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José Somoza: La Caverna De Las Ideas

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José Somoza La Caverna De Las Ideas

La Caverna De Las Ideas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una novela enigma. Un desafío de ficción, diversión y espejismo, donde nada es lo que parece y donde hasta el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado. La caverna de las ideas es una obra griega clásica que narra una intrigante historia: diversos asesinatos ocurridos en la época de Platón. Cuerpos mutilados de efebos son descubiertos en las calles de Atenas, crímenes inexplicables que no parecen seguir ningún orden lógico. Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, se encargará de resolverlos con ayuda de uno de los filósofos de la célebre Academia platónica, Diágoras de Medonte. Pero el propio texto de La caverna de las ideas, que el lector tiene ahora en sus manos, también esconde secretos: sus traductores desaparecen o mueren, y el actual se enfrenta a un enigma milenario que desborda su capacidad de juicio y en el que se imbricará tanto la novela como la percepción de cada lector.

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– Comprendo -dijo el hombre-. Te compadeces de ella…

– Oh no, no es eso -repuso Heracles-. Es que me distraen. Sucede que mis ojos se dejan tentar con demasiada frecuencia por la complejidad de todo lo que ven: antes de que tú llegaras, por ejemplo, contemplaba abstraído el discurrir de

esa interesante grieta en la pared, su cauce y afluentes, su origen… Pues bien: el rostro de mi esclava es un nudo espiral e infinito de grietas, un enigma constante para mi insaciable mirada, de modo que decidí ocultarlo obligándola a llevar esa máscara sin rasgos. Me gusta que me rodeen cosas simples: el rectángulo de una mesa, los círculos de las copas…, geometrías sencillas. Mi trabajo consiste, precisamente, en lo opuesto: descifrar lo complicado. Pero acomódate en el diván, por favor… En esta fuente hay fruta fresca, higos dulces sobre todo. A mí me apasionan los higos, ¿a ti no? También puedo ofrecerte una copa de vino no mezclado…

El hombre, que había estado escuchando las tranquilas palabras de Heracles con creciente sorpresa, se recostó lentamente en el diván. La sombra de su calva cabeza, proyectada por la luz de la pequeña lámpara de aceite que había sobre la mesa, se irguió como una esfera perfecta. La sombra de la cabeza de Heracles -un grueso tronco de cono con un breve musgo de pelo plateado en la cúspide- llegaba hasta el techo.

– Gracias. Por ahora, aceptaré el diván -dijo el hombre.

Heracles se encogió de hombros, apartó algunos papiros de la mesa, acercó la fuente de frutas, se sentó y cogió un higo.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó amablemente.

Un áspero trueno clamó en la distancia. Tras una pausa, el hombre dijo:

– Realmente, no lo sé. He oído decir que resuelves misterios. Vengo a ofrecerte uno.

– Enséñamelo -repuso Heracles.

– ¿Qué?

– Enséñame el misterio. Yo sólo resuelvo los enigmas que puedo contemplar. ¿Es un texto? ¿Un objeto?…

El hombre adoptó de nuevo su expresión de asombro -ceño fruncido, labios entreabiertos- mientras Heracles arrancaba de un pulcro mordisco la cabeza del higo [7].

– No, no es nada de eso -dijo con lentitud-. El misterio que vengo a ofrecerte es algo que fue, pero que ya no es. Un recuerdo. O la idea de un recuerdo.

– ¿Cómo quieres que resuelva tal cosa? -sonrió Heracles-. Yo sólo traduzco lo que mis ojos pueden leer. No voy más allá de las palabras…

El hombre lo miró fijamente, como desafiándolo.

– Siempre hay ideas más allá de las palabras, aunque sean invisibles -dijo-.

Y ellas son lo único importante [8]-la sombra de la esfera descendió cuando el hombre inclinó su cabeza-. Nosotros, al menos, creemos en la existencia independiente de las Ideas. Pero me presentaré: me llamo Diágoras, soy del demo de Medonte, y enseño filosofía y geometría en la escuela de los jardines de Academo. Ya sabes… la que llaman la «Academia». La escuela que dirige Platón.

Heracles movió la cabeza, asintiendo.

– He oído hablar de la Academia y conozco un poco a Platón -dijo-. Aunque he de admitir que últimamente no lo veo con frecuencia…

– No me extraña -repuso Diágoras-: Se encuentra muy ocupado en la composición de un nuevo libro para su Diálogo sobre el gobierno ideal. Pero no es de él de quien vengo a hablarte, sino de… uno de mis discípulos: Trámaco, el hijo de la viuda Etis; el adolescente al que mataron los lobos hace unos días… ¿Sabes a quién me refiero?

El carnoso rostro de Heracles, iluminado a medias por la luz de la lámpara, no reflejó ninguna expresión. «Ah, Trámaco era alumno de la Academia», pensó. «Por eso Platón fue a darle el pésame a Etis.» Volvió a mover la cabeza y asintió. Dijo:

– Conozco a su familia, pero no sabía que Trámaco era alumno de la Academia…

– Lo era -replicó Diágoras-. Y un buen alumno, además.

Entrelazando las cabezas de sus gruesos dedos, Heracles dijo:

– Y el misterio que vienes a ofrecerme se relaciona con Trámaco…

– Directamente -asintió el filósofo.

Heracles permaneció pensativo durante un instante. Entonces hizo un gesto vago con la mano.

– Bien. Cuéntamelo lo mejor que puedas, y ya veremos.

La mirada de Diágoras de Medonte se perdió en el afilado contorno de la cabeza de la llama, que se alzaba, piramidal, sobre la mecha de la lámpara, mientras su voz desgranaba las palabras:

– Yo era su mentor principal y me sentía orgulloso de él. Trámaco poseía todas las nobles cualidades que Platón exige en aquellos que pretendan convertirse en sabios guardianes de la ciudad: era hermoso como sólo puede serlo alguien que ha sido bendecido por los dioses; sabía discutir con inteligencia; sus preguntas siempre eran atinadas; su conducta, ejemplar; su espíritu vibraba en armonía con la música y su esbelto cuerpo se había moldeado en el ejercicio de la gimnasia… Estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y ardía de impaciencia por servir a Atenas en el ejército. Aunque me entristecía pensar que pronto abandonaría la Academia, ya que le profesaba cierto aprecio, mi corazón se regocijaba sabiendo que su alma ya había aprendido todo lo que yo podía enseñarle y se hallaba de sobra preparada para conocer la vida…

Diágoras hizo una pausa. Su mirada no se desviaba de la quieta ondulación de la llama. Prosiguió, con fatigada voz:

– Y entonces, hace aproximadamente un mes, empecé a percibir que algo extraño le ocurría… Parecía preocupado. No se concentraba en las lecciones: antes bien, permanecía alejado del resto de sus compañeros, apoyado en la pared más lejana a la pizarra, indiferente al bosque de brazos que se alzaban como cabezas de largos cuellos cuando yo hacía una de mis preguntas, como si la sabiduría hubiese dejado de interesarle… Al principio no quise darle demasiada importancia a tal conducta: ya sabes que los problemas, a esa edad, son múltiples, y brotan y desaparecen con suave rapidez. Pero su desinterés continuó. Incluso se agravó. Se ausentaba con frecuencia de las clases, no aparecía por el gimnasio… Algunos de sus compañeros habían notado también el cambio, pero no sabían a qué atribuirlo. ¿Estaría enfermo? Decidí hablarle a solas… si bien aún seguía creyendo que su problema sería intrascendente… quizás amoroso… ya me entiendes… es frecuente, a esa edad… -Heracles se sorprendió al observar que el rostro de Diágoras enrojecía como el de un adolescente. Lo vio tragar saliva antes de continuar-: Una tarde, en un intervalo entre las clases, lo hallé a solas en el jardín, junto a la estatua de la Esfinge…

El muchacho se hallaba extrañamente quieto entre los árboles. Parecía contemplar la cabeza de piedra de la mujer con cuerpo de león y alas de águila, pero su prolongada inmovilidad -tan semejante a la de la estatua- hacía pensar que su mente se hallaba muy lejos de allí. El hombre lo sorprendió en aquella postura: de pie, los brazos junto al cuerpo, la cabeza un poco inclinada, los tobillos unidos. El crepúsculo era frío, pero el muchacho sólo vestía una ligera túnica, corta como los jitones espartanos, que se agitaba con el viento y dejaba desnudos sus brazos y sus muslos blancos. Los bucles castaños estaban atados con una cinta. Calzaba hermosas sandalias de piel. El hombre, intrigado, se acercó: al hacerlo, el muchacho percibió su presencia y se volvió hacia él.

– Ah, maestro Diágoras. Estabais aquí…

Y comenzó a alejarse. Pero el hombre dijo:

– Aguarda, Trámaco. Precisamente quería hablarte a solas.

El muchacho se detuvo dándole la espalda (los blancos omoplatos desnudos) y giró con lentitud. El hombre, que intentaba mostrarse afectuoso, percibió la rigidez de sus suaves miembros y sonrió para tranquilizarle. Dijo:

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