Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Sacó el marqués del bolsillo una lujosa petaca de piel de Rusia y extrajo un largo cigarro habano. Ofreció a don Jaime, que rechazó cortésmente.

– Hace mal -comentó el aristócrata-. Son cigarros de Vuelta Abajo, Cuba. Heredé la afición de mi difunto tío Joaquín. Nada que ver con esas infectas tagarninas que se encuentran a tres cuartos en los estancos.

Con aquello parecía dar por zanjado el asunto. El maestro de esgrima tenía, sin embargo, una sola pregunta por formular:

– ¿Por qué yo, Excelencia?

Luis de Ayala se detuvo con el cigarro a medio encender y miró a los ojos de su interlocutor por encima de la llama del fósforo.

– Por algo elemental, don Jaime. Es usted el único hombre honrado que conozco.

Y aplicando la llama al veguero, el marqués de los Alumbres aspiró el humo con voluptuosa satisfacción.

Capítulo V Ataque de glisada

"La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima, por lo que obliga necesariamente a ponerse en guardia."

Madrid se mecía a la siesta, adormecido por los últimos calores del verano. La vida política de la capital discurría sumida en la calma de un septiembre bochornoso, bajo nubes plomizas que filtraban un sofocante torpor estival. La prensa oficialista, entre líneas, daba a entender que los generales desterrados en Canarias seguían tranquilos, desmintiendo que los tentáculos conspiradores se hubieran extendido a la Escuadra, que, a pesar de malintencionados rumores subversivos, se mantenía, como siempre, leal a Su Augusta Majestad. En lo referente al orden público, hacía ya varias semanas que no se registraba en Madrid tumulto alguno, tras el ejemplar escarmiento dado por la autoridad a los cabecillas de las últimas agitaciones populares, que ahora tenían tiempo de sobra para meditar sus desvaríos bajo la poco acogedora sombra del presidio de Ceuta.

Antonio Carreño llevaba rumores frescos a la tertulia del café Progreso:

– Señores, oído al parche. Sé de buena tinta que la cosa está en marcha.

Lo acogió un coro de guasón escepticismo. Carreño se llevó una mano al corazón, ofendido.

– No irán ustedes a dudar de mi palabra…

Puntualizó don Lucas Rioseco que nadie ponía en duda su palabra, sino la veracidad de sus fuentes; llevaba casi un año anunciando el Santo Advenimiento. Carreño les hizo inclinar hacia él las cabezas sobre el velador de mármol, adoptando su habitual tono de 1 precavida confidencia:

– Esta vez va en serio, caballeros. López de Ayala se ha ido a Canarias para entrevistarse con los generales desterrados. Y, agárrense, don Juan Prim ha desaparecido de su domicilio de Londres. Paradero desconocido… ¡Ya saben lo que eso significa!

Agapito Cárceles fue el único que dio crédito a la cosa:

– Eso quiere decir que se prepara el órdago a la grande.

Jaime Astarloa cruzó las piernas. Aquellas cábalas de calendario habían llegado a aburrirle lo indecible. En tono furtivo, Carreño seguía aportando datos sobre la conspiración en curso:

– Dicen que el conde de Reus ha sido visto en Lisboa, disfrazado de lacayo. Y que la escuadra del Mediterráneo sólo espera su llegada para dar el grito. -¿Qué grito? -preguntó el cándido Marcelino Romero. -Qué grito va a ser, hombre. El de libertad. Sonó la risita incrédula de don Lucas:

– Lo suyo es un folletín de Dumas, don Antonio. Por entregas.

Guardó silencio Carreño, ofendido por la reticente actitud del viejo carcamal. Acometió Agapito Cárceles, para vengar a su contertulio, una encendida soflama revolucionaria que le calentó las orejas a don Lucas.

– ¡Ha llegado el momento de escoger sitio en las barricadas! -finalizó, con el énfasis de un personaje de Tamayo y Baus.

– ¡Allí nos veremos! -proclamó, también teatral, el amostazado don Lucas-. Usted a un lado y yo a otro, por supuesto.

– ¡Por supuesto! Nunca dudé, señor Rioseco, que el puesto de usted está en las filas de la represión y el oscurantismo.

A mucha honra.

– ¡De honra, nada! La España con honra es la España revolucionaria, la fetén. ¡Su mansedumbre crispa los nervios de cualquier patriota, don Lucas!. -Pues tome usted tila. -¡Viva la república! -Allá usted. -¡ova la Federal!

– Que sí, hombre, que sí. ¡Fausto! ¡Una media tostada! ¡De abajo! -¡Viva el imperio de la Ley!

– ¡La única ley que necesita este país es la ley de fugas!

Retumbó un trueno sobre los tejados de Madrid. Abriendo sus entrañas, el cielo dejó caer un violento aguacero. Al otro lado de la calle se veía correr a los transeúntes en busca de refugio. Jaime Astarloa bebió un sorbo de café mientras miraba, melancólico, golpear la lluvia contra el vidrio de la ventana. El gato, que habla salido a dar una vuelta, regresó de un salto, con el pelo húmedo y erizado, escuálida imagen de miseria que clavó en el maestro de armas el recelo de sus ojos malignos.

– La esgrima moderna, caballeros, tiende a prescindir de esa feliz libertad de movimientos que confieren a nuestro arte una gracia especial. Eso limita mucho las posibilidades.

Los hermanos Cazorla y Alvarito Salanova escuchaban con atención, floretes y caretas bajo el brazo. Faltaba Manuel de Soto, que veraneaba con su familia en el Norte.

– Todas estas desgraciadas circunstancias -continuó Jaime Astarloa- empobrecen la esgrima de forma lastimosa. Por ejemplo, algunos tiradores omiten ya en los asaltos el movimiento de descubrirse y de saludara los padrinos…

– Pero en los asaltos no hay padrinos, maestro -intervino tímidamente el más joven de los Cazorla.

– Precisamente por eso, señor mío. Precisamente por eso. Usted acaba de poner el dedo en la llaga. Ya se va a la esgrima sin pensar en su aplicación práctica en el campo del honor. Un sport, ano es cierto?… Ni más ni menos que una aberración; como si, pongamos un ejemplo disparatado, los sacerdotes oficiasen la misa en castellano. Sin duda eso sería más actual, ¿verdad? Más popular, si quieren; más a tono con el curso de los tiempos, ¿no es cierto?… Sin embargo, prescindir de la bella sonoridad un tanto hermética de la lengua latina desvincularía ese hermoso ritual de sus raíces más entrañables, degradándolo, haciéndolo vulgar. La belleza, la Belleza con mayúscula, sólo puede hallarse en el culto a la tradición, en el ejercicio riguroso de aquellos gestos y palabras que han venido siendo repetidas, conservadas por los hombres a lo largo de los siglos… ¿Comprenden lo que les quiero decir?

Asintieron gravemente los tres jóvenes, más por respeto al maestro de armas que por convicción. Alzó don Jaime una mano, ejecutando en el aire algunos movimientos de esgrima, como si sostuviera un florete.

– Por supuesto, no hemos de cerrar los ojos a las innovaciones útiles -prosiguió en tono de desdeñosa concesión-. Pero ante todo hemos de tener presente que lo bello reside en conservar precisamente lo que los demás dejan en desuso… ¿No encuentran ustedes mucho más digno de lealtad a un monarca caído que al sentado en el trono? Por eso nuestro arte ha de seguir siendo puro, incontaminado. Clásico. Ante todo, clásico. Debemos compadecer sinceramente a los que se limitan a acceder a una técnica. Ustedes, mis jóvenes amigos, tienen la maravillosa oportunidad de acceder a un arte. Algo, créanme, que no se paga con dinero. Algo que se lleva aquí, en el corazón y en la cabeza.

Calló el maestro de esgrima, contemplando los tres rostros que lo miraban con reverente atención. Designó con un gesto al mayor de los Cazorla.

– Bueno, ya está bien de charla. Usted, don Fernando, va a practicar conmigo la parada de círculo de segunda, cruzada con segunda. Le recuerdo que este método exige mucha limpieza; nunca recurra a él cuando la superioridad física del adversario sea excesiva… ¿Recuerda la teoría?

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