Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima
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– ¿Resistir? -censuró Carreño-. Eso llevaría al país a la guerra civil…
A un baño de sangre -apuntó Marcelino Romero, satisfecho de poder meter baza.
– Exacto -puntualizó radiante el periodista-. ¿Es que no lo comprenden ustedes? A mí, fíjense, me parece evidente. Si Isabelita nos sale con medias tintas, se pone a disposición o abdica en su niño, tendremos las mismas. Hay mucho monárquico entre los sublevados, y al final terminarían por colocarnos al Puigmoltejo, o a Montpensier, o a don Baldomero, o a la sota de copas. Y eso sí que no. ¿Para eso hemos luchado tanto tiempo?
– ¿En dónde dice que ha luchado usted? -preguntó don Lucas con mucha guasa.
Cárceles lo miró con republicano desprecio.
– En la sombra, señor mío. En la sombra.
Ya.
El periodista resolvió ignorar a don Lucas.
– Les estaba diciendo -continuó, dirigiéndose a los otros- que lo que España necesita es una buena y encarnizada guerra civil con mucho mártir, con barricadas en las calles y con el pueblo soberano asaltando el Palacio Real. Comités de salvación pública, y los figurones monárquicos y sus lacayos -torva ojeada de soslayo a don Lucas- arrastrados por las calles.
Aquello se le antojó excesivo a Carreño.
– Hombre, don Agapito. No se pase usted tampoco. En las logias… Pero Cárceles estaba lanzado. -Las logias son tibias, don Antonio. -¿Tibias? ¿Las logias tibias?
– Sí, señor. Tibias, se lo digo yo. Si la revolución la han desencadenado los generales descontentos, hay que procurar que termine en manos de su legítimo propietario: el pueblo -se le iluminó el rostro en un éxtasis-. ¡La república, caballeros! La cosa pública, ni más ni menos. Y la guillotina.
Don Lucas saltó con un rugido. La indignación le empañaba el monóculo incrustado en su ojo izquierdo.
– ¡Por fin se quita usted la máscara! -exclamó apuntando a Cárceles con dedo acusador, tembloroso de santa ira-. ¡Por fin descubre usted su maquiavélico rostro, don Agapito! ¡Guerra civil! ¡Sangre! ¡Guillotina!… ¡Ése es su verdadero lenguaje!
El periodista miró a su contertulio con genuina sorpresa.
– Nunca he utilizado otro, que yo sepa.
Don Lucas hizo ademán de levantarse, pero pareció pensarlo mejor. Aquella tarde pagaba Jaime Astarloa, y los cafés estaban en camino.
– ¡Es usted peor que Robespierre, señor Cárceles! -masculló sofocado-. ¡Peor que el impío Dantón!
– No mezcle usted las churras con las merinas, amigo mío.
– ¡Yo no soy su amigo! ¡La gente de su clase ha sumido a España en la ignominia! -Huy, qué mal perder tiene usted, don Lucas.
– ¡Aún no hemos perdido! La reina ha nombrado presidente al general Concha, que es todo un hombre. De momento, ya le ha confiado a Pavía el mando del ejército que se enfrentará a los rebeldes. Y supongo que no me pondrá en duda el probado valor del marqués de Novaliches… Verdes las ha segado usted, don Agapito.
– Lo veremos.
– ¡Pues claro que lo veremos! -Lo estamos viendo. -¡Lo vamos a ver!
Jaime Astarloa, aburrido por la eterna polémica, se retiró antes de lo acostumbrado. Cogió su bastón y su chistera, se despidió hasta el día siguiente y salió a la calle, resuelto a dar un corto paseo antes de regresar a casa. Por el camino fue observando el caldeado ambiente callejero con cierto fastidio; sentía que todo aquello lo afectaba sólo muy superficialmente. Ya empezaba a estar harto de las polémicas entre Cárceles y don Lucas, como lo estaba también del país en que le había tocado vivir.
Pensó, malhumorado, que podían ahorcarse todos ellos con sus malditas repúblicas y sus malditas monarquías, con sus patrióticas arengas y con sus estúpidas reyertas de café. Habría dado cualquier cosa por que unos y otros dejaran de amargarle la vida con tumultos, disputas y sobresaltos cuyos motivos le importaban un bledo. A lo único que aspiraba era a que lo dejasen vivir en paz. En lo que al maestro de esgrima se refería, podían irse todos al diablo.
Sonó un trueno en la distancia mientras una violenta turbonada de aire recorría las calles. Inclinó don Jaime la cabeza y se sujetó el sombrero, apretando el paso. A los pocos minutos rompió a llover con fuerza.
En la esquina de la calle Postas, el agua empapaba el paño azul de los uniformes y corría en gruesas gotas por el rostro de los soldados. Seguían montando guardia con su aire tímido y paleto, la punta de la bayoneta rozándoles la nariz, pegados a la pared para resguardarse de la lluvia. Desde un portal, el teniente contemplaba taciturno los charcos, sosteniendo una pipa humeante en el ángulo de la boca.
Diluvió durante todo el fin de semana. Desde la soledad de su estudio, inclinado a la luz del quinqué sobre las páginas de un libro, escuchó don Jaime la interminable sucesión de truenos y relámpagos que restallaban en la negrura exterior, rasgándola con resplandores que recortaban las siluetas de los edificios cercanos. Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.
Hojeó distraído el libro que tenía en las manos, y sus ojos se detuvieron en una cita, subrayada a lápiz años atrás por él mismo:
… Todas sus sensaciones alcanzaron una elevación hasta entonces ignorada para él. Vivió las experiencias de una vida infinita mente variada; murió y resucitó, amó hasta la pasión más ardiente y viose separado de nuevo y para siempre de su amada. Al fin, hacia el alba, cuando las primeras luces quebraban la penumbra, en su alma empezó a reinar una creciente paz, y las imágenes se tornaron más claras y permanentes…
Sonrió con infinita tristeza el maestro de esgrima, todavía con un dedo sobre aquellas líneas. Tales palabras no parecían haber sido escritas para Enrique de Ofterdingen, sino para él mismo… En los últimos años se había visto retratado en aquella página con singular maestría; todo estaba allí. Sin duda se trataba del más ajustado resumen de su vida que jamás nadie seria capaz de formular. Sin embargo, en las últimas semanas, algo estaba fallando en el concepto. La creciente paz, las imágenes claras y permanentes que había estimado definitivas, volvían a enturbiarse bajo un extraño influjo que le arrancaba, sin piedad, fragmentos de aquella serena lucidez en la que creyó poder pasar el resto de sus días. Se había introducido en su existencia un factor nuevo, una influencia misteriosa, perturbadora, que le obligaba a plantearse preguntas cuya respuesta se esforzaba en eludir. Era imprevisible a dónde podía conducirle todo aquello.
Cerró bruscamente el libro, arrojándolo sobre la mesa con violencia. Angustiado, tomaba conciencia de su helada soledad. Aquellos ojos de color violeta se habían valido de él para algo que ignoraba, pero que no podía esforzarse en imaginar sin que lo estremeciese una irracional sensación de oscuro espanto. Y lo que era aún más grave: a su viejo y cansado espíritu le hablan arrebatado la paz.
Despertó con las primeras luces del alba. Últimamente dormía mal; el suyo era un sueño inquieto, desapacible. Se aseó en regla y extendió después sobre una mesita, junto al espejo y la jofaina con agua caliente, el estuche con sus navajas de afeitar. Enjabonó cuidadosamente las mejillas, rasurándolas con esmero, según era su costumbre. Con las viejas tijeritas de plata recortó algunos pelos del bigote, y pasó después un peine de concha por los húmedos cabellos blancos. Satisfecho de su apariencia se vistió con parsimonia, anudándose al cuello una corbata de seda negra. De sus tres trajes de verano escogió uno de diario, de ligera alpaca color castaño, cuya larga levita pasada de moda le prestaba el distinguido porte de un viejo dandy de principios de siglo. Cierto era que el fondi-llo de los pantalones estaba algo ajado por el uso, pero los faldones de la levita lo disimulaban de forma satisfactoria. De entre los pañuelos limpios escogió el que le pareció en mejor estado, y vertió en él una gota de agua de colonia antes de colocárselo en el bolsillo. Al salir, se puso una chistera y tomó bajo el brazo el estuche de sus floretes.
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