Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Pero algo lo intrigaba todavía más. Al ser descubierto, Jaime Astarloa había vislumbrado en la joven una expresión jamás vista hasta entonces. No había en ella ni sorpresa ni irritación, emociones explicables al saberse observada con tan indiscreta impertinencia. El sentimiento percibido por el maestro de esgrima respondía a algo mucho más oscuro e inquietante, hasta el punto de que tardó un buen rato en decidir que su intuición no lo engañaba. Porque, durante una fracción de segundo, a los ojos de Adela de Otero había asomado el miedo.

Se despertó bruscamente, incorporándose angustiado en el lecho. Tenía el cuerpo empapado de sudor a causa de la horrible pesadilla que ahora, aunque sus ojos estaban abiertos en la oscuridad, permanecía grabada con toda nitidez en su retina. Una muñeca de cartón flotaba boca abajo, como ahogada. Sus cabellos estaban enredados entre nenúfares y viscosa vegetación acuática, sobre el agua estancada cubierta de verdín. Jaime Astarloa se inclinaba sobre ella con exasperante lentitud, y al tomarla en sus manos veía el rostro, en el que los ojos de cristal habían sido arrancados de las cuencas. Aquellas órbitas vacías le produjeron un escalofrío de terror.

Permaneció así durante horas, sin poder conciliar el sueño, hasta que la primera rendija de claridad se filtró entre los postigos que cerraban la ventana.

Luis de Ayala llevaba algunos días inquieto. Le costaba concentrarse en los asaltos, como si sus pensamientos se hallasen muy lejos de la esgrima.

– Tocado, Excelencia.

El marqués movía tristemente la cabeza, disculpándose. -No llevo una buena racha, maestro.

Su habitual jovialidad cedía paso a una extraña melancolía. Ayala se quedaba abstraído con frecuencia, y sus bromas escaseaban. Al principio, don Jaime atribuyó todo aquello a la situación política, que estaba al rojo vivo. Prim había estado en Vichy, desapareciendo después misteriosamente. La Corte veraneaba en el Norte, pero los principales personajes de la política y la milicia permanecían en Madrid, a la expectativa. Soplaban en el aire vientos que nada bueno auguraban para la monarquía.

Una mañana, ya agonizante agosto, Luis de Ayala se excusó al efectuar el maestro de esgrima su visita diaria.

– Hoy no me encuentro con ánimos, don Jaime. Tengo un pulso infame.

A cambio le propuso pasear un rato por el jardín. Salieron ambos bajo los sauces, por la avenida cubierta de gravilla a cuyo extremo canturreaba el agua en la fuente del angelote de piedra. Un jardinero trabajaba a lo lejos, entre macizos de flores que se inclinaban patéticamente bajo el calor de la mañana.

Caminaron durante un rato, intercambiando triviales comentarios. Llegados junto a un templete de hierro forjado, el marqués de los Alumbres se volvió hacia Jaime Astarloa con aire casual, muy pronto desmentido por sus palabras:

– Maestro… Tengo curiosidad por saber cómo conoció usted a la señora de Otero.

Sorprendióse el maestro de armas, pues era la primera vez que Luis de Ayala pronunciaba el nombre de la dama en su presencia, desde el día en que don Jaime había oficiado en la presentación de ambos. Sin embargo, con la mayor naturalidad de que fue capaz, lo puso al corriente con pocas palabras. Escuchaba el marqués en silencio, asintiendo levemente. Parecía preocupado. Se interesó después por si conocía don Jaime alguna de sus relaciones sociales: amigos o parientes, y respondió éste reiterando lo que ya había manifestado durante la conversación mantenida semanas atrás. Lo ignoraba todo de ella, salvo que vivía sola y era una excelente esgrimista. Por un momento estuvo tentado de confiarle también la misteriosa entrevista que había presenciado junto a la Plaza Mayor, pero finalmente resolvió guardar silencio. Él no era quién para traicionar lo que, en vista de la actitud de la joven, debía de ser un secreto.

El marqués se mostró también muy interesado en averiguar si Adela de Otero habla pronunciado alguna vez su nombre antes de que él se presentase en casa de don Jaime, y si en algún momento habla mostrado especial interés por conocerlo. Tras una ligera vacilación, respondió el maestro de esgrima que así había sido, en efecto, e hizo un sucinto resumen de la conversación mantenida en el simón de alquiler la noche en que la acompañó a su casa.

– Sabía que es usted un excelente tirador, e insistió en conocerlo -dijo con honestidad, aunque presentía que algo inusual estaba latiendo tras la curiosidad de Luis de Ayala. Se mantuvo sin embargo discreto, sin esperar aclaración alguna por parte del marqués. Éste sonreía ahora con aire mefistofélico.

– Observo que le divierten mis palabras -apuntó don Jaime algo picado, creyendo ver en el gesto de su cliente una burlona alusión al desagradable papel de tercería que él había desempeñado en todo aquel asunto. El de los Alumbres captó de inmediato el sentido de su comentario:

– No me interprete mal, maestro -le rogó afectuosamente-. Pensaba en mí mismo… Usted no puede imaginarlo, pero esta historia descubre ahora para mí facetas apasionantes, se lo aseguró. De hecho -añadió sonriendo de nuevo, como si se recreara en divertidos pensamientos- usted acaba de confirmar un par de ideas que en los últimos tiempos me rondaban la cabeza. Nuestra joven amiga es, en efecto, una excelente tiradora de esgrima. Veamos ahora cómo se las arregla para acertar en el blanco.

Jaime Astarloa se agitó, incómodo. El imprevisto giro de la conversación lo sumía en un mar de confusiones.

– Disculpe, Excelencia. No llego a comprender…

El marqués le pidió paciencia con un gesto.

– Calma, don Jaime. Cada cosa a su tiempo. Le prometo contárselo a usted todo… más tarde. Digamos que cuando haya solventado un pequeño asunto que tengo pendiente.

Se sumió el maestro de armas en un desconcertado silencio. ¿Tenía aquello algo que ver con la misteriosa conversación que sorprendió semanas atrás? ¿Contaba de por medio una rivalidad amorosa?… Fuera lo que fuese, Adela de Otero no era asunto suyo. Ya no lo era, se dijo. Estaba a punto de abrir la boca para decir cualquier cosa que alterase el curso de la conversación, cuando Luis de Ayala le puso una mano en el hombro. Había en sus ojos una inusitada seriedad.

– Maestro, voy a pedirle un favor.

Se irguió don Jaime, viva imagen de la honestidad y la confianza. -Estoy a sus órdenes, Excelencia.

Vaciló un instante el marqués y pareció finalmente romper los últimos escrúpulos. Bajó el tono.

– Necesito confiarle algo, un objeto. Hasta ahora lo he conservado conmigo; pero, por razones que pronto podré aclararle, considero preciso trasladarlo a un lugar seguro durante algún tiempo… ¿Puedo contar con usted?

– Por supuesto.

– Se trata de un legajo… Unos papeles que son para mí de vital importancia. Aunque le cueste creerlo, hay muy pocas personas en las que puedo fiar este asunto. Usted sólo se limitaría a guardarlos en su casa, en lugar conveniente hasta que yo se los reclamase de nuevo. Van en sobre lacrado, con mi sello. Naturalmente, doy por sentada su palabra de honor de que no indagará su contenido, y guardará sobre el tema absoluto silencio.

Frunció el ceño el maestro de esgrima. Aquello era algo extraño, pero el marqués había mencionado los sustantivos honor y confianza. No había más que hablar.

– Tiene usted mi palabra.

Sonrió el de los Alumbres, repentinamente relajado.

– Con ello, don. Jaime, se hace usted acreedor a mi eterno agradecimiento.

Permaneció en silencio el maestro de esgrima, cavilando sobre si el asunto tendría alguna relación con Adela de Otero. La pregunta le quemó los labios, pero logró dominarse. El marqués confiaba en su honor de caballero, y por Dios que era más que suficiente. Ya habría ocasión, había prometido Ayala, de aclarar las cosas.

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