Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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El joven inclinó la cabeza, con orgulloso gesto afirmativo.

– Sí, maestro -recitó de carrerilla, como un escolar-. Si paro con círculo en segunda y no puedo encontrar el florete contrario, cruzo en segunda, desengancho y tiro en cuarta sobre el brazo.

– Perfecto -don Jaime cogió un florete de la panoplia mientras Fernando Cazorla se calaba la careta-. ¿Listo? Pues a nuestro asunto. Por supuesto, no olvidemos el saludo. Eso es… Se extiende el brazo y se eleva el puño, así. Hágalo como si llevase puesto un sombrero imaginario. Se lo quitaría usted con la mano izquierda, de forma elegante. Perfecto -se volvió el maestro hacia los otros dos espectadores-. Deben tener presente que los movimientos de saludo en cuarta y tercia son para los padrinos y los testigos. Al fin y al cabo, se supone que lances de este género suelen tener lugar entre gentes bien nacidas. Nada debemos objetar a que dos hombres se maten el uno al otro si el honor los empuja a ello, ¿no es cierto?… Pero, ¡diantre!, lo menos que podemos exigirles es que lo hagan de la forma más educada posible.

Cruzó el maestro su florete con el de Fernando Cazorla. El alumno jugaba la muñeca mientras aguardaba a que don Jaime le sirviese la estocada que daría inicio al movimiento. En los espejos de la galería, sus imágenes se multiplicaban como si el salón estuviese lleno de contendientes. Sonaba la voz serena y paciente del maestro de esgrima:

– Eso es, muy bien. A mi. Bien. Atención ahora, círculo en segunda… No; repita, por favor. Eso es. Círculo en segunda. ¡Cruce!… No, por favor, recuerde. Hay que cruzar en segunda, desenganchando en el acto. Otra vez, si es tan amable. Sobre las armas. A mí. Parada. Eso es. ¡Cruce! Bien. Ahora. ¡Perfecto! Cuarta sobre el brazo, excelente -habla legítima satisfacción, de autor contemplando su obra, en el comentario de don Jaime-. Vamos a ello de nuevo, pero tenga cuidado. Esta vez voy a cerrarle más fuerte. Sobre las armas. A mí. Bien. Parada. Bien. Así. ¡Cruce!… No. Anduvo muy lento, don Fernando, por eso lo he tocado. Volvamos a empezar.

De la calle llegó rumor de tumulto. Se escuchaban cascos de caballos a paso de carga sobre el empedrado. Alvarito Salanova y el menor de los Cazorla se asomaron a una de las ventanas.

– ¡Hay trifulca, maestro!

Interrumpió don Jaime el asalto, reuniéndose con sus alumnos en la ventana. Por la calle brillaban charoles y sables. A caballo, la Guardia Civil desbandaba a un grupo de revoltosos que corrían en todas direcciones. Sonaron dos tiros cerca del Teatro Real. Los jóvenes esgrimistas contemplaban el espectáculo, fascinados por la algarada.

– ¡Fijaos cómo corren!

– ¡Vaya tunda!

– ¿Qué habrá pasado?

– ¡A lo mejor es la revolución!

– ¡Nada de eso! Alvarito Salanova, fiel a su apellido, fruncía con desdén el labio superior-. ¿No ves que son cuatro gatos? Los guardias les están dando lo suyo.

Bajo la ventana, un transeúnte buscaba precipitado refugio en un portal. Un par de viejas enlutadas asomaban la nariz, como pájaros de mal agüero, observando con prudencia el panorama. En los balcones se agolpaban los vecinos; algunos jaleaban a los revoltosos, otros a los guardias.

– ¡Viva Prim! -gritaban tres mujeres de mala pinta, con la impunidad que les otorgaba su sexo y el hallarse en el balcón de un cuarto piso-. ¡A ver si cuelgan a Marfori!

– ¿Quién es ese Marfori? -preguntó Paquito Cazorla.

– Un ministro -le aclaró su hermano-. Dicen que la reina y él…

Juzgó don Jaime que ya era suficiente, y cerró los postigos de la ventana, haciendo caso omiso del murmullo desencantado de sus alumnos.

– Estamos aquí para practicar esgrima, caballeretes -dijo en tono que no admitía réplica-. Sus señores padres me pagan para que los adiestre en cosas de provecho, no para que sean espectadores de algo que no nos incumbe. Prosigamos con lo nuestro -echó una mirada de supremo desdén hacia el postigo cerrado y acarició con los dedos la empuñadura de su florete-. Nada tenemos que ver con lo que pueda ocurrir ahí afuera. Eso lo dejamos para la chusma, y para los políticos.

Volvieron a ocupar sus posiciones y retornó a la galería el metálico chasquido de los floretes. En las paredes, las viejas panoplias seguían cubriéndose de polvo, herrumbrosas e inmutables. Habla bastado con cerrar la ventana para que el tiempo detuviese su curso en la casa del maestro de esgrima.

Fue la portera quien lo puso al corriente cuando se cruzó con ella en la escalera. -Buenas tardes, don Jaime. ¿Qué le parecen las noticias? -¿Qué noticias?

Se santiguó la vieja. Era una viuda parlanchina y regordeta, que vivía con una hija solterona. Oía dos misas diarias en San Ginés y aseguraba que todos los revolucionarios eran unos herejes.

– ¡No me diga que no está al tanto de lo que pasa! ¿Es que no lo sabe? Jaime Astarloa enarcó una ceja, cortésmente interesado. -Cuénteme, doña Rosa.

Bajó la portera el tono, mirando desconfiada a su alrededor, como si las paredes tuviesen oídos.

– Don Juan Prim desembarcó ayer en Cádiz, y dicen que la Escuadra se ha sublevado… ¡Así le pagan a nuestra pobre reina su bondad!

Subió el maestro de armas por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol, camino del café Progreso. Aun sin el informe de la portera, hubiera sido evidente que algo grave ocurría. Grupos alborotados comentaban en corrillos los acontecimientos, y una veintena de curiosos observaban de lejos a un piquete que montaba guardia en la esquina de la calle Postas. Los soldados, con el ros sobre el rapado cogote y la bayoneta en la boca del fusil, estaban bajo el mando de un barbudo oficial de fiero semblante, que se paseaba arriba y abajo con la mano apoyada en la empuñadura del sable. Los sorches eran muy jóvenes y se daban aires de importancia disfrutando de la expectación que su presencia suscitaba. Un caballero de buen aspecto pasó junto a don Jaime y se acercó al teniente.

– ¿Se sabe algo?

Contoneóse el mílite con digna fanfarronería. -Yo cumplo órdenes de la superioridad. Circule.

Azules y solemnes, unos guardias requisaban periódicos a mozalbetes que los habían estado voceando entre la gente; se proclamaba el estado de guerra, imponiéndose la censura sobre toda noticia relacionada con la sublevación. Algunos comerciantes, avivados por la experiencia de recientes algaradas, echaban el cierre de sus tiendas e iban a engrosar los grupos de curiosos. Por Carretas brillaban los tricornios de la Guardia Civil. Se comentaba que González Bravo había presentado telegráficamente su dimisión a la reina, y que las tropas levantadas por Prim avanzaban ya sobre Madrid.

En el Progreso, la tertulia estaba al completo, y Jaime Astarloa fue puesto de inmediato al corriente de la situación. Prim había llegado a Cádiz en la noche del 18, y el 19 por la mañana, al grito de «Viva la soberanía nacional», la escuadra del Mediterráneo se había pronunciado por la revolución. El almirante Topete, a quien todos consideraban leal a la reina, estaba entre los sublevados. Las guarniciones del Sur y de Levante se sumaban una tras otra al alzamiento.

– La incógnita -explicaba Antonio Carreño- reside ahora en la actitud de la reina. Si no cede, tendremos guerra civil; porque esta vez no se trata de una vulgar intentona, caballeros. Lo sé de buena tinta. El de Reus cuenta ya con un poderoso ejército que engrosa por momentos. Y Serrano está en el ajo. Hasta se especula con ofrecerle una regencia a don Baldomero Espartero.

– Isabel II no cederá jamás -terció don Lucas Rioseco.

– Eso lo veremos -dijo Agapito Cárceles, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos-. De todas formas, es mejor que intente resistir.

Lo miraron todos los contertulios con extrañeza.

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