– Directamente no sé gran cosa, tan sólo que Andoni estaba muy inquieto los días anteriores a su muerte y que creía que se había metido en un avispero; pensaba que había encontrado algo gordo. Lo único que he sufrido directamente son las amenazas que me profirieron dos hombres el día que fui a declarar al Juzgado. Poco puedo decirle, por lo tanto, pero tengo un modo de ayudarle.
– ¿Cuál es?
– Andoni me dijo que había tomado precauciones adicionales. Concretamente me explicó que había guardado toda la documentación original que poseía en una caja de seguridad de la sucursal del Banco Bilbao Vizcaya en Andorra. No sé qué es lo que habrá exactamente, pero estoy dispuesta a ir hasta allí y traérselo.
– Podría ser peligroso, y yo no puedo ofrecede protección, ya que el caso, oficialmente, no existe.
– No me importa, he cambiado de opinión y pienso que merecerá la pena arrostrar los peligros que surjan. Además, nadie conoce la existencia de esa caja y yo todos los años visito Andorra, así que iré y se lo traeré.
A Antonio Jalón se le había acabado tanto la droga que le habían proporcionado los extraños hombres que le habían contratado para que asesinara a Tomás Zubía como el dinero que le había robado a éste. Sólo le quedaba el broche que también le había quitado y que parecía bueno, aunque él de esas cosas no entendía. Afectado por los primeros síntomas del síndrome de abstinencia decidió vendérselo a un perista que conocía del barrio, pero no le encontró. No le quedaba más remedio que buscarse la vida, ya que los camellos hacía tiempo que habían dejado de fiarle.
Serían las diez de la noche cuando se acercó a la Policlínica San Antón, en la calle Pérez Galdós. Nunca había trabajado allí, pero dos días antes había cruzado por esa zona y pensó que sería un buen sitio para dar un palo. Era una zona poco conflictiva, por lo que no había excesiva vigilancia policial; una zona tranquila, por la que a esas horas apenas transitaba nadie y, además, quienes salían de la clínica posiblemente se encontraran, debido a lo que deprime a la gente estar en ese tipo de recintos, psicológicamente -aunque Antonio desconocía este vocablo- más indefensos ante cualquier ataque dirigido a aliviarles el bolsillo de la pesada carga dineraria.
La idea en sí no era mala y demostraba que, dentro de sus limitaciones, Antonio Jalón era capaz de pensar cuando de buscar dinero se trataba pero, desgraciadamente para él, eligió la víctima equivocada. Miren Goiburu no estaba deprimida, sino francamente enfadada. Su hija mayor acababa de dar a luz y tenía la impresión de que esos médicos no sabían nada de recién nacidos. ¿Cómo se habían atrevido a aconsejar a su hija que alimentara a la nieta con biberón en vez de darle el pecho? Todas las mujeres de su familia habían criado a sus hijos sin esos inventos modernos, y bien sanos y pocholos que se habían desarrollado todos. No quería ni pensar en lo que le iban a decir sus amigas en Bermeo cuando se enteraran de eso; ellas que, como la propia Miren, llevaban media vida haciendo tareas que ni el más capaz de los hombres podía igualar. Por eso, cuando Antonio Jalón, navaja en ristre, le exigió la entrega de todo su dinero, vio la oportunidad de descargar toda la adrenalina que llevaba encima -ella lo llamaba mala leche- y arremetió contra él usando su bolso como arma -dentro llevaba una plancha de viaje que su hija había considerado innecesaria quedársela, ya que las jóvenes de ahora cuando estaban internadas en una clínica eran incapaces de hacer nada que no fuera quejarse-, lo tiró al suelo y lo pateó. A Antonio Jalón le salvó de unas graves lesiones la intervención de algunos pacíficos ciudadanos que, procedentes tanto del interior de la policlínica como de un bar cercano, aparecieron de repente. Le salvaron de los perjuicios físicos, pero no le dejaron en libertad. La llamada de uno de los camareros del bar al 091 posibilitó el que pasara esa noche en los calabozos de Jefatura.
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